domingo, 25 de junio de 2017

DEL PRÓLOGO DE LA REGLA DE SAN BENITO, 21-38



DEL  PRÓLOGO DE LA  REGLA DE SAN BENITO

PRÓL 21-38

21Ciñéndonos, pues, nuestra cintura con la fe y la observancia de las buenas obras, sigamos por sus caminos, llevando como guía el Evangelio, para que merezcamos ver a Aquel que nos llamó a su reino. 22Si deseamos habitar en el tabernáculo de este reino, hemos de saber que nunca podremos llegar allá a no ser que vayamos corriendo con las buenas obras. 23Pero preguntemos al Señor como el profeta, diciéndole: 24Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y descansar en tu monte santo?, 25Escuchemos, hermanos, lo que el Señor nos responde a esta pregunta y cómo nos muestra el camino hacia esta morada, diciéndonos: 26«Aquél que anda sin pecado y practica la justicia; 27el que habla con sinceridad en su corazón y no engaña con su lengua; 28el que no le hace mal a su prójimo ni presta oídos a infamias contra su semejante». 29Aquel que, cuando el malo, que es el diablo, le sugiere alguna cosa, inmediatamente le rechaza a él y a su sugerencia lejos de su corazón, «los reduce a la nada», y, agarrando sus pensamientos, los estrella contra Cristo. 30Los que así proceden son los temerosos del Señor, y por eso no se inflan de soberbia por la rectitud de su comportamiento, antes bien, porque saben que no pueden realizar nada por sí mismos, sino por el Señor, 31proclaman su grandeza, diciendo lo mismo que el profeta: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre, da la gloria», al igual que el apóstol Pablo, quien tampoco se atribuyó a sí mismo éxito alguno de su predicación cuando decía: «Por la gracia de Dios soy lo que soy». 32Y también afirma en otra ocasión: «E1 que presume, que presuma del Señor». 33Por eso dice el Señor en su evangelio: «Todo aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra, se parece al hombre sensato, que edificó su casa sobre la roca. 34Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca». 35Al terminar sus palabras, espera el Señor que cada día le respondamos con nuestras obras a sus santas exhortaciones. 36Pues para eso se nos conceden como tregua los días de nuestra vida, para enmendarnos de nuestros males, 37según nos dice el Apóstol: «¿No te das cuenta de que la paciencia de Dios te está empujando a la penitencia » 38Efectivamente, el Señor te dice con su inagotable benignidad: «No quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva».

San Benito entiende la vida del monje como un continuo proceso de conversión, un tiempo de purificación de nuestras debilidades. En el camino de nuestra vida monástica el diablo y la sugestión nos salen al encuentro pero Dios es paciente, aunque en ocasiones no hagamos las cosas bien. Él espera siempre nuestra conversión de corazón. Él siempre es bueno, pues es la bondad misma, y desea nuestra conversión y que vivamos; su infinita paciencia nos empuja o nos debería de empujar al arrepentimiento; y tenemos suerte, dice el Papa Francisco, de que Dios no se cansa de perdonar. También hay que decir que nosotros siempre mostramos debilidades.

Nuestra vida de monjes ha de ser un retorno constante al Prólogo de la Regla, a la guía del Evangelio, una invitación constante a caminar, a practicar la justicia, a decir la verdad desde el corazón, a no engañar con la lengua. No debemos olvidar que nuestro objetivo es habitar en el templo de este reino, el del Señor, donde solamente podemos entrar con las buenas obras. Estas buenas obras, que san Benito nos presenta en el capítulo IV, y en el Prólogo, nos hablan de que, ante todo, hemos de estar ceñidos con la fe. El taller de todas las buenas obras, el lugar donde practicarlas con diligencia, es el recinto de monasterio y la estabilidad en la comunidad.

San Benito contempla a Dios como un padre, no como un juez; un padre amoroso que nos quiere llenar de bienes, un padre a quien amar y obedecer; hemos elegido una vida de obediencia a su Hijo único. Como decía el Abad General en la homilía de la bendición de la madre Eugenia, abadesa de Talavera: “todo está hecho para que vivamos deseando contemplar el rostro de Cristo. Todo es para obedecer el deseo de Cristo de entrar y manifestarse en nuestra vida”. Es importante no volver a la desobediencia. La conversión no es una cosa que podemos dejar siempre para mañana. Es para hoy, todos los días, para intentarlo sin desfallecer. Buscando la vida y el Señor que nos muestra el camino. El propósito de nuestra carrera es el reino, guiados por el Evangelio, ceñidos por la fe y las buenas obras.  He aquí una vez más, como para san Benito, la vida monástica no es un estado, un esperar que pase alguna cosa, sino que es acción; nuestra vida no es pasiva sino activa. San Benito siente la necesidad de llamar a sus discípulos, a nosotros, a la humildad. Los monjes saben que todo lo que hacemos se debe a la gracia de Dios, y que poca cosa depende de nuestros méritos. La diferencia entre lo que cree hacer por si mismo y atribuye a su propia gloria todo lo que hace y el que lo atribuye a la gloria de Dios es la diferencia que existe entre el que construye sobre la arena y el que construye sobre la roca. Cuando llega la tempestad, y ciertamente llega, solamente resiste lo que está construido sobre la roca.

Si ponemos el fundamento de nuestra vocación en la comunidad, si anteponemos cualquier amistad externa a nuestra comunidad, es que no vivimos realmente en comunidad. Podemos comer y dormir en el monasterio, pero si nos hemos autoexcluido porque hemos puesto el fundamento de nuestra vocación en la arena inestable de nuestro propio deseo, la roca sobre la que se asentaba un tiempo nuestra vocación la hemos pulverizado convirtiéndola en arena. Sin embargo, Dios no se cansa de esperarnos; siempre estamos a tiempo de volver a la casa del Padre, como el hijo pródigo, pero es preciso levantarnos, ponernos en camino, tomar conciencia de que hemos pecado contra el Padre y los hermanos. Entonces el Padre nos contemplará que llegamos por el camino del Evangelio a su casa, que es la nuestra, la del Reino. Es normal que en la vida del monje haya momentos de debilidad y desencanto, que demos pasos en falso, que caigamos, que la aspereza del camino y la carga y el cansancio nos tienten. Pero nada de todo esto puede acabar con nuestra fidelidad si nuestro corazón permanece libre orientado hacia el Señor.

La tentación más frecuente para quienes están obligados a caminar sin detenerse es la de instalarnos en la comodidad; es un peligro espiritual, psíquico y moral.  Cuando uno lleva años caminando la tentación de sentarse, de detenerse, no desaparece, incluso puede aumentar, pues es la tentación de la comodidad, de la pereza, del pesimismo, y entonces corremos el riesgo de caer en la deslealtad, no solo hacia la comunidad, sino hacia nuestra propia vocación, aquella que nos trajo al monasterio, para tender siempre hacia Cristo, a quien no hemos de anteponer nada. Si no trabajamos nuestra vocación para ponerla cada día sobre el fundamento de la fe y del Evangelio acabaremos por sucumbir, quizás por la cobardía de no afrontarla y buscar otro camino.

Toda vocación cristiana, y la del monje en particular, implica tres movimientos: salir de nuestras posiciones personales, aventurarnos en la incerteza del camino monástico, y, por encima de todo, seguir a Cristo.

Si la vitalidad de la fe y la caridad disminuyen, nuestra fuerza personal nos lleva a rechazar lo que  es pesado y refugiarnos en lo fácil, en los afectos personales y materiales, caducos y de pobreza humana. Todo esto nos puede llevar a una crisis triste y demoledora, al cansancio de Dios, en expresión del abad Brasó. El monje que cae en la dejadez, de hecho renuncia a la búsqueda de Dios y se refugia en la mediocridad y en una falsa resignación, en un desmesurado pesimismo y busca otros sustitutos; un monje cuyo corazón se deja ganar por otros afectos cae en la regresión espiritual. En la vida monástica toda defección comporta el principio de infidelidad, de la degradación del amor de Dios, para caer en una vida mediocre, desengañada, insatisfecha, sin energía espiritual, vacía y peligrosamente negativa para el resto de la comunidad. Dios no se cansa nunca de personar, siempre nos espera, pero también espera que nosotros seamos conscientes de ello, que iniciemos el camino de vuelta a casa para salir a nuestro encuentro y abrazarnos, solo el abrazo de Dios es suficiente, cualquier otro afecto humano no es sino una piedra de tropiezo en el camino.

Pensemos, ya que nuestra vida es corta, no sea que al llegar al final nos encontremos en la región lejana de nuestros egoísmos, con la lámpara apagada, como las vírgenes necias. La fe, hecha confianza, no elimina las dificultades, pero da la fuerza y la seguridad para superarlas. Como dice san Benito en el Prólogo: “Levantémonos de una vez, que la Escritura nos invita diciendo: “Ya es hora de despertarse”. Abiertos nuestros ojos a la luz deífica escuchemos con oído atento lo que cada día nos dice la voz divina que clama: “Si hoy escucháis su voz no endurezcáis los corazones”, y todavía: “quien tiene orejas para escuchar que escuche lo que el espíritu dice a la Iglesias”; y ¿qué dice?  “Venid, hijos, escuchadme, que os enseñaré el temor del Señor. Corred mientras tenéis la luz de la vida, para que nos os sorprendan las tinieblas de la noche” (RB  Pr 8-13)

domingo, 18 de junio de 2017

CAPÍTULO 69 NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO



CAPÍTULO 69
              
NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO
EN EL MONASTERIO

Debe evitarse que por ningún motivo se tome un monje la libertad de defender a otro en el monasterio o de constituirse en su protector en cualquier sentido, 2 ni en el caso de que les una cualquier parentesco de consaguinidad. 3 No se permitan los monjes hacer tal cosa en modo alguno, porque podría convertirse en una ocasión de disputas muy graves. 4 El que no cumpla esto será castigado con gran severidad.

Este capítulo y el siguiente de la Regla se atribuyen en exclusiva a San Benito. Forman parte de una sección que comienza sobre lugar en la comunidad y acaba con los dos bellos capítulos sobre la obediencia mutua y el buen celo. Por lo tanto debemos ver aquí una advertencia contra dos posibles desviaciones: por defecto y por exceso de la caridad y la amistad y no un rechazo de éstas. El monje no deja de ser un hombre como otro cualquiera, y la vida comunitaria nos lleva a vivir nuestra afectividad de manera poco convencional, y corremos el riesgo de caer en desviaciones. Los tratados sobre aspectos psicológicos de la vida en común nos alertan acerca de maneras de vivir las relaciones personales que no son sanas. La necesidad de una afectividad nos puede llevar a buscar constantemente o de forma más o menos habitual el reconocimiento del otro.

Nos puede suceder que cuando hacemos algo busquemos de manera más o menos conscientes complicidades que halaguen nuestro “yo”. Las relaciones entre nosotros han de ser siempre libres, no fundamentarse en la prepotencia de una parte o en la sumisión por otra, sino una relación entre iguales, pero no orientada a satisfacer nuestro egoísmo, sino a enriquecernos mutuamente. En uno u otro momento todo corremos el riesgo de esa dependencia, ya sea por compartir tareas, ser semejantes en un punto de vida comunitaria, o incluso llegar a ser lo único que nos una, Dios no lo permita, hasta venir a ser un pesimismo apocalíptico que nos sentimos llamados a predicar

Escribe Alejandro Manenti que si necesitamos constantemente la sonrisa de la madre para ir adelante no nos será fácil aceptar el mensaje de la cruz. Y destaca tres puntos en la verdadera amistad:  1) la finalidad que ha de ser la de estimular una mayor comunión con Dios. 2) el medio, que es la renuncia a la gratificación de aquellas cosas que nos entorpecen el camino hacia Dios. 3)  el discernimiento entre los fines y los medios, es decir saber si los medios nos acercan o nos alejan de nuestro horizonte, que es la búsqueda de  Dios en el monasterio. A lo largo de la regla san Benito nos muestra que la comunidad se ha de apoyar en vínculos de comunión, en el amor y afecto entre hermanos, y entre ellos y el abad. Alguno podría tener más fidelidad a sus compromisos personales que no a los que ha asumido libremente en la comunidad. Puede suceder que un hermano tenga un afecto excesivo o mal orientado hacia otro que le defensa frente a la comunidad. Si una amistad es madura y las personas adultas son independientes y saben mirar objetivamente las soluciones en la que está inmersa la otra persona, entonces, si la otra persona necesita una corrección, estaremos afligidos `por lo que comporta esta situación, pero nos alegrará a la vez, porque de le da la oportunidad de un crecimiento  humano y espiritual. Cuando una amistad no es realmente adulta, lleva a una especie de fusión emocional, más que a una relación entre dos individuos autónomos. Entonces hay una distancia crítica y todo lo que sucede de doloroso al amigo se percibe como un ataque personal. Entonces, la persona al sentirse amenazada por lo que le sucede al otro puede llevarlo a defenderlo en contra de la comunidad. Si estos lazos emocionales no tienen la suficiente madurez y se unen a un grupo de hermanos, nacen grupos de presión que pueden acabar con una vida comunitaria.

San Benito parece haber experimentado este tipo de situaciones, y por ello advierte acerca de este tipo de desviaciones que desvían de la verdadera amistad. Se refiere también a los lazos familiares, pues pertenecemos a familias. Primero está el círculo familiar donde nacemos. Después está la familia más extensa, con los parientes más próximos. El grupo social, étnico o nacional, al que también pertenecemos. Una comunidad monástica no es de hecho una familia, ni una comunidad de comunidades, es un orden monástico, un tipo diferente de familia, aunque hoy hablemos de la gran familia cisterciense, carmelita, franciscana o cartujana… Incluso Pablo VI llamó la gran “familia de las naciones” a la comunidad humana. 

El mensaje del Evangelio es que la intensidad de la comunión dentro de una comunidad esta en estrecha relación a la capacidad de abrirse a los otros. Cada vez que un grupo humano, sea una pareja, una familia, una comunidad o una nación se cierra sobre sí misma de forma egoísta, los conflictos internos se vuelven ingobernables y pueden llevar a la desintegración del grupo.  Por el contrario, cada vez que un grupo humano está abierto a la comunión con Cristo y los otros grupos y hay un compromiso de un proyecto común, con más facilidad se pueden afrontar los problemas internos. La comunidad monástica no se basa en lazos familiares, de amistad, de pertenencia social o étnica, sino en la pertenencia a Cristo que supera toda frontera humana y todo egoísmo personal. Olvidar esto puede suscitar graves dificultades en la comunidad, y que viene a suceder cuando rechazamos el reconocimiento de nuestra precariedad e indigencia moral y humana. Y una de estas formas está en el formar parejas o grupos de amigos… Nadie estamos libres de este riesgo, somos humanos y tenemos más afinidades con unos que con otros. Por ejemplo, no falta quien mira la lista de servicios o de vacaciones con el recelo de con quién le puede tocar. La unidad de la comunidad es frágil y es peligroso hacerla tambalear. Se ha visto en esta misma casa a lo largo de los años, cuando se han puesto por encima amistades, afinidades personales….  Para venir a acabar en un abandono de la vida monástica regular y hacerse una comunidad a la medida. Este punto, como otros, está en nuestras manos, y nos pide un esfuerzo i trabajo para mantener día a día nuestra comunidad…

“soportándonos con paciencia las debilidades, tanto físicas como morales, no buscando aquello que nos parezca útil a nosotros, sino que lo sea para los demás; practicando desinteresadamente la caridad fraterna, temiendo a Dios con amor, no anteponiendo absolutamente nada a Cristo”. (cf  RB 72,5-11 

   



domingo, 11 de junio de 2017

CAPÍTULO 62 LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO

CAPÍTULO 62

LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO

Si algún abad desea que le ordenen un sacerdote o un diácono, elija de entre sus monjes a quien sea digno de ejercer el sacerdocio. 2 Pero el que reciba ese sacramento rehuya la altivez y la soberbia, 3 y no tenga la osadía de hacer nada, sino lo que le mande el abad, consciente de que ha de estar sometido mucho más a la observancia de la regla.4 No eche en olvido la obediencia a la regla con el pretexto de su sacerdocio, pues por eso mismo ha de avanzar más y más hacia Dios. 5 Ocupará siempre el lugar que le corresponde por su entrada en el monasterio, 6 a no ser cuando ejerce el ministerio del altar o si la deliberación de la comunidad y la voluntad del abad determinan darle un grado superior en atención a sus méritos. 7 Recuerde, sin embargo, que ha de observar lo establecido por la regla con relación a los decanos y a los prepósitos. 8 Pero si se atreviere a obrar de otro modo, no se le juzgue como sacerdote, sino como rebelde. 9 Y si advertido muchas veces no se corrigiere, se tomará como testigo al propio obispo. 10 En caso de que ni aun así se enmendare, siendo cada vez más notorias sus culpas, expúlsenlo del monasterio, 11 si en realidad su contumacia es tal, que no quiera someterse y obedecer a la Regla.

La cuestión de la presencia y el papel de los sacerdotes en una comunidad monástica es tan antiguo como el monacato cristiano. El monaquismo y el sacerdocio pertenecen a dos órdenes diversos de la realidad eclesial, de manera que la vocación a la vida monástica y la vocación al sacerdocio son dos vocaciones diferentes que pueden coexistir en una misma persona. La experiencia de siglos, así como la de cada sacerdote monje, muestra que estas dos vocaciones pueden enriquecerse mutuamente, pero también a veces pueden ser motivo de conflicto entre sí.

La vida monástica es una manera concreta de vivir la vida cristiana, de vivir el sacerdocio común. Todo cristiano es libre, al seguir una llamada para adoptar un determinado tipo de vida y entrar en una comunidad monástica, que lo acepta, para militar bajo una regla común aprobada por la Iglesia. En cuanto al sacerdocio, su sacerdocio es, además, un ministerio al que ha de ser llamado por la autoridad competente, es decir por el obispo. El monje vive en una comunidad monástica bajo una regla y un abad; el sacerdote, por su parte es un ayudante del obispo que está revestido de la plenitud del sacramento del Orden (cf LG, 26), por lo cual el sacerdote ejerce su ministerio bajo la autoridad del obispo. Ciertamente, la consagración episcopal confiere la plenitud del Sacramento del Orden, que, en la comunidad eclesial se pone al servicio del sacerdocio común de los fieles, de su crecimiento espiritual y de su santificación. El sacerdocio ministerial, de hecho, tiene el objetivo y la misión de hacer vivir el sacerdocio común de los fieles, que, en virtud del bautismo, participan, a su manera, en el único sacerdocio de Cristo, como afirma la constitución conciliar Lumen Gentium cuando dice:

“El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, están ordenado uno al otro; los dos, en efecto, participan, a su manera, del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencia, y no solo de grado” (LG 10)

Del sacerdocio bautismal participa todo cristiano, y también los monjes; y el monje que tiene como centro de su vida a Cristo que ha venido a servir y no a ser servido, cuando es llamado al sacerdocio ministerial, viene a ser todavía más un servidor de la comunidad, en tanto en cuanto pone su ministerio al servicio de sus hermanos. Escribe Dom Leqercq que el sacerdocio dentro del monacato se puede presentar como una ofrenda, como la cumbre del ofrecimiento de su vida en la cual la plegaria y la ascesis de la vida del monje adquieren una eficacia eclesial.

La Regla solo consideran el sacerdocio en dos casos:  el del sacerdote que viene al monasterio para ser monje y el del monje ordenado de presbítero para asegurar el servicio sacramental  del monasterio. Por lo tanto el ministerio sacerdotal del monje queda inscrito dentro de lo que podríamos llamar como la iglesia particular que forma una comunidad monástica, al menos que el monasterio tenga unos compromisos pastorales. San Benito insiste en que el ministerio no implica una posición superior al resto de la comunidad, y ni altera el lugar del monje dentro de la comunidad.

¿Cómo sirve un monje presbítero a su comunidad? 

Con las facultades propias de su ministerio, como lo hace asimismo el diácono. En la administración de los sacramentos, y en particular en la celebración de la Eucaristía, centro litúrgico de nuestra jornada de cada día. Dentro de la celebración eucarística hay que destacar la homilía, especialmente la dominical.  Recuerdo que el P. Robert comentaba a menudo, con su peculiar estilo, que las homilías de la misa conventual van dirigidas especialmente a la comunidad. Cada uno tenemos nuestro estilo. Hay quien destaca con énfasis una frase para que nos llegue o nos interrogue, hay quien sitúa las lecturas en el contexto litúrgico, lo cual es muy acertado, porque todo el Año litúrgico forma un conjunto y las lecturas elegidas nos proponen un itinerario personal.

Nos convendría releer de vez en cuando  Evangelium Gaudium, Cap 3, punto 2, del Papa Francisco, donde nos recuerda que la homilía no puede ser un espectáculo para entretener (cf  EG, 138), y es necesario prepararla dedicando un tiempo oportuno de estudio, de plegaria, de reflexión y con una creatividad  personal, pues quien predica y no se prepara no es espiritual; es deshonesto e irresponsable con los dones recibidos.  (cf  EG, 145)
Homilías no excesivamente largas, claras y bien estructuradas, aconseja el Papa. Un aspecto fundamental es la relación directa, estrecha con la Palabra de Dios, es decir con las lecturas que se acaban de proclamar. Nos puede ayudar en este servicio el Magisterio y la Tradición de la Iglesia. Los Santos Padres son un buen recurso en este sentido; además tenemos el tiempo privilegiado de nuestro encuentro personal con la Palabra en la Lectio de cada día.

El sacerdocio en la comunidad es un servicio a los hermanos y a la Iglesia. Nuestro arzobispo Jaime decía en mi ordenación de presbítero:

“todo cristiano, por el hecho de haber recibido en el bautismo el sacerdocio común, y también en virtud de la comunión de los santos, ha de sentir el peso de llevar la humanidad hacia Dios y de vivir el gran mandamiento del amor el prójimo. Pero, además, quien es ungido con el sacramento del Orden adquiere una nueva responsabilidad derivada de su configuración con Cristo, que no es solamente más intensa sino esencialmente diferente de los fieles. Está llamado a ser un servidor fiel de sus hermanos de comunidad en primer lugar y servidor también de todos los hombres. (1 Mayo 2015)

domingo, 4 de junio de 2017

CAPÍTULO 55 LA ROPA Y EL CALZADO DELOS HERMANOS



CAPÍTULO 55

LA ROPA Y EL CALZADO DELOS HERMANOS

Ha de darse a los hermanos la ropa que corresponda a las condiciones y al clima del  lugar en que viven, 2 pues en las regiones frías se necesita más que en las templadas. 3 Y es el abad quien ha de tenerlo presente. 4 Nosotros creemos que en los lugares templados les basta a los monjes con una cogulla y una túnica para cada uno – 5 la cogulla lanosa  en invierno, y delgada o gastada en verano -, un escapulario para el trabajo, escarpines y zapatos para calzarse. 6 No hagan problema los monjes del color o de la tosquedad de ninguna prenda, porque se adaptarán a lo que se encuentre en la región donde viven o a lo que pueda comprarse más barato. 8 Pero el abad hará que lleven su ropa a la medida, que no sean cortas sus vestimentas, sino ajustadas a quienes las usan. 9 Cuando reciban ropa nueva devolverán siempre la vieja, para guardarla en la ropería y destinarla luego a los pobres. 10 Cada monje puede arreglarse, efectivamente, con dos túnica y dos cogullas, para que pueda cambiarse por la noche y para poder lavarlas. 11 Más de lo indicado sería superfluo y ha de suprimirse. 12 Hágase lo mismo con los escarpines y con todo lo usado cuando reciban algo nuevo. 13 Los que van a salir de viaje recibirán calzones en la ropería y los devolverán, una vez lavados, cuando regresen. 14 Tengan allí cogullas y túnicas un poco mejores que las que se usan de ordinario para entregarlas a los que van de viaje y devuélvanse al regreso. 15 Para las camas baste con una estera, una cubierta, una manta y una almohada. 16 Pero los lechos deben ser inspeccionados con frecuencia por el abad, no sea que se esconda en ellos alguna cosa como propia. 17 Y, si se encuentra a alguien algo que no haya recibido del abad, será sometido a gravísimo castigo. 18 Por eso, para extirpar de raíz este vicio de la propiedad, dará a cada monje lo que necesite; 19 o sea, cogulla, túnica, escarpines, calzado, ceñidor, cuchillo, estilete, aguja, pañuelo y tablillas; y así se elimina cualquier pretexto de necesidad. 20 Sin embargo, tenga siempre muy presente el abad aquella frase de los Hechos de los Apóstoles: «Se distribuía según lo que necesitaba cada uno». 21 Por tanto, considere también el abad la complexión más débil de los necesitados, pero no la mala voluntad de los envidiosos. 22 Y en todas sus disposiciones piense en la retribución de Dios.

La humanidad de la Regla  se desprende de todo el texto, incluso en las recomendaciones puntuales que hacen  referencia al vestido y al calzado. Por un lado, san Benito tiene presente la circunstancia del clima; por otro lado aconseja no hacer de ello un tema principal o problema. Queda claro que no tenemos que preocuparnos obsesivamente de los tema materiales, pero también que hemos de tener cierto cuidado en circunstancias como cuando vamos de viaje, y que la ropa y el calzado no deben ser excusa para satisfacer nuestro afán de posesión, siempre que nuestras necesidades estén cubiertas.

Cuando terminó el Concilio Vaticano II estuvo presente el tema del vestido. En las órdenes monásticas que seguimos la regla de  san Benito, el punto de partida fue en muchos casos el consejo de la Regla de que los monjes no debemos hacer problema, sino que nos contentamos con lo que encontramos en la región donde vivimos y donde se puede adquirir a mejor precio. A partir de aquí se hizo la reflexión de que hoy nuestros hábitos estaban pasados de moda, y, ciertamente, es más fácil encontrar ropa a mejor precio, como una camisera o unos tejanos. El Concilio  afirma que el hábito religioso como un signo de consagración, sea sencillo y modesto, pobre a la vez que decente, que se adapte a las exigencias de la salud y del tiempo y lugar, y de acuerdo a las necesidades del ministerio. El hábito, tanto de hombre como de mujeres, que no se ajuste a estas normas, ha de ser modificado según dice el Decreto Perfectae Caritatis. Un texto bien claro en sintonía con la Regla  (PC 17).

La descripción que san Benito da de las costumbres de los monjes muestra que este vestido no era diferente de la gente común de su tiempo. Todo esto dio lugar a un cierto vaivén; por ejemplo la abadesa Juana Chittister explica en su libro: “Tal como éramos: una historia de cambio y de renovación”, donde analiza la aplicación del Concilio a su monasterio y a su Orden, en los Estados Unidos, que la misma necesidad de gastar tanto tiempo en el tema del vestir dejaba poca energía para asuntos más importantes de la renovación. Y recoge un comentario de una hermana de su comunidad que decía que se equiparaba en importancia los temas del vestido y de la plegaria. Así, un año su comunidad dejó las clases al llegar las vacaciones de Navidad  vestidas con hábito negro, para reaparece después con blusas, faldillas y peinados diversos; los colores y estilo a discreción de cada hermana y así desapareció la uniformidad.  Ya vemos que no se trata de una mera especulación sino de una práctica llevada a cabo en comunidades concretas.

En definitiva, este capítulo de la Regla es otro de aquellos donde los detalles concretos están unidos a un contexto cultural distinto del nuestro, pero lo que sorprende es la preocupación fundamental de san Benito por la pobreza y la simplicidad. Lo primero en que insiste es la simplicidad. Por descontado que la ropa se ha de adaptar al clima, ya que su objetivo principal es proteger el cuerpo, por lo tanto debe ser más recia en invierno y ligera en verano, y de medida adecuada a cada persona. Pero,  por otro lado, dice san Benito que los hermanos no deben de preocuparse del color o tosquedad de la ropa; que se compre a buen precio o en la zona donde se vive. El segundo aspecto importante es el  de evitar la acumulación. San Benito, como buen psicólogo, recuerda al abad la obligación de asegurarse que todos tengan lo necesario, para evitar la excusa de la precariedad, o se acumule en previsión de la necesidad. La igualdad no quiere decir que todos tengan exactamente lo mismo, sino que todos tengan o que necesitan.

Para los viajes, san Benito establece que se utilice la ropa de más calidad. Se trata de una actitud de respeto hacia las personas que salen. Algunos monjes prefieren viajar con su hábito monástico; otros vestidos como los demás, sin hábito alguno; o con una ropa civil, pero con un aire monástico, o bien con clergyman. Para todo hay razones. Lo importante es hacerlo con sencillez, teniendo en cuenta el clima y el contexto social. De hecho toda la Regla nos habla de la medida, y la ropa y el calzado no son una excepción.

Aplicaciones prácticas de este capítulo sería la importancia de mantener una cierta uniformidad, tanto dentro como fuera del monasterio. Ejemplos concretos a considerar:

Las piezas que en invierno nos ponemos sobre el hábito, siempre negras, o el color del calzado, también negro, sean botas, zapatos o sandalias, y los mismo para los calcetines: blancos o negros. El cuidado de la ropa: ni estar obsesivamente pendientes por tener una imagen “perfecta”, o ir claramente desaliñados. Sentido común y unidad de criterios, sobre todo cuando no vamos solos; también debemos tener en cuenta el lugar a donde vamos, si es algo personal  o representamos a la comunidad. Sencillez quiere decir en la práctica pedir la ropa que es necesaria, pero no un stock de mudas que pueden servir a las necesidades de media comunidad. Cuando necesitamos algo probemos lo que necesitamos en ese momento y que nos puede dar idea para otras  necesidades. Sencillez y una cierta dignidad son suficientes.