domingo, 31 de diciembre de 2017

PRÓLOGO, 39-50



DEL PRÓLOGO DE LA REGLA DE SAN BENITO

Prólogo. 39-50

Hemos preguntado al Señor, hermanos, quién es el que podrá hospedarse en su tienda y le hemos escuchado cuáles son las condiciones para poder morar en ella: cumplir los compromisos de todo morador de su casa. 40Por tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en el servicio de la santa obediencia a sus preceptos. 41Y como esto no es posible para nuestra naturaleza sola, hemos de pedirle al Señor que se digne concedernos la asistencia de su gracia. 42Si, huyendo de las penas del infierno, deseamos llegar a la vida eterna, 43mientras todavía estamos a tiempo y tenemos este cuerpo como domicilio y podemos cumplir todas estas a cosas a luz de la vida, 44ahora es cuando hemos de apresurarnos y poner en práctica lo que en la eternidad redundará en nuestro bien. 45Vamos a instituir, pues, una escuela del servicio divino. 46Y, al organizarla, no esperamos disponer nada que pueda ser duro, nada que pueda ser oneroso. 47Pero si, no obstante, cuando lo exija la recta razón, se encuentra algo un poco más severo con el fin de corregir los vicios o mantener la caridad, 48no abandones en seguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo estrecho. 49Mas, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios. 50De esta manera, si no nos desviamos jamás del magisterio divino y perseveramos en su doctrina y en el monasterio hasta la muerte, participaremos con nuestra paciencia en los sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con él también su reino. Amén.

¿Quién habitará en su templo?  La palabra templo es la traducción del texto en latín de la Regla que se expresa con la palabra “tabernáculo”, que significa, por extensión, casa, cámara. Hoy nos evoca en un primer significado el tabernáculo que se encuentra en la iglesia con el nombre de sagrario. Pero el sentido más profundo que le quiere dar san Benito evoca las tiendas donde vivía el pueblo de Israel durante el peregrinaje hacia la tierra prometida por el desierto, como si el monasterio viniese a ser un campamento, la morada provisional de un pueblo, una comunidad en peregrinación a la patria celestial. Y un tercer sentido enlaza también con el libro del Éxodo, con el tabernáculo como lugar de reunión, de encuentro, de Dios con el hombre. El monasterio entendido como una morada provisional para quienes hacemos camino hacia Cristo, donde Dios se nos manifiesta.

El monasterio no es para san Benito, un lugar para instalarnos, acomodarnos, sino lugar de paso, de un éxodo hacia la vida definitiva, a la vez que lugar donde Dios viene a encontrarnos, para hablar al corazón del hombre cuando éste prepara la escucha con oído atento y silencioso.

San Benito insiste en el Prólogo en la idea de la palabra, de la escucha y su cumplimiento. Una escucha abierta y activa para poder recibirla y vivir de acuerdo a ella. 

¿Cómo podemos saber que cumplimos lo que nos dice la palabra?, ¿cómo discernir si verdaderamente estamos a la escucha de la palabra, o si por el contrario es nuestra propia voz la que escuchamos, para poder hacer así nuestra voluntad?

Para san Benito el criterio fundamental es la obediencia; militar en la santa obediencia de los preceptos, para lo cual debemos preparar nuestros cuerpos, lo cual no es nada fácil, por lo cual san Benito insiste a menudo a lo largo de la Regla, pues lo contrario nos llevará a no dar fruto, o un fruto estéril, fruto de nuestra voluntad.

¿Qué quiere decir obedecer?

La Regla nos lo recalca bien en el capítulo cinco, aunque aquí en el Prólogo ya nos adelanta algo de la misma. Es un arte que necesita una preparación espiritual y física que implica a toda la persona. Así que no es algo meramente exterior, sino que debe nacer de un movimiento del corazón. San Benito piensa que esto no es fácil, y que precisamos de la gracia de Dios. Un día u otro, la obediencia se nos puede aparecer como un muro infranqueable, como algo que ataca a nuestra individualidad, y nos cerramos en la escucha, para escucharnos solo a nosotros mismos. Delante de esta tentación san Benito nos recomienda un instrumento imprescindible: la plegaria, pues un día u otro nos podemos atravesar con nuestro capricho, y vemos entonces la obediencia como algo imposible de aceptar. La podemos considerar como una injusticia, una incompatibilidad personal o un desprecio,  y nos viene entonces el sentimiento de angustia, o de que no nos aguantamos ni a nosotros mismos. En estos momentos de dificultad y desconcierto necesitamos tener conciencia de que estamos en manos de Dios, que nos aguanta, sea la que sea, nuestra situación, y que podemos recobrar el sentimiento de que deseamos llegar a la vida eterna.

Estamos en el final del año y nos viene al encuentro el Prólogo de la Regla, como si san Benito nos recordará que todavía no hemos llegado a la meta, que estamos en camino, que no hemos de huir espantados, aunque el camino es necesariamente estrecho, pero que avanzando se ensancha el corazón y se corre por el camino de los mandamientos de Dios en la inefable dulzura de su amor. Solamente cuando dejamos que Dios tome el timón y lleve la dirección de la barca de nuestra vida podemos ir salvando los obstáculos de nuestras deficiencias, y defectos, y llegar a buen puerto. No apartándonos de su enseñanza y perseverando en la paciencia.

Un punto clave de este fragmento del Prólogo es la paciencia, y el modelo de la misma es Cristo. Él nos la ha enseñado no solo con palabras, sino con hechos, desde el mismo momento de su venida, que recordamos en estos días.

La paciencia es aquella virtud, escribía san Cipriano, que modera nuestra ira, refrena nuestra lengua, dirige nuestros pensamientos, conserva nuestra paz, endereza nuestra conducta, doblega nuestras pasiones, apaga la violencia de la soberbia, apaga el fuego de la hostilidad, mantiene en la humildad a quienes avanzan, hace fuerte en la adversidad a quienes se confían ante las injusticias, nos enseña a perdonar con prontitud, a orar cuando somos nosotros los que fallamos y ofendemos, a vencer las tentaciones, a tolerar las persecuciones. La paciencia fortifica sólidamente los fundamentos de nuestra fe, levanta nuestra esperanza, encamina nuestras acciones por el camino de Cristo; en definitiva, nos lleva a perseverar como hijos de Dios, imitando su paciencia, su infinita paciencia con nosotros.

Estamos en camino, en la Escuela del servicio divino, acogidos en la tienda que es el monasterio, y para avanzar necesitamos la ayuda del Señor, que nos concede cuando se la pedimos para participar en los sufrimientos de Cristo con la obediencia y la paciencia, dos espléndidas armas, para no apartarnos nunca de su enseñanza, y perseverar en su doctrina hasta la muerte, esperando llegar a la tierra prometida, la patria definitiva y verdadera.


domingo, 24 de diciembre de 2017

CAPÍTULO 70 QUE NADIE SE ATREVA A PEGAR ARBITRARIAMENTE A OTRO



CAPÍTULO 70

QUE NADIE SE ATREVA
A PEGAR ARBITRARIAMENTE A OTRO

Debe evitarse en el monasterio toda ocasión de iniciativa temeraria, 2 y decretamos que nadie puede excomulgar o azotar a cualquiera de sus hermanos, a no ser que haya recibido del abad potestad para ello. 3 «Los que hayan cometido una falta serán reprendidos en presencia de todos, para que teman los demás ». 4 Pero los niños, hasta la edad de quince años, estarán sometidos a una disciplina más minuciosa y vigilada por parte de todos, 5 aunque con mucha mesura y discreción. 6 El que de alguna manera se tome cualquier libertad contra los de más edad sin autorización del abad o el que se desfogue desmedidamente con los niños, será sometido a la sanción de la regla, 7 porque está escrito: «No hagas a otro lo que no quieres que hagan contigo».

No excederse en nada, no atreverse con los de más edad sin autorización del abad, no desahogarse con los infantes, no defender a otro… Actuar siempre con medida. Cada día oímos la Regla, pero quizás necesitamos escucharla más; disponernos para la escucha de la misma, no sea que vengamos a considerarnos superiores a los otros, a creernos poseedores de lo que no nos corresponde, cuando corresponde a toda la comunidad. 

No hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros, viene a ser la norma suprema de este capítulo. No considerar a los otros como no queremos que nos consideren a nosotros.

Pegar a un hermano es una situación límite, pero con frecuencia caemos en el pecado de dar bofetadas morales, con la lengua, con los hechos, con la murmuración.

Darío Viganó , prefecto de la Secretaría para la comunicación de la Santa Sede ha publicado una pequeña obra, con el título de “el murmullo de la murmuración”, recogiendo en gran parte lo que el Papa Francisco ha estado enseñando sobre la murmuración. Se hace un especial eco de la aplicación de las nuevas tecnologías que sirven como potente altavoz para difundir los aspectos negativos de otras personas.

Escribe Viganó que el pecado de la murmuración es fruto de la envidia que pone de manifiesto la gran incoherencia a la humanidad, porque la envidia no desea tener lo que el otro tiene; al contrario, desea radicalmente que el otro no tenga lo que yo no tengo; y al ser decididamente destructora está dispuesta incluso a la violencia, para el otro no pueda gozar de aquello de lo que yo no puedo gozar.

Dios da unos talentos a unos y otros diversos a otros, pero todos son para ponerlos al servicio de la comunidad, con humildad y no con soberbia, ni manipulando, o imponiendo algo a los demás. A menudo utilizamos una medida para nosotros, y otra diferente para los demás, pero con más exigencia. Si cometemos un error, no tiene importancia, y buscamos mil excusas para justificarnos. Si sorprendemos a un hermano en una falta similar a la nuestra, y a la cual somos especialmente sensibles, llegamos a pensar que el mundo se hunde a nuestro alrededor, que todo está perdido, y que debemos actuar con contundencia. Dos varas de medir, la que tenemos para nosotros mismos y la que tenemos para los demás. Ver la paja en el ojo del otro y no ver la viga en el ojo propio, como dice Jesús, nos suele suceder.

San Benito no nos anima a la pronta corrección de todos, sino que se ha de hacer con medida y ponderación, y solamente aquellos que hayan recibido este encargo del abad. De hecho, san Benito busca que el orden sea una responsabilidad de todos, pero que nadie se arrogue está responsabilidad si el abad no se la da.

Lo hemos escuchado esta semana en el capítulo sobre los hermanos que van de viaje, cuando san Benito amonestaba “el que se atrevía a salir del monasterio e ir a cualquier lugar, o hacer alguna cosa, por pequeña que sea, sin orden del abad” (RB 67,7)

No lo dice san Benito por dar al abad un poder ilimitado, sino para mesurar nuestras actuaciones. Si tenemos que pedir algo lo pensamos antes de hacerlo, y esta es la reflexión que nos pide san Benito. Tenemos un cocinero, un enfermero, un hospedero, un maestro de novicios…. Cada uno con una responsabilidad concreta. Hay cosas que todos sabemos que no es responsabilidad nuestra, y otras que, efectivamente, sabemos que es responsabilidad nuestra de forma directa o subsidiaria, en ocasiones muy pequeñas como cerrar una puerta, una luz, recoger un papel, o prestar un servicio desinteresado. Por medio de unos principios simples san Benito nos muestra una línea de conducta para cada uno, seamos como seamos, tengamos los dones que tengamos, y nadie está por encima de ello. Debemos ver siempre en el otro un hermano, un igual, y a partir de aquí comportarnos como personas responsables, respetando la dignidad personal y los sentimientos de los demás. Hay ocasiones en que nuestra visión de un determinado acontecimiento nos altera y la evolución de la situación puede llegar a provocar una cierta explosión temperamental que dé lugar a una palabra que hiere, un determinado sentimiento de venganza, una murmuración…. En una palabra: sale nuestro peor rostro a la luz.

San Benito nos habla de determinadas barreras de protección. La primera, que se haya recibido el encargo del abad, pues si hay cosas que ni el abad debe hacerlas, ningún hermano puede, evidentemente hacerlas, sin un encargo que no tendrá, y si lo hace por propia iniciativa equivale a menospreciar a los hermanos, y arrogarse un poder que no tiene, y si lo hace a escondidas, pensemos en la palabra de Jesús: “No hay nada que tarde o temprano que no salga a la luz”. El segundo consejo que nos da san Benito es diferir la respuesta, dejar enfriar la situación, que es algo que también nos cuesta admitir. El hecho de diferir, de no actuar en caliente nos puede ayudar a encontrar la paz, pero sobre todo, como en el caso de pedir permiso al abad, [J1] evaluar las razones que creemos tener y así descargarnos en cierta manera del peso emocional que nos puede cegar en un momento determinado. Puede ser uno de estos aspectos de los más difíciles de la vida fraterna. Todo lo que debemos hacer, por lo menos procurar hacerlo con medida y ponderación, no actuando en caliente, pensando en las causas y también en las consecuencias. Es decir, poniendo a Cristo por delante de cualquier otra cosa, por encima de nuestros intereses personales, de nuestros deseos y caprichos, de nuestro orgullo y de nuestra vanidad.

Escribe Elvira Rodenas sobre Tomás Merton:

Muchos golpes no son los demás lo que suponen un impedimento para ser felices, somos nosotros los que no sabemos qué queremos y en lugar de admitirlo, pretendemos que los demás nos están impidiendo el ejercicio de la libertad. Paradójicamente es la aceptación de Dios la que nos hace libres y nos libera de la tiranía humana, ya que al servir a Dios, ya no podemos vivir para otra servidumbre humana  (Elvira Rodenas, Tomás Merton, El hombre y su vida interior, p.131)

 [J1]

domingo, 17 de diciembre de 2017

CAPÍTULO 63 LA PRECEDENCIA EN EL ORDEN DE LA COMUNIDAD

CAPÍTULO 63

LA PRECEDENCIA EN EL ORDEN DE LA COMUNIDAD

Dentro del monasterio conserve cada cual su puesto con arreglo a la fecha de su entrada en la vida monástica o según lo determine el mérito de su vida por decisión del abad. 2 Mas el abad no debe perturbar la grey que se le ha encomendado, ni nada debe disponer injustamente, como si tuviera el poder para usarlo arbitrariamente. 3 Por el contrario, deberá tener siempre muy presente que de todos sus juicios y acciones habrá de dar cuenta a Dios. 4 Por tanto, cuando se acercan a recibir la paz y la comunión, cuando recitan un salmo y al colocarse en el coro, seguirán el orden asignado por el abad o el que corresponde a los hermanos. 5 Y no será la edad de cada uno una norma para crear distinciones ni preferencias en la designación de los puestos, 6 porque Samuel y Daniel, a pesar de que eran jóvenes, juzgaron a los ancianos. 7 Por eso, exceptuando, como ya dijimos, a los que el abad haya promovido por razones superiores o haya degradado por motivos concretos, todos los demás colóquense conforme van ingresando en la vida monástica; 8 así, por ejemplo, el que llegó al monasterio a la segunda hora del día, se considerará más joven que quien llegó a la primera hora, cualquiera que sea su edad o su dignidad. 9 Pero todos y en todo momento mantendrán a los niños en la disciplina. 10 Respeten, pues, los jóvenes a los mayores y los mayores amen a los jóvenes. 11 En el trato mutuo, a nadie se le permitirá llamar a otro simplemente por su nombre. 12 Sino que los mayores llamarán hermanos a los jóvenes, y éstos darán a los mayores el título de «reverendo padre». 13 Y al abad, por considerarle como a quien hace las veces de Cristo, se le dará el nombre de señor y abad; mas no por propia atribución, sino por honor y amor a Cristo. 14 Lo cual él debe meditarlo y portarse, en consecuencia, de tal manera, que se haga digno de este honor. 15 Cada vez que se encuentren los hermanos, pida el más joven la bendición al mayor. 16 Cuando se acerque uno de los mayores, el inferior se levantará, cediéndole su sitio para que se siente, y no se tomará la libertad de sentarse hasta que se lo indique el mayor; 17 así se cumplirá lo que está escrito «Procurad anticiparos unos a otros en las señales de honor». 18 Los niños pequeños y los adolescentes ocupen sus respectivos puestos con el debido orden en el oratorio y en el comedor. 19 Y fuera de estos lugares estén siempre bajo vigilancia y disciplina hasta que lleguen a la edad de la reflexión.

Tenemos muchas maneras de ver a los otros; la imagen que nos puede venir de ellos, nos la puede dar la edad, la inteligencia, la eficacia, la apariencia física, la simpatía que nos despierte u otros muchos factores. También pueden influir el rol que cada uno juega en un momento u otro. Con uno o varios de estos factores nos vamos creando la imagen de los otros, y de acuerdo a estos criterios suele funcionar la sociedad.

San Benito nos dice que todo esto no debe ser una referencia para nosotros, que lo que importa en la vida comunitaria es la antigüedad, la hora en que cada uno entra en el monasterio, el momento en que nacemos a la vida monástica.

No es la primera vez en que san Benito insiste en el respeto a los ancianos. En nuestra casa hemos tenido el privilegio de conocer y convivir con las primeras vocaciones, una vez recuperada la vida monástica, y con algunos todavía los tenemos. Y esto, realmente, es un regalo valioso. Además, no lo son solamente por la edad, o por los muchos años de monje, sino porque han llegado a un estado de vida comunitaria que pueden ser un ejemplo para nosotros, una referencia. Porque la dignidad de nonnus no es gratuita, no viene solo por la edad, se ha de ganar día a día, y año tras año, no como una carrera, sino viniendo a ser respetable poco a poco, apenas sin advertirlo el mismo interesado, ni por supuesto lo reivindique.

En este capítulo, san Benito nos muestra, una vez más, la vocación como un camino, que si lo hacemos bien, y avanzamos paso a paso, levantándonos cuando caemos, podemos llegar todos juntos a la vida eterna, a Cristo, como nos enseñaba hoy en Maitines la lectura del beato Guerric. En la vida monástica el lugar no lo tenemos asegurado; ciertamente no han faltado comentarios elogiosos acerca de nuestra perfección, pero esto no es cierto en absoluto. Por el hecho de entrar en la vida monástica ni somo santos, ni somos mejores que otros.  Para san Benito lo importante en el monasterio no es lo mismo que en la sociedad: poder, dinero, tener lo último que nos ofrece la publicidad. Por ello ni la edad ni la dignidad determinan el rango dentro de la comunidad. Esto también debe tenerlo en cuenta el abad, para no perturbar a la comunidad con decisiones arbitrarias, pues al final el abad no debe tomar nada para sí mismo, sino todo por el honor y amor de Cristo, por lo cual insiste san Benito que actúa en su nombre, aunque cargado de imperfecciones, limitaciones y errores, por lo cual, consciente siempre, debe comportarse de manera que se haga digno de tal honor.

La edad no debe crear distinciones ni preferencias; es un tema importante hoy día en que las vocaciones suelen ser de edad más avanzada. No es fácil cuando se ha tenido una independencia económica y personal sujetarse a una vida comunitaria. Si viniéramos al monasterio simplemente para buscar un lugar, una cama, un plato y una mesa, como se dice coloquialmente, ni lo aguataríamos, ni nuestra vida tendría un sentido. Todo el sentido viene de la búsqueda de Cristo, de luchar por no anteponer nada a Cristo. No es posible vivir con otro horizonte; cualquier otro argumento para estar en él llevaría nuestra existencia a ser vacía, inviable, una carga, hasta hundirnos en el sin sentido.

Pero no podemos dejar de lado que san Benito nos da otro consejo para vivir nuestra vida en común: el respeto. Los más jóvenes deben honrar a los más ancianos, y estos tener presente que Samuel y Daniel, siendo unos muchachos juzgaron a los ancianos. No se nos recomienda una obediencia deformada, o una paciencia crítica, escribe san Bernardo. Pero venimos a caer con frecuencia no solo en criticar, sino en juzgar a los demás según nuestro punto de vista, y solo con indicios; y esto es una falta grave contra la caridad, es decir contra el núcleo de nuestra vida comunitaria. La injusticia, la arbitrariedad, los juicios temerarios, hieren a quienes lo sufren, fracturan la comunidad, y no olvidemos que también atacan a nuestra propia integridad. Necesitamos reflexionar sobre lo que sucede en nuestro interior cuando somos injustos y arbitrarios.

En el origen de toda injusticia hay miedos, angustias, fantasmas de nuestro propio pasado, actitudes que deberíamos afrontar si queremos hacer camino, pues no es un buen aliado la palabra que puede herir, y aunque rectifiquemos una vez hecha la herida, la curación no es fácil. Ni la edad ni la dignidad determinan el rango dentro de la comunidad, que para unos será la primera hora, para otros la segunda… La referencia, pues, en la comunidad, será la hora de la entrada. La llamada de Dios, la llamada personal de Dios dirigida a cada uno de nosotros es lo que cuenta en un momento concreto de nuestra vida; y a la llamada debe corresponder la respuesta sincera, generosa, libre, desinteresada. El rango en la comunidad es la combinación de todos estos factores personales e irrepetibles. Y con la certeza de que él, Cristo, no nos abandonará nunca, ya que es paciente, como solo el amor puede serlo, y porque ha compartido nuestra debilidad.

Escribe san Bernardo:

“También debemos evitar la pusilanimidad y la tristeza en todo aquello que hacemos o toleramos, porque Dios ama al que da con alegría. Además, la alegría o el entusiasmo están muy relacionadas con la posibilidad interior, y por encima de todo debemos huir de la soberbia. El que se cree algo impregna de vanidad todo lo que hace o padece. Es el regusto amargo y más opuesto a la verdad. Ya que no tenemos obligaciones temporales, dediquémonos a conocer a Dios tanto como a nosotros mismos. Pues ninguno progresa espiritualmente sin el sufrimiento y el trabajo. Todos sufrimos, excepto aquel que se ha dormido tanto en su alma que ya no siente inquietud por nada”.  (Sermón sobre el Cántico de los Cánticos)

domingo, 10 de diciembre de 2017

CAPÍTULO 56 LA MESA DEL ABAD



CAPÍTULO 56

LA MESA DEL ABAD

Los huéspedes y extranjeros comerán siempre en la mesa del abad. 2 Pero, cuando los huéspedes sean menos numerosos, está en su poder la facultad de llamar a los hermanos que desee. 3 Mas deje siempre con los hermanos uno o dos ancianos que mantengan la observancia.

En tiempos de san Benito el abad comía aparte, o bien con los huéspedes, o bien con alguno de los hermanos monjes. También aquí en Poblet, durante algún tiempo, en siglos pasados, el abad hacía vida aparte. En una época más cercana, los huéspedes comían en el calefactorio aparte, como todavía se hace en algunos monasterios. Quizás esta costumbre tuvo sentido en algún momento o en algún lugar, pero que el abad coma aparte no corresponde mucho con lo que tiene que ser la vida comunitaria, ni con la idea de que el abad no es sino un monje más.

No se trata que san Benito piensa que el abad ha de tener una mesa más digna que los demás, ni que sea una mesa especial para recibir a visitantes distinguidos; los comentaristas de la Regla ni siquiera están de acuerdo sobre el lugar concreto donde estaba esta mesa del abad. Para algunos era el mismo refectorio de la comunidad donde cada decano tenía su propia mesa; para otros estaba en un lugar separado. Hoy, en nuestro caso de sentarse al lado del abad, a excepción de algunos casos puntuales, como hacemos ahora, quizás supondría ponerlos en una situación de incomodidad, al hacerlos comer con más rapidez.

Pero el tema de fondo de este capítulo, como en otros en los que se habla de acogida, no está en dónde y cómo se ha poner la mesa, sino ver en los huéspedes al mismo Cristo.

Los monjes venimos al monasterio para responder a la llamada de Cristo que nos pide seguirlo en un camino concreto. Pero esto no es un rechazo del mundo, como se decía antes, ni una huida o un esconderse del resto de la sociedad, pues este mundo es el que Dios ha creado, lo ama y por él Cristo ha muerto, y somos parte de él.

Diversas circunstancias pueden llevar al monje a relacionarse con el exterior del monasterio, pero también las personas más diversas vienen desde fuera al monasterio.

San Benito habla de un principio espiritual básico: que los huéspedes y peregrinos se han de recibir como a Cristo, el cual nos dirá el día del juicio: “Yo era forastero y me recibisteis”.

Pero si se confía al abad que se preocupe de comer con los huéspedes, es porque, según la idea de san Benito, los que entramos en una comunidad monástica elegimos una vida de soledad para vivir en comunión con Dios y con los hermanos. La comunidad, por ser verdaderamente cristiana, ha de mantener vínculos de comunión con la Iglesia local, con la sociedad en general, y con los más desvalidos. Por lo tanto, para san Benito siempre hay unos vínculos con el mundo exterior, con las diversas personalidades religiosas y civiles, con los huéspedes, con los transeúntes. 

La relación con los huéspedes es un punto importante de nuestra vida, de nuestra proyección al exterior. Hace unos años ya que los huéspedes comen con la comunidad, que comparten con nosotros este momento de nuestra jornada. Una posibilidad de comer en silencio escuchando una lectura. Por esto es también muy importante que entren y salgan del refectorio, tal como lo hacemos nosotros, es decir en silencio, sin ser importunados, sin interferencias como decía una expresión de un predecesor mío de hace unos años, sin ser abordados por ningún monje, a excepción del hospedero, que lo hace puntualmente y si es necesario.

San Benito es muy claro en este aspecto, cuando dice “quien no tiene el mandato no se acerque de ninguna manera ni hable con los huéspedes; pero si los encuentra, una vez saludados humildemente… y después de pedirles la bendición, que pase de largo y les diga que no le está permitido hablar con los huéspedes”.

También nos lo ha recodado el Abad General en su Carta de visita, que la salida del refectorio se haga en silencio, y no se haga del claustro un lugar de tertulia, depende de nosotros. Mi predecesor instauró la costumbre de ser él último en salir para evitar este problema; personalmente creo que ya somos todos mayores para saber lo que tenemos que hacer, que escuchamos la Regla, la Carta de visita, pero aún añadiría, como nos dice san Benito que “con ello no queremos decir que se dejen crecer los vicios, sino extirparlos prudentemente y con caridad, según convenga a cada uno”. San Benito espera de los ancianos que ayuden a conservar el orden. Dios no quiera que sean ellos los que perturben el silencio o se junten con los huéspedes sin permiso. Espero de vuestra madurez que la relación con los huéspedes sea un punto importante de la imagen que se pueden llevar de la comunidad, si la descuidamos, damos la impresión de ser una comunidad que tiene interés en curiosidades y chismes.

La imagen de la comunidad es responsabilidad nuestra y que se transmite en nuestras relaciones con los demás. Así cuando nos comunicamos con personas del exterior hemos de tener presente siempre que somos monjes, y debemos actuar en consecuencia para evitar problemas que siempre nos llevan a situaciones equivocas. Tanto si enviamos cartas, correos electrónicos, si llamamos por teléfono o salimos a la plaza, si vamos al médico o a algún otro encargo, o si escribimos para determinado medio de comunicación, ciertamente lo hacemos a titulo particular, pero no debemos olvidar que nunca dejamos de ser monjes. Los tiempos han cambiado, no hace falta pedir el nihil obstat por ejemplo para escribir algo, pero debemos ser conscientes de la necesidad de una prudencia y responsabilidad, pues tenemos detrás una comunidad.

El justo respeto de la libertad individual de cada monje, como ciudadano que es, ha de tener también el equilibrio en el respeto de cada uno de nosotros, de la identidad colectiva de la comunidad. Sin comprometerse en posturas muy respetables y legítimas, pero concretas, que no representan a la comunidad, porque ésta no entra ni debe entrar en determinados temas. La relación con los huéspedes, con la sociedad que nos rodea y nos preocupa, y de la cual debemos preocuparnos fundamentalmente con la plegaria, no es fácil. Estamos en medio de una sociedad convulsa, y de un pueblo concreto, en una situación concreta y difícil, pero nuestro centro es Cristo mediante una vida de plegaria y trabajo, centrada en la Palabra de Dios. Este fundamento cristológico, esta centralidad en el Cristo no la debemos olvidar nunca y es la que debe guiar toda nuestra vida.