domingo, 14 de enero de 2018

CAPÍTULO VII LA HUMILDAD (Cuarto grado: 7,35-43)



CAPÍTULO VII

LA HUMILDAD  (Cuarto grado: 7,35-43)



«El cuarto grado de humildad consiste en que el monje se abrace calladamente con la paciencia en su interior en el ejercicio de la obediencia, en las dificultades y en las mayores contrariedades, e incluso ante cualquier clase de injurias que se le infieran, 36 y lo soporte todo sin cansarse ni echarse para atrás, pues ya lo dice la Escritura: «Quien resiste hasta el final se salvará». 37 Y también: «Cobre aliento tu corazón y espera con, paciencia al Señor». 38 Y cuando quiere mostrarnos cómo el que desea ser fiel debe soportarlo todo por el Señor aun en las adversidades, dice de las personas que saben sufrir: «Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza». 39 Mas con la seguridad que les da la esperanza de la recompensa divina, añaden estas palabras: «Pero todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó». 40Y en otra parte dice también la Escritura: «¡Oh Dios!; nos pusiste a prueba, nos refinaste en el fuego como refinan la plata, nos empujaste a la trampa, nos echaste a cuestas la tribulación». 41 Y para  convencernos de que debemos vivir bajo un superior, nos dice: «Nos has puesto  hombres que cabalgan encima de nuestras espaldas». 42 Además cumplen con su paciencia el precepto del Señor en las contrariedades e injurias, porque, cuando les golpean en una mejilla, presentan también la otra; al que les quita la túnica, le dejan también la capa; si le requieren para andar una milla, le acompañan otras dos; 43 como el apóstol Pablo, soportan la persecución de los falsos hermanos y bendicen a los que les maldicen.»



Explica un cuento oriental que un maestro samurái paseaba por el bosque con un fiel discípulo, cuando vieron un lugar pobre de apariencia, y decidió hacer una visita. Al llegar al lugar constató la pobreza del mismo; sus habitantes, una pareja y tres hijos, vestidos con ropas sucias, rotas, y sin calzado; la casa, poco más que una cubierta de madera sostenida por unos pilares. Se acercó al hombre que, aparentemente, era el padre de familia y le preguntó: en este lugar no existen posibilidades de trabajo, ni puntos de comercio, ¿cómo habéis podido sobrevivir? El hombre le respondió: -Amigo, nosotros tenemos una vaca que da varios litros de leche cada día. Una parte del producto la vendemos, o la cambiamos por otros alimentos en la ciudad vecina, y con la otra fabricamos queso, cuajada… para nuestro consumo. Y así es como vamos sobreviviendo.

El sabio va agradecer la información, contempló el lugar por un momento, y se despidió. A medio camino se volvió hacia su discípulo y le ordenó: -Busca la vaca, llévala al precipicio que hay enfrente y arrójala por el barranco”. El joven, espantado, miró al maestro y le dijo que la vaca era el único medio de subsistencia de aquella familia. El maestro permaneció en silencio y el discípulo, bajando la cabeza, cumplió la orden. Empujó la vaca por el precipicio y la vio morir. Aquella escena le quedó grabada en la memoria durante muchos años.

Un día, el joven, consumido por la culpa, decidió abandonar todo lo que tenía entre manos y volvió a aquel lugar. Quería confesar a la familia lo que había sucedido y pedirles perdón y ayudarlos. Así lo hizo. A medida que se aproximaba al lugar veía un panorama muy diferente: árboles floridos, una hermosa casa con un coche a la puerta, y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y desesperado, imaginando que aquella humilde familia debió tener que vender el terreno para sobrevivir. Preguntó por la familia que vivía allí hacía unos cuatro años. El hombre le respondió que seguían viviendo allí. Expectante, entró en la casa y vio que era la misma familia que visitó hacía veinte años con el maestro. Elogió la nueva situación y preguntó al amo de la vaca: ¿”cómo hicisteis para mejorar este lugar y cambiar de vida?  El hombre entusiasmado le respondió: “nosotros teníamos una vaca que cayó al precipicio y murió. Después, nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos. Y de esta manera logramos el éxito actual.

¿En nuestro caso, cual es la vaca? Hay cosas que nos proporcionan alguna satisfacción, pero que a la larga nos empobrecen, al hacernos dependientes de ellas, y no nos dejan avanzar en el camino monástico por la escala de la humildad. Nuestro mundo se reduce, entonces, a una vaca que no nos enriquece, sino que solo nos permite sobrevivir, nos limita. Las vacas pueden ser nuestra voluntad, nuestro capricho o infidelidad, nuestra pereza o impaciencia, nuestra soberbia o mediocridad, y tantas otras cosas que no nos ayudan, pero de la cuales seguimos dependiendo y que nos hacen incapaces de cambiar, aunque nos agradaría hacerlo, y nos conformamos por comodidad o por rutina.

En realidad, son los miedos que nos llevan a acomodarnos, a estancarnos y cerrarnos en nosotros mismos. Y en estos miedos nos hacemos fuertes ante las dificultades, y nos consolamos falsamente en lugar de aguantar firmes, sin desfallecer.

Porque de la práctica de la humildad sabemos la teoría, pero cuando debemos practicarla, utilizar las armas de la obediencia y la paciencia, surgen las dificultades y las contradicciones, desfallecemos y nos conformamos. Solamente esperando en Cristo, que nos ama, lograremos arrojar por el barranco nuestra vaca particular y hacernos conscientes de que podemos salir airosos cuando confiamos en el Señor.

San Benito nos propone para conseguirlo las armas de la obediencia y la paciencia, el escenario del recinto monástico, y la compañía de la comunidad. Por esto san Benito entiende la penitencia mayor que se puede imponer a un monje la excomunión que le priva de la vida común. Pero, ciertamente, nos podemos excluir nosotros mismos, a menudo por comodidad, por algún tema banal, y entonces corremos el riesgo de ir perdiendo el buen espíritu de nuestra vocación, de la llamada del Espíritu que nos trajo al monasterio. Para recuperarla no hay medios más eficaces y poderosos que la obediencia, la constancia y la paciencia; imponernos la obligación de no faltar a ningún acto comunitario, pedir el permiso oportuno, no poner ninguna excusa para nada de no ser un caso de absoluta necesidad.

Dejémonos llevar por los ejemplos de nuestros ancianos, que se han convertido en reglas vivas, en pilares del monasterio.  Dejémonos arrastrar por su ejemplo, porque viven su vida monástica con plenitud y alegría. Por ello, cuando llegan momentos en los cuales la vida nos parece dura, fijémonos en ellos, en su sonrisa y su sencilla presencia nos puede dar la fuerza necesaria en un momento difícil de nuestra vida. También podemos tropezar, Dios no lo quiera, con ejemplos menos edificantes, pero, incluso, no deberían ser malos ejemplos pues nos podría ser de provecho mostrándonos, por oposición, fieles, observantes, para no caer en la mediocridad.

A la tercera parte de la escala de la humildad, cuando hemos subido cuatro escalones, y nos quedan ocho por subir, pensemos unos minutos, dediquemos un momento a pensar si tenemos vacas en nuestra vida, y como podemos arrojarlas por el barranco, para poder ir subiendo con más ligereza. No suceda que el peso de nuestras deficiencias se nos haga insoportable, que el peso de nuestra propia humanidad nos agobie.

Pensemos como han vivido nuestros ancianos, estampando contra el Cristo los malos pensamientos que les venían encima (RB 4,50); porque quien desea ser fiel ha de aguantarlo todo por el Señor, y entonces con el temor del Señor que no nos vanagloriemos de nuestra observancia, considerando que todo lo bueno que tenemos no es sino obra del Señor, y que a nosotros nos corresponde glorificarlo con nuestra vida (cf. RB, Pr, 29).

Nos dice también Clemente de Roma en su carta a los cristianos de Corinto que por la humildad se llega a la paz. Cuando escribe a quienes han llegado a esta paz les dice: “Todos vosotros eráis humildes, completamente ajenos a la vanagloria, más amigos de obedecer que de mandar, más solícitos para dar que para recibir. Contentos de la gracia que Cristo os concede para el viaje de esta vida y atentos de todo corazón a su enseñanza, habíais aceptado con diligencia y amor sus palabras, teniendo siempre presentes sus sufrimientos. De tal manera que se os otorgó a todos vosotros una paz profunda y luminosa, con el deseo insaciable de hacer el bien”.

domingo, 7 de enero de 2018

CAPÍTULO 4 CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS



CAPÍTULO 4

CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS
DE LAS BUENAS OBRAS

Ante todo, «amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas», 2y además «al prójimo como a sí mismo». 3Y no matar. 4No cometer adulterio. 5No hurtar. 6No codiciar. 7No levantar falso testimonio, 8Honrar a todos los hombres. 9y «no hacer a otro lo que uno no desea para sí mismo». 10Negarse sí mismo para seguir a Cristo. 11Castigar el cuerpo. 12No darse a los placeres, 13amar el ayuno. 14Aliviar a los pobres, 15vestir al desnudo, 16visitar a los enfermos, 17dar sepultura a los muertos, 18ayudar al atribulado, 19consolar al afligido. 20Hacerse ajeno a la conducta del mundo, 21no anteponer nada al amor de Cristo. 22No consumar los impulsos de la ira 23ni guardar resentimiento alguno. 24No abrigar en el corazón doblez alguna, 25no dar paz fingida, 26no cejar en la caridad. 27No jurar, por temor a hacerlo en falso; 28decir la verdad con el corazón y con los labios. 29No devolver mal por mal, 30no inferir injuria a otro e incluso sobrellevar con paciencia las que a uno mismo le hagan, 31amar a los enemigos, 32no maldecir a los que le maldicen, antes bien bendecirles; 33soportar la persecución por causa de la justicia. 34No ser orgulloso, 35ni dado al vino, 36ni glotón, 37ni dormilón, 38ni perezoso, 39ni murmurador, 40ni detractor. 41Poner la esperanza en Dios. 42Cuando se viera en sí mismo algo bueno, atribuirlo a Dios y no a uno mismo; 43el mal, en cambio, imputárselo a sí mismo, sabiendo que siempre es una obra personal. 44Temer el día del juicio, 45sentir terror del infierno, 46anhelar la vida eterna con toda la codicia espiritual, 47tener cada día presente ante los ojos a la muerte. 48Vigilar a todas horas la propia conducta, 49estar cierto de que Dios nos está mirando en todo lugar. 50Cuando sobrevengan al corazón los malos pensamientos, estrellarlos inmediatamente contra Cristo y descubrirlos al anciano espiritual. 51Abstenerse de palabras malas y deshonestas, 52no ser amigo de hablar mucho, 53no decir necedades o cosas que exciten la risa, 54 no gustar de reír mucho o estrepitosamente. 55Escuchar con gusto las lecturas santas, 56postrarse con frecuencia para orar, 57confesar cada día a Dios en la oración con lágrimas y gemidos las culpas pasadas, 58y de esas mismas culpas corregirse en adelante. 59No poner por obra los deseos de la carne, 60aborrecer la propia voluntad, 61obedecer en todo los preceptos del abad, aun en el caso de que él obrase de otro modo, lo cual Dios quiera que no suceda, acordándose de aquel precepto del Señor: «Haced todo lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen». 62No desear que le tengan a uno por santo sin serlo, sino llegar a serlo efectivamente, para ser así llamado con verdad. 63Practicar con los hechos de cada día los preceptos del Señor; 64amar la castidad, 65no aborrecer a nadie, 66no tener celos, 67no obrar por envidia, 68no ser pendenciero, 69evitar toda altivez. 70Venerar a los ancianos, 71amar a los jóvenes. 72Orar por los enemigos en el amor de Cristo, 73hacer las paces antes de acabar el día con quien se haya tenido alguna discordia. 74Y jamás desesperar de la misericordia de Dios.75Estos son los instrumentos del arte espiritual. 76Si los manejamos incesantemente día y noche y los devolvemos en el día del juicio, recibiremos del Señor la recompensa que tiene prometida: 77«Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento las cosas que Dios tiene preparadas para aquellos que le aman». 78Pero el taller donde hemos de trabajar incansablemente en todo esto es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.

“Maestro bueno, ¿Qué he de hacer para alcanzar a vida eterna? (Mc 10,17) pregunta el joven rico a Jesús.
Hoy, también san Benito nos responde de modo concreto qué significa hacer obras buenas. Una lista que podríamos repasar al final de cada día, marcando lo que hemos hecho bien y lo que hicimos mal, o lo que dejamos de hacer. “Mira cuales son los instrumentos de vida espiritual”, concluye san Benito. Y el lugar, el obrador para practicarlos es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad. Dos conceptos muy ligados a los votos que hacemos, y que dejamos sobre el altar el día de nuestra profesión solemne como una representación de la ofrenda de nuestra vida a Dios.

También, para los Padres Cistercienses el monasterio es, por excelencia, la Escuela de caridad. Sabemos lo que hemos de hacer y donde lo debemos de hacer, pero el mismo san Benito nos lo dice: esto no es fácil, es un trabajo, y a lo largo del camino hemos de mantener la confianza en el Señor, “no desesperar nunca de la misericordia de Dios”, una frase que nos resulta ya familiar.

El tono del capítulo es algo singular, y se podría resumir con los verbos temer y desear, que resumen la mayor  parte de las motivaciones humanas. Hablamos, pensamos, entre el temor y el deseo, y debemos discernir si nuestro temor es fundado o no, y si nuestro deseo es justo y regulado. Temer y desear no es malo, lo que hace falta es hacerlo de modo justo y para ello tenemos necesidad de un  trabajo interior, ser conscientes de que Cristo nos ha liberado de los temores infundados y deseos mal expresados.

Todo el capítulo tiene una fisonomía particular, una serie de preceptos cortos, casi siempre formulados de acuerdo al mismo esquema, y que los monjes podían aprender de memoria. Una enseñanza en forma de proverbios muy apreciados por los cristianos y monjes de la antigüedad.

San Benito da aquí a la palabra “instrumentos” el sentido corriente de un utensilio de trabajo. Estos utensilios no son más que juicios que indican los buenos trabajos que se han de llevar a cabo para acceder a la perfección de la vida cristiana. Al final del capítulo se les llama con más precisión instrumentos para el arte espiritual, un arte que ha de ser entendido en el sentido correcto de un trabajo metódico  y cualificado, unos ejercicios complejos para alcanzar la caridad perfecta. San Benito no halla la motivación y su significado fundamental en el miedo, sino en el amor de Dios: la caridad perfecta como objetivo del ascetismo monástico.

El capítulo nos muestra un catálogo de 74 instrumentos de buenas obras que, sin preámbulo alguno, comienza con el primer precepto de la caridad y acaba con el de no desesperar nunca de la misericordia de Dios. Muchos de estos preceptos pertenecen a la vida moral común de todos los cristianos, la perfección que se busca a través de los preceptos evangélicos. La mayoría de las frases están tomadas de la Escritura; otras de los Padres de la Iglesia o de otros autores monásticos.

Nos podemos encontrar, como nos indica la abadesa  Montserrat Viñas,  con cinco grupos además del Decálogo y la regla de oro, aunque algunos preceptos son intercambiables.

Los versos 1-8 corresponden al Decálogo, finalizando con el 9 que es la regla de oro: “aquello que uno no quiere que le hagan a él, que éste no lo haga a otro”. Un segundo grupo puede ser una ayuda para dominarnos por amor a Cristo y a los hermanos, viviendo con austeridad, dominando los instintos más primitivos que todos llevamos dentro. Un tercer grupo son las obras concretas de misericordia que van más allá de la materialidad que proponen. El cuarto grupo se ha de aplicar como consecuencia natural de los anteriores, amando a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, buscando hacer el bien y teniendo a Cristo como el fin último de nuestra vida, lo que supone que nuestro único deseo debe  ser el de amar, no guardando resentimiento, no teniendo doblez de corazón, ni una paz fingida, ni abandonando la caridad; un grupo dedicado al amor fraterno y la pureza de corazón. El último grupo tiene un sesgo más escatológico: es la espera gozosa del Señor en quien hemos puesto toda nuestra esperanza; una espera atenta que nos ayuda a tener un sano temor de Dios y nos sitúa en el tiempo que se nos da para convertirnos.

El valor de estas máximas, pero todas ellas están centradas en lo esencial que es el amor a Dios y al prójimo.

El monje es, en definitiva, un trabajador de Dios y para Dios, que, en el obrador del monasterio y en comunión con otros trabajadores que forman su comunidad, lleva a cabo una obra totalmente espiritual utilizado instrumentos espirituales, como son las virtudes, trabajando con esperanza y confiando en la gracia y en la misericordia del Señor, de manera que un día pueda recibir la recompensa de su trabajo.

Esta es, pues, nuestra tarea concreta de cada día, de manera que podamos alcanzar aquello que ningún ojo ha visto, ni oreja ha sentido, ni el corazón del hombre ha presentido, lo que Dios tiene preparado para los que le aman. Por esto, ante todo, debemos amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas… Entonces todo lo restante nos resultará más fácil.