domingo, 29 de abril de 2018

CAPÍTULO 21 LOS DECANOS DEL MONASTERIO



CAPÍTULO 21

LOS DECANOS DEL MONASTERIO

Si la comunidad es numerosa, se elegirán de entre sus miembros hermanos de buena reputación y vida santa, y sean constituidos como decanos, 2para que con su solicitud velen sobre sus decanías en todo, de acuerdo con los preceptos de Dios y las disposiciones del abad. 3Sean elegidos decanos aquellos con quienes el abad pueda compartir con toda garantía el peso de su responsabilidad. 4Y no se les elegirá por orden de antigüedad, sino según el mérito de su vida y la discreción de su doctrina. 5Si alguno de estos decanos, hinchado quizá por su soberbia, tuviera que ser reprendido y después de la primera, segunda y tercera corrección no quiere enmendarse, será destituido, 6y ocupará su lugar otro que sea digno. 7Lo mismo establecemos con relación al prepósito.

La definición de los roles, o responsabilidades dentro de la comunidad forman parte de la misma cultura benedictina que establece claramente las funciones, posiciones y competencias, y confiere a cada rol una visibilidad externa. Quizás no haya nada tan lejos de la cultura monástica como la idea de una sociedad no organizada; nada es menos benedictino que la improvisación y la falta de una actividad, de una responsabilidad concreta. Conocemos bien como san Benito establece en el capítulo 63 el orden que han de respetar los monjes, y como, a pesar del paso de los siglos, seguimos distribuyendo las responsabilidades en la comunidad de acuerdo con el esquema diseñado por san Benito, teniendo, por ejemplo: un abad, un prior, un administrador, un mayordomo, un hospedero, un maestro de novicios o un portero.

Se explica que en el Vaticano la posición en el esquema de la curia viene dada por la frecuencia del acceso al Santo Padre.; así el Secretario de Estado es recibido con mucha frecuencia, por lo tanto, se considera que tiene más poder; los dirigentes de cada dicasterio lo visitan una vez al mes, por lo que se les considera con un poder menor; y un obispo diocesano lo visita cada cinco años, y a menudo de manera comunitaria con otros de su provincia eclesiástica, por lo que su hipotético poder es bastante menor, al menos en el Vaticano. Evidentemente, en el monasterio no tenemos una estructura tan complicada, gracias a Dios; pero tenemos que llevar a cabo unas determinadas tareas. Para ingresar en el monasterio no establecemos un proceso de selección, no pedimos ahora un organista, ahora un cocinero, o un economista o un hortelano… de acuerdo a las necesidades puntuales de la comunidad.

Venimos al monasterio cuando Dios nos llama, y esto no responde a una cuidada selección de personal, sino que Dios llama cuando quiere, a quien quiere y donde quiere. Ciertamente, solamente él sabe lo que se hace y el por qué…, y que no viene a responder a nuestros criterios humanos; como la misma llamada a la vocación no responde a un proceso racional previamente establecido; de todo ello nos habla san Benito en la  Regla.

El abad y la comunidad no disponen de un cierto número de curriculums para poder elegir a la persona, para hacer frente a una necesidad concreta de la comunidad; pues, entonces, ya no sería una comunidad, sino quizás más bien, una empresa o algo semejante; ya que en una comunidad quien elige o selecciona es solamente Dios.

Por esto, para cubrir los lugares de responsabilidad en cada ámbito, hay que elegir a aquel que creemos es el más capacitado para ejercer determinada actividad, e incluso puede suceder que tenga que hacer una preparación específica adicional. Porque en la vida comunitaria de lo que se trata es poner los dones y talentos a disposición de la comunidad, generosamente, sin tacañerías, poniendo la mayor voluntad posible para hacer bien las cosas, aprendiendo si es necesario, no murmurando, no estando atento a si los otros hacen o no hacen.

Esta particularidad de nuestra vida comunitaria presenta otros aspectos.

Nuestras ocupaciones pueden ser por un tiempo más o menos limitado, no nos las apropiamos, pues son servicios a la comunidad. Hace unos años escuché de un monje esta frase: “que haría yo si no hiciese lo que hago”, lo cual me sorprendió bastante, más cuando justamente empezaba la vida monástica. No se trata de hacer ésta u otra actividad, pues no venimos al monasterio a hacer una “actividad”, sino a ser monjes, o, mejor, intentar ser monjes cada día, un poco mejores cada día, con más profundidad, con más libertad a lo único a lo que debemos entregarnos: Cristo. Porque el servicio a la comunidad, a los hermanos, en definitiva, es el servicio a Cristo.

Otro aspecto es que no nos jubilamos, o hacemos nuestro servicio en cuanto nos permite la capacidad física. Todos conocemos la imagen de hermanos que han servido la mesa, han fregado los platos, han sido porteros… mientras se lo han permitido las fuerzas, y no han pedido dejarlo por capricho o por reservarse a sí mismos.
También nos encontramos con aquellos que a pesar de su edad tienen responsabilidades y hacen un trabajo valioso, teniendo en la mente, seguramente sin saberlo, la filosofía de una famosa frase de John F. Kennedy, un 20 de Enero de 1961: “no preguntes lo que puede hacer tu país por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país”, que en versión monástica es: “no preguntes lo que te puede aportar la comunidad, pregúntate lo que tú puedes hacer por la comunidad”. Es necesario establecer una relación recíproca. La comunidad nos aporta algo muy importante, pero nosotros estamos llamados a aportar algo positivo, lo mejor de nosotros, porque es a Cristo a quien servimos en la Escuela del servicio divino.

En el capítulo de hoy podemos encontrar otras dos ideas básicas: la de la responsabilidad y la de la subsidiariedad. Responsabilidad, no sólo para llevar a cabo lo que nos dicen, sino para hacerlo lo mejor posible y con la mayor diligencia: Y la subsidiariedad, que es un principio básico de la doctrina social de la Iglesia; si tú puedes hacer o solucionar algo no esperes a que lo hagan otros, lo que no quiere decir “haz lo que quieras”, sino “haz lo que hay que hacer, y puedes hacer”. Cada uno tenemos una responsabilidad, porque todos formamos la comunidad.

De entre nosotros los hay que han recibido del Señor más capacidad o más habilidades. A menudo sucede que recurrimos a algunos más que a otros para un servicio, y seguramente recurrimos más a menudo a los mismos, porque tenemos la certeza de que con ellos lo hacemos bien y más rápido. Yo, confieso que quizás caigo en esta tentación, y por otro lado también desearía mejorar la relación con el trabajo de cada uno, especialmente con los decanos o responsables, conociéndolos más de cerca, escuchándolos más a menudo, para que se sientan más valorados y apreciados. La dinámica de la casa a veces, me lo impide, aunque esto no es excusa para buscar una mejora en este aspecto.  

San Ignacio utilizaba con frecuencia una expresión: “nuestra manera de hacer”, no solamente en referencia un conjunto de valores y normas que constituyen la estructura organizativa de un Orden o Instituto, sino sobre todo en referencia a la manera en que sus miembros viven su vocación. San Benito, de manera similar nos dice que nuestra manera  de hacer ha de ser el tener cuidado de hacer el servicio que se nos encomienda, según los mandamientos de Dios de tal manera que entre todos compartimos las cargas de la comunidad.



domingo, 22 de abril de 2018

CAPÍTULO 14 CÓMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS EN LAS FIESTAS DE LOS SANTOS


CAPÍTULO 14

CÓMO HAN DE CELEBRARSE
LAS VIGILIAS EN LAS FIESTAS DE LOS SANTOS

En las fiestas de los santos y en todas las solemnidades, el oficio debe celebrarse tal como hemos dicho que se haga en el oficio dominical, 2sólo que los salmos, antífonas y lecturas serán los correspondientes al propio del día. Pero se mantendrá la cantidad de salmos indicada anteriormente.


Toda la tradición benedictina ha tenido siempre como privilegiado el Opus Dei, el Oficio Divino. Por un lado, como fuente de espiritualidad, y por otro como eje vertebrador de toda nuestra jornada monástica.

“Que no se anteponga nada al Oficio Divino” (RB 43,3) afirma san Benito. Esta frase que viene a resumir todo el pensamiento de san Benito sobre el papel de la plegaria en la vida comunitaria, no se ha de considerar fundamentalmente  como un precepto disciplinar; o dicho de otra manera: no hacemos plegaria por obligación, no vamos al coro porque el superior nos puede amonestar; vamos por devoción, en la mejor acepción del término, por amor, porque los monjes manifestamos la autenticidad de nuestra vocación cuando buscamos a Dios de verdad, cuando somos celosos por el Oficio Divino, por la obediencia, por las humillaciones… (cfr. RB 58,7)

Una vez estamos en la Escuela del servicio divino (cfr Prólogo 45) participar en el Oficio  Divino es un privilegio, un regalo. El Opus Dei tiene una triple dimensión temporal. En primer lugar, viene a ser la columna vertebral de nuestra jornada diaria; las horas litúrgicas son momentos en los vamos al encuentro con Dios en compañía de los hermanos; cada hora es aquella en que Cristo nos sale al encuentro como a los discípulos de Emaús. Las horas litúrgicas nos presentan a lo largo del día el misterio de Cristo, y el centro es siempre al gran acontecimiento, la Pascua. En segundo lugar, comienza con la celebración dominical, el día en que hacemos memoria de la Pascua de una manera especial y explicita, y toda la semana viene a ser una memoria, un camino, un recordatorio. En tercer lugar y último lugar, el año litúrgico nos propone año tras año, la síntesis del gran misterio de la Redención; y a lo largo del mismo celebramos dos grandes solemnidades: La Pascua y la Natividad del Señor, precedidas de unos tiempos de preparación y continuadas por otros de celebración. También unidas al misterio de Cristo tenemos las memorias de los mártires y de los santos, signo de unidad de todo el pueblo de Dios.

¿Qué significa celebrar, hacer memoria de los santos en nuestro día a día? El año litúrgico tiene una unidad concreta fuerte; un ejemplo es la distribución de la Palabra de Dios, el leccionario, que hace un recorrido por las Escrituras, una selección para ayudar a vivir el misterio de la salvación, y punto de referencia para nosotros también que tenemos a través de la lectio divina, el asiduo contacto con la Palabra de Dios. Cuando escuchamos la Palabra de Dios en la Eucaristía diaria, ya la hemos leído, meditado, orado y contemplado, es decir, rumiado atentamente en la Lectio de la mañana, lo cual nos permite profundizarla más. Si vamos a la Eucaristía huérfanos de esta previa aproximación, vamos espiritualmente cojos, faltos de algo importante, por lo cual es fundamental seguir el ritmo de la jornada monástica en su totalidad, siguiendo paso a paso las horas litúrgicas, los tiempos de Lectio, trabajo, lectura… Un buen ejemplo a seguir, son, precisamente, los santos, hombres u mujeres como nosotros.
La santidad no es algo reservado a almas escogidas; todos, sin excepción, estamos llamados a la santidad, no se cansaba de repetir san Juan Pablo II, por eso llegó a canonizar tantos hombres y mujeres, con lo cual quería mostrar que la santidad, es una llamada universal, y que los santos son hombres y mujeres y carne y hueso, con debilidades, caídas… pero con una voluntad firme de seguir a Cristo, de encontrar el camino detrás de cada piedra que podemos encontrarnos. Para alcanzarlo Dios tiene a punto para todos las gracias necesarias y suficientes; nadie está excluido. La tentación más engañosa y que nos repetimos a menudo es la de querer mejorar las cosas, pero quedándonos solo en lo exterior, dejando de lado la realización espiritual, que es donde se halla la verdadera felicidad.

La Iglesia, más que reformadores, decía san Juan Pablo II, tiene necesidad de santos, porque estos son los auténticos y más fecundos reformadores. Y la humildad es el primer paso hacia la santidad, buscándola, viviendo con valentía nuestra vida diaria, aunque a veces nos pueda parecer insignificante.

Santa Teresa de Lisieux en sus pocos años de vida nos enseñó la grandeza que pueden tener delante de Dios las actividades insignificantes, simplemente normales.

Existe, por un lado, la santidad manifiesta de algunas personas, pero también existe la santidad desconocida de la vida diaria. Todo el que quiere seguir el camino de Cristo no puede renunciar a la cruz, a la humillación, al sufrimiento, que acercan al cristiano el modelo divino que es Cristo. “No conocer nada más que Jesucristo, y éste crucificado” (1Cor 2,2), como dice el Apóstol.

Todos estamos llamados a amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma, y a amar al prójimo por amor a Dios. Nadie está excluido de esta llamada tan clara y directa que nos hace Jesús. La santidad consiste en vivir con convicción la realidad del amor de Dios, a pesar de las dificultades, de nuestras debilidades, tanto físicas como morales y de la misma historia de nuestra vida. La santidad del hombre es obra de Dios, y aunque nace de Dios, desde el punto de vista humano, se comunica de hombre a hombre. De esta manera podemos decir que los santos engendran santos, de aquí la importancia de hacer memoria de ellos. Un santo es, en su vida y en su muerte, un actor del Evangelio, a quien  Cristo no vacila de invitar a seguirlo. Porque la santidad es, precisamente, la alegría de hacer la voluntad de Dios. Dios nos ama, a pesar de nuestras miserias y pecados, nuestras tristezas y alegrías, como decía san Rafael Arnaiz.

El Papa Francisco ha dedicado a este tema de la santidad su última Exhortación Apostólica. Para el Papa la santidad es tan diversa como la humanidad misma; el Señor tiene para cada uno un camino particular. Todos estamos llamados a la santidad, sea cual sea nuestro papel, viviendo con amor y ofreciendo un testimonio en las ocupaciones diarias, orientadas hacia Dios. Más que con grandes desafíos, la santidad crece a través de pequeños gestos, pues viene a ser un encontrar el equilibrio entre nuestra debilidad y el poder de la gracia de Dios.

Escribía san Agustín que la santidad es un proceso que dura toda la vida, y es una gracia que se va afirmando con la perseverancia. O en palabras de san Benito, “con el progreso en la vida monástica y en la fe, se ensancha el corazón y se corre por el camino de los mandamientos de Dios en la inefable dulzura del amor (Prólogo 49.
Tengámoslo presente cuando celebramos la memoria de un santo, nosotros, que en el oratorio, delante de muchos, hemos prometido de estar unidos a la comunidad, comportarnos como monjes y de ser obedientes, y lo hemos hecho delante de Dios y de sus santos. (RB 58,17)

domingo, 15 de abril de 2018

CAPÍTULO 7,62-70 LA HUMILDAD


RB 7,62-70

LA HUMILDAD

El duodécimo grado de humildad es que el monje, además de ser humilde en su interior, lo manifieste siempre con su porte exterior a cuantos le vean; 63es decir, que durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del monasterio, en el huerto, cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. 64Y, creyéndose en todo momento reo de sus propios pecados, piensa que se encuentra ya en el tremendo juicio de Dios, 65diciendo sin cesar en la intimidad de su corazón lo mismo que aquel recaudador de arbitrios decía con la mirada clavada en tierra: «Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar mis ojos hacia el cielo». 66Y también aquello del profeta: «He sido totalmente abatido y humillado».
67Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a ese grado de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor»; 68gracias al cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; 69no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa connaturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. 70Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero, purificado ya de sus vicios y pecados.

En todas partes, en el oratorio, en el huerto o de viaje, creyéndonos siempre indignos, humildes, en el corazón y en el gesto; sentados o caminando, echando fuera el temor y sustituyéndolo por el amor de Dios, podremos avanzar sin esfuerzo, como por costumbre, amando a Cristo, teniendo el bien como hábito y gustando de vivir las virtudes hasta recibir la fuerza del Espíritu.

La virtud e la humildad no solo ocupa a san Benito. También estos días nos ha hablado el Papa Francisco:

La humildad solamente puede arraigar en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas humillaciones no eres humilde y no estás en el camino de la santidad. La santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de su Hijo. Éste es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la imitación de Jesucristo: “Ésta es la vocación que habéis recibido, ya que también Cristo sufrió por vosotros; así os dejaba un ejemplo para que sigáis sus pasos” (1Pe 2,21). Él, a su vez, expresa la humildad del Padre que se humilla para caminar con su pueblo, que soporta sus infidelidades y murmuraciones (cfr  Ex 34,6-9; Sab 11,23-12,2; Lc 6,36). Por esta razón los Apóstoles salieron “alegres del Sanedrín por haber sido considerado dignos de sufrir por el nombre de Jesús” (Hech 5,11)
No me refiero solamente a las situaciones crueles del martirio, sino a las humillaciones cotidianas de aquellos que callan por salvar a su familia, o evitar de hablar de sí mismos y prefieren exaltar a otros en lugar de gloriarse, o eligen las tareas menos brillantes, e incluso, en ocasiones, prefieren soportar la injusticia para ofrecerlo al Señor: “Si después de obrar bien tenéis que sufrir y lo soportáis con paciencia, eso es agradable a Dios” (1Pe 2,20). No es caminar con la cabeza baja, hablar poco o escapar de la sociedad. A veces, precisamente porque está liberado de egocentrismo, alguno puede atreverse a discutir amablemente, a reclamar justicia o defender a los débiles delante de los poderosos, aunque eso comporte consecuencias negativas para su imagen. (GE, 118)

La humildad es la regla de oro para el cristiano, pues para quien desea progresar debe hacerlo mediante el amor, pasando por el camino de la humildad, que es el camino que el Hijo de Dios escogió.

La Historia de la Salvación está entretejida de humildad y nos habla de humildad. Nuestro Dios, precisamente porque es verdadero, porque no es un Dios fingido, hecho de manos humanas, sino verdadero Dios y verdadero hombre, escogió el camino de la humildad.

Este capítulo de la Regla es un escalón en una larga tradición. Su referente más evidente es Casiano por medio de la Regla del Maestro. Pero en muchos aspectos de su formulación nos puede desconcertar, a pesar de haberlo escuchado muchas veces. Evoca un mundo que aparece muy lejano del nuestro. A pesar de eso, si sabemos ir más allá de las palabras para delimitar la experiencia vivida, de la cual es expresión, permanece como una luz para todos aquellos que deseen vivir la misma experiencia, en el marco de una comunidad. Se trata de una experiencia vivida, se trata de vivirla, de que cada uno escuche, más allá de las palabras, la resonancia que provocan en nuestro interior, a partir  de nuestras propia experiencia y de la de los otros.

Humildad es la palabra con la que san Benito recapitula toda su doctrina, apoyándose en el Evangelio, en las palabras de Jesús: “Todo aquel que se enaltezca será humillado, pero el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11). A partir de esta idea san Benito concluye que “por la exaltación se baja y por la humillación se sube” (RB 7,7). Pero como nos dice el Papa Francisco “no es que la humillación sea una cosa agradable, pues sería masoquismo, sino que se trata de imitar a Jesús y crecer unidos a él. Naturalmente, esto no se entiende y el mundo se burla de una propuesta como ésta. Es una gracia que necesitamos pedir: “Señor, cuando lleguen las humillaciones, ayúdame a sentirme junto a ti, en tu camino” (EG 118).

Se trata de comportarnos humildemente, considerándonos siempre unos servidores, y hacernos agradable a Dios y a los otros. Pero todo esto solo adquiere sentido pleno si lo hacemos por Dios, imitando a Cristo, que no sólo lo proclamó, sino que lo vivió, y hizo que, humillándose por amor, completara la acción redentora de la salvación.
Según Casiano, los monjes al despojarse del orgullo y humillarse entran en el misterio de Cristo. El ejercicio de la obediencia nos conduce a la humildad. Doce pasos progresivos,

A través de los cuales podemos aprender de la manera más conveniente la verdad sobre nosotros mismos, nosotros que no merecemos nada delante de Dios, que todo lo tenemos por gracia, que es cuando podemos encontrar el perfecto amor que nos permite alejarnos de la ansiedad. Esta verdadera humildad del hombre ante Dios es fundamental, y para san Agustín, padre del monacato occidental, como nos dice en la Ciudad de Dios, es signo de esta humildad la obediencia y la ascesis que nos educan a ella.

Como Casiano y san Agustín, también Ignacio de Loyola nos habla de la humildad y establece tres grados.  El primer tipo es necesario para la salvación eterna, y consiste en rebajarnos y humillarnos para obedecer en todo a la ley de Dios. El segundo tipo es una humildad más perfecta que la primera, y consiste en que nos encontramos en un punto que no deseamos, ni somos propensos a poseer otra riqueza que la pobreza, a querer otra honra que la deshonra, a desear otra vida que una vida corta, siempre que todo esto no afecte a nuestro servicio a Dios. El tercer tipo de humildad es la más perfecta, incluyendo las dos primeras, siendo igual la alabanza y la gloria de la divina majestad para imitar a Cristo, nuestro Señor. Y para semejarnos a él más eficazmente deseamos y escogemos la pobreza con Cristo pobre, el oprobio con Cristo en lugar de honores, y que nos tengan por insensatos y locos por Cristo, que no ser tenido por sabios y prudentes (cfr  Mt 11,25).
Hoy día nuestro “yo” es el centro del mundo; se trata de nuestro yo soberbio que se  considera superior a los demás. Y se cree que lo sabe todo.

Decía san Juan Pablo II que la mansedumbre y la humildad de corazón no es debilidad, sino al contrario un signo de fortaleza, de la fortaleza de nuestra fe y de nuestra vida cristiana.
Pero ser verdaderamente cristiano, para el Papa Benedicto XVI, quiere decir superar esta tentación original, que es el núcleo del pecado original: querer ser como Dios, pero sin Dios. Ser cristiano es ser verdadero, sincero, realista. Y la humildad es, sobre todo, verdad. Vivir en la verdad, aprender la verdad; que nuestra miseria es precisamente nuestra grandeza, porque reconociendo que somos únicamente un pensamiento de Dios, una pequeña pieza de la construcción de su mundo, y que por eso somos insustituibles, solamente de esta forma, somos grandes, comenzamos a ser cristianos y a vivir en la verdad. (Cfr.  Benedicto XVI Lectio Divina, en el encuentro con el clero de Roma, al inicio de la Cuaresma, 23, febrero de 2012)