domingo, 29 de julio de 2018

CAPÍTULO XVIII EN QUE ORDEN SE HAN DE DECIR LOS SALMOS


CAPÍTULO XVIII




EN QUE ORDEN  SE HAN DE DECIR LOS SALMOS

En primer lugar se ha de comenzar con el verso «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme”, gloria y el himno de cada hora. 2 El domingo a prima se recitarán cuatro secciones del salmo 118. 3 En las restantes horas, es decir, en tercia, sexta y nona, otras tres secciones del mismo salmo 118. 4 En prima del lunes se dirán otros tres salmos: el primero, el segundo y el sexto. 5 Y así, cada día, hasta el domingo, se dicen en prima tres salmos, por su orden, hasta el 19; de suerte que el 9 y el 17 se dividan en dos glorias. 6 De este modo coincidirá que el domingo en las vigilias se comienza siempre por el salmo 20. 7 En tercia, sexta y nona del lunes se dirán las nueve secciones restantes del salmo 118; tres en cada hora. 8 Terminado así el salmo 118 en dos días, o sea, entre el domingo y el lunes, 9 a partir del martes, a tercia, sexta y nona se dicen tres salmos en cada hora, desde el 119 hasta el 127, que son nueve salmos; 10 los cuales se repiten siempre a las mismas horas hasta el domingo, manteniendo todos los días una disposición uniforme de himnos, lecturas y versos. 11 De esta manera, el domingo se comenzará siempre con el salmo 118. 12Las vísperas se celebrarán cada día cantando cuatro salmos. 13Los cuales han de comenzar por el 109 hasta el 147, 14ª excepción de los que han de tomarse para otras horas, que son desde el 117 hasta el 127 y desde el 133 hasta el 142. 15Los restantes se dirán en vísperas. 16Y como así faltan tres salmos, se dividirán los más largos, o sea, el 138, el 143 y el 144. 17En cambio, el 116, por ser muy corto, se unirá al 115. 18Distribuido así el orden de la salmodia vespertina, todo lo demás, esto es, la lectura, el responsorio, el himno, el verso y el cántico evangélico, se hará tal como antes ha quedado dispuesto. 19En completas se repetirán todos los días los mismos salmos: el 4, el 90 y el 133. 20Dispuesto el orden de la salmodia para los oficios diurnos, todos los salmos restantes se distribuirán proporcionalmente a lo largo de las siete vigilias nocturnas, 21 dividiéndose los más largos de tal forma, que para cada noche se reserven doce salmos.22Pero especialmente queremos dejar claro que, si a alguien no le agradare quizá esta distribución del salterio, puede distribuirlo de otra manera, si así le pareciere mejor, 23 con tal de que en cualquier caso observe la norma de recitar íntegro el salterio de 150 salmos durante cada una de las semanas, de modo que se empiece siempre en las vigilias del domingo por 53 el mismo salmo. 24Porque los monjes que en el curso de una semana reciten menos de un salterio con los cánticos acostumbrados, mostrarán muy poco fervor en el servicio a que están dedicados 25cuando podemos leer que nuestros Padres tenían el coraje de hacer en un solo día lo que ojalá nosotros, por nuestra tibieza, realicemos en toda una semana.


San Benito comenta, desde el capítulo VIII, sobre el Oficio divino, estableciendo normas. Y todavía quedan dos como conclusión, dedicados a la actitud en la salmodia y la reverencia en la plegaria. A pesar de tanta dedicación acaba diciéndonos que si a alguno no le agrada esta distribución que la ordene de otra manera, pero dejando claro que, siendo tibios como somos, recitemos por lo menos el salterio completo durante la semana, ya que nuestros padres lo hacían en un solo día.

La plegaria, el Oficio divino, es uno de los centros de nuestra vida comunitaria; no lo podemos menospreciar, ni hacerlo objeto de nuestro desinterés ya que es el servicio al que estamos dedicados. De la salud de una comunidad es un buen indicador el Oficio divino: la regularidad, la puntualidad, la asistencia, la prioridad, la cualidad, la dedicación o el sentido que damos a lo que estamos haciendo, es decir orar, alabar al Señor.

Esto nos obliga, en primer lugar, a ser generosos con Dios, no anteponiéndole nada; y de la misma forma hacerlo así con la comunidad y los hermanos. Todos los servicios de la comunidad, absolutamente todos, son para beneficio de todos. Si alguno, en algún momento determinado se cree detentador, poseedor, propietario o monopolizamos algo, sea lo que sea, erramos y al final causamos un perjuicio a la comunidad, como también venimos a caer en lo mismo si nos creemos detentadores de los valores monásticos, o dicho de otra manera, si nos creemos más monjes y más perfectos que nadie. Vivimos la vida monástica en comunidad; para bien y para mal hacemos juntos el camino. Y vivirla es vivirla con disponibilidad que rima con humildad, caridad y generosidad; y con obediencia que rima con paciencia.

Escribe el P Lorenzo Montecalvo que puede haber tres tipos de monjes que rechazan el concepto de comunidad. Los uniformistas acérrimos que no contemplan la comunidad como una suma de personas con su libertad individual, y buscan hacer a los otros a imagen suya, no reconociendo la de  Dios. Otros, son lo que viene a llamar “alquiladores”, o que están con un pie dentro y otro fuera del monasterio; solamente buscan un plato en la mesa, un lecho y un techo, pero que no sienten la comunidad como algo propio, y solamente les interesa su propia parcela, a la vez que murmuran o hacen gestos negativos cuando ven afectada su comodidad y su capricho.  La tercera categoría son los que se aprovechan de la comunidad, convencidos de que ésta debe vivir para ellos.

Para entender el significado del Oficio divino, del Opus Dei. Hay que partir de la obligación básica de la vida monástica, que debe ser la plegaria continua. Y si no ponemos un mínimo esfuerzo por vivirla en la presencia de Dios, estos momentos rituales de plegaria vendrán a ser vacíos e inútiles. El Opus Dei debe ocupar un lugar esencial en nuestra vida de monjes, marcar el ritmo de la jornada, reuniéndonos en la iglesia del monasterio e interrumpiendo las otras obligaciones.

De esta manera se subraya la primacía de la alabanza divina, realizando así el ideal evangélico de que es “necesario orar siempre sin desfallecer” (Lc 18,1). Los monjes nos unimos por medio de la oración litúrgica a la intercesión y adoración de Cristo, Sumo Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza. De esta manera, la Liturgia de las Horas no solamente marca el ritmo de nuestra jornada monástica, sino que permite al monje participar espiritualmente en los misterios del Señor y de sus santos, que celebra, canta y contempla durante toda la jornada el conjunto de su vida.

Y es preciso hacer esto bien, centrados, no sintiéndonos como unos autómatas. Hemos de vivirlo con intensidad, que rima con libertad. La plegaria nos tiene que hacer ver y aprovechar el amor de Dios, a pesar de nuestros defectos e imperfecciones; y nos debe dar la fuerza necesaria para progresar en nuestra conversión.

El Oficio divino debe ser un momento de gracia, un encuentro vital con el Señor. “Él es nuestra paz” (Ef 2,14), por esto solamente en él puede una comunidad vivir en la concordia; no podremos tener paz si no recordamos que buscamos al Señor juntos, con nuestras debilidades y “defectos de fábrica”.

Ciertamente, no existe la comunidad ideal, ni el monje ideal, y quien lo crea ser está equivocado; somos una comunidad de pecadores en camino de conversión; solamente siendo monjes pecadores en camino de conversión, sintiéndonos pecadores y a la vez amados por  Dios podemos caminar juntos, buscando al Señor. Hoy nos decía san Agustín en Maitines: “Alabarán al Señor los que le buscan sinceramente. Porque lo que le buscan lo encuentran y al encontrarlo lo alaban”.



















domingo, 22 de julio de 2018

CAPÍTULO XI COMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS DE LOS DOMINGOS


 CAPÍTULO XI

COMO HAN DE CELEBRARSE
 LAS VIGILIAS DE LOS DOMINGOS

1Los domingos levántense más temprano para las vigilias. 2En estas vigilias se mantendrá íntegramente la misma medida; es decir, cantados seis salmos y el verso, tal como quedó dispuesto, sentados todos convenientemente y por orden en los escaños, se leen en el libro, como ya está dicho, cuatro lecciones con sus responsorios. 3Pero solamente en el cuarto responsorio dirá gloria el que lo cante; y cuando lo comience se levantarán todos con reverencia. 4Después de las lecturas seguirán por orden otros seis salmos con antífonas, como los anteriores, y el verso. 5A continuación se leen de nuevo otras cuatro lecciones con sus responsorios, de la manera como hemos dicho. 6Después se dirán tres cánticos de los libros proféticos, los que el abad determine, salmodiándose con aleluya. 7Dicho también el verso, y después de la bendición del abad, léanse otras cuatro lecturas del Nuevo Testamento de la manera ya establecida. 8Acabado el cuarto  responsorio, el abad entona el himno Te Deum laudamus. 9Y, al terminarse, lea el mismo abad una lectura del libro de los evangelios, estando todos de pie con respeto y reverencia. 10Cuando la concluye, respondan todos «Amén», e inmediatamente entonará el abad el himno Te decet laus. Y, una vez dada la bendición, comienzan el oficio de laudes. 11Esta distribución de las vigilias del domingo debe mantenerse en todo tiempo, sea de invierno o de verano, 12a no ser que, ¡ojalá no ocurra!, se levanten más tarde, y en ese caso se acortarán algo las lecturas o los responsorios. 13Pero se pondrá sumo cuidado en que esto no suceda. Y, cuando así fuere, el causante de esta negligencia dará digna satisfacción a Dios en el oratorio.

San Juan Pablo II escribía que “la resurrección de Jesús es el dato original en el que se fundamenta la fe cristiana (cf 1Cor 15,14): una gozosa realidad percibida plenamente a la luz de la fe, pero históricamente testificada por los que van a tener el privilegio de ver al Señor resucitado; acontecimiento que no solo sobresale de manera absolutamente espectacular en la historia de los hombres, sino que está en el centro del misterio de los tiempos. En efecto, como nos recuerda la sugestiva liturgia de la noche de Pascua, el rito de preparación del Cirio Pascual, Cristo es “el tiempo y la eternidad”. Por esto, conmemorando no solo una vez al año, sino cada domingo, el día de la Resurrección de Cristo, la Iglesia indica a cada generación lo que viene a ser el eje central de la historia, y con el que se relaciona el principio y el destino final del mundo”. (Dies Domini, 2)

Estamos en el corazón de la larga serie de capítulos de la Regla que describen la organización del Oficio Divino según las diferentes horas del día y de la noche, los días y las diferentes estaciones del año. En los tres primeros capítulos de esta serie, en que san Benito describe la celebración del Oficio de la noche, en invierno y verano, y la forma de distribuir los salmos, ahora viene a destacar la celebración del domingo. Ciertamente, no hay un capítulo especial de la Regla dedicado al domingo, pero también es cierto que encontramos diversos pasajes de la Regla que permiten descubrir la importancia que tenía el primer día de la semana para san Benito. En particular está el capítulo 48 que trata de hecho del equilibrio del día monástico, y donde san Benito nos dice que el domingo todos se dedicaran a la lectura excepto los que están al cargo de servicios muy concretos. En nuestras sociedades modernas el domingo se percibe como un día de descanso en relación con el libro del Génesis cuando habla del día séptimo, en línea con la tradición judía. Pero si para el monje el domingo es un día de descanso, hemos de considerar que no sea como otro día cualquiera, porque no lo es. En este día, que no es el último día de la semana, sino el primero, recordamos y celebramos de manera muy especial la Resurrección del Señor. Como nos dice san Juan Pablo II, cada domingo celebramos la Pascua. Por esto ha de ser un día de descanso, pero contemplativo, es decir, descansar en Dios, no de Dios, lo que es concreta litúrgicamente en la Eucaristía dominical y en la Lectio divina. La lectura de la Palabra de Dios debería ser nuestra actividad principal. Una lectura ya experimentada en el Oficio, un Oficio particularmente rico.

La historia de la liturgia nos enseña que, según una antigua tradición monástica, todavía en vigor en el tiempo de san Benito, durante la noche del sábado al domingo, hasta el primer canto del gallo se estaba en oración. San Benito destacando este oficio nocturno, propone incluso levantarnos antes de lo habitual, para hacer posible una salmodia y unas lecturas bíblicas y patrísticas mas largas y numerosas. San Benito siempre tan práctico y conocedor de nuestras debilidades, teniendo en cuenta el sentido común, nos recuerda que en ocasiones no nos levantamos, lo cual es poco excusable en un día tan especial como el domingo.

San Benito incluye unas breves expresiones que manifiestan el significado de la presencia de Dios para animar todo el Oficio. Por ejemplo, cuando nos dice que se canta el Gloria al final de la cuarta lectura, todos se levantan con reverencia; o cuando el abad lee el Evangelio todos estarán de pie, y escucharán con respeto la Palabra de Dios. De hecho, al final del tercer nocturno, nosotros leemos el Evangelio del domingo, pero en la época de san Benito no era así, sino que venía a ser uno de los relatos de la resurrección, de acuerdo a una antigua tradición de la Iglesia primitiva., porque según la tradición la lectura del Evangelio era una parte muy importante del oficio de la Resurrección, que al principio estaba separado del Oficio nocturno. El Te Deum concluye este Oficio con un espíritu festivo, previo a la celebración de los Laudes, que san Benito contemplaba inmediatamente después del Oficio nocturno. En resumen, que debemos tener muy presente que el Domingo es el día de la Resurrección de Cristo, y que por tanto ha de ser un día festivo que nos recuerde la alegría de ser cristianos y de ser monjes. El Domingo debe ser, en primer lugar, un día dedicado a la Palabra de Dios, palabra que escuchamos en la liturgia y que meditamos privadamente.

 San Juan Pablo II en su carta Apostólica sobre el Domingo recalca este carácter pascual del domingo diciendo: “Celebramos el domingo la venerable Resurrección de nuestro Señor Jesucristo; lo hacemos no solo en Pascua, sino cada semana. Así lo comentaba a principios del siglo V el Papa Inocencio I, testimoniando una práctica ya consolidada que se había ido desarrollando desde los primeros años después de la resurrección del Señor. San Basilio habla del “santo Domingo, honrado por la Resurrección del Señor, primicias de todos los demás días”. San Agustín llama al Domingo “sacramento de la Pascua”. Esta profunda relación del Domingo con la Resurrección del Señor se pone de relieve con fuerza en todas las Iglesias, tanto en Occidente como en Oriente. En la tradición de las Iglesias orientales, en particular, cada Domingo es el día de la Resurrección, y precisamente por eso es el centro de todo el culto. A la luz de esta tradición ininterrumpida y universal, se ve claramente que el día del Señor tiene sus raíces en la obra misma de la creación, y más directamente en el misterio del “descanso” bíblico de Dios, con una referencia específica a la Resurrección de Cristo, para comprender plenamente su significado.  Es lo que sucede con el domingo cristiano, que cada semana propone a la consideración de los fieles el acontecimiento pascual de donde brota la salvación del mundo”. (Dies  Domini 19)

domingo, 15 de julio de 2018

CAPÍTULO 7,56-58 LA HUMILDAD

CAPÍTULO 7,56-58

LA HUMILDAD

El noveno grado de humildad es que el monje domine su lengua y, manteniéndose en la taciturnidad, espere a que se le pregunte algo para hablar, 57ya que la Escritura nos enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado» 58y que «el deslenguado no prospera en la tierra.

Leemos en el libro de los Proverbios: “quien mucho habla no vita la falta, el hombre sabio mide las palabras (10,19)  Llegamos al final del capítulo sobre la humildad. Los últimos grados, 9, 10 y 11 se refier4en a la palabra, al silencio y a la actitud. Quizás lo primero a tener en cuenta en este texto es el vínculo que hace san Benito entre la actitud exterior y las disposiciones interiores. Si tomamos como punto de partida la necesidad de desarrollar un humilde comportamiento externo para conducirnos gradualmente a una humildad interior real, el enfoque de san Benito es al contrario. Insiste desde el inicio del capítulo en la actitud interior. En primer lugar, delante de Dios, después en la gente que nos rodea y con la que vivimos en comunidad. Si esta actitud existe y si está bien arraigada, afectara al comportamiento exterior.

 El monje que se describe en el grado 12 es una persona unificada. No es alguno con actitudes opuestas a la iglesia, al trabajo, a la comunidad o al exterior, sino quien mantiene la serenidad, la paz interior, porque toda su identidad reside no en la imagen que da de sí mismo, ni en la aceptación de los demás, sino en lo que hace delante de Dios. La actitud descrita por san Benito con las palabras “siempre con la cabeza baja, mirando a tierra”, no viene a ser una actuación teatral. Porque esta es la actitud del publicano en el templo, como nos explica la parábola, pero también es la actitud de la persona unificada, centrada en el misterio que la habita, y que se dispersa con acontecimientos externos. El monje que ha llegado al nivel de humildad descrito por san Benito, o que tiende o procura por llegar, entrará en el templo con un talante de oración en lugar de entretenerse mirando quien hay en los bancos, se centrará en el canto de comunión en lugar de repasar con la mirada quien se acerca a comulgar.

El noveno grado de humildad consiste básicamente en el amor al silencio que lleva a dominar la lengua y a hablar tan solo cuando se le pregunta. Si no hay este amor al silencio todas las normas relativas al tema que nos ocupa serán inútiles. Este amor al silencio es el signo externo de una persona unificada e indivisa. Todas las actitudes de humildad descritas por san Benito en este largo capítulo, incluida la práctica del silencio, no se conciben como ejercicios de ascetismo pensados para formarnos gradualmente, y menos todavía como medios de sumar méritos. Se trata de amor.  Un amor que ha de existir desde el primer momento en que somos llamados al Señor, pero que sobre todo ha de animar gradualmente nuestra conducta.

San Benito, como hombre práctico viene a decirnos que a medida que este amor penetra, forma y transforma nuestra acción, todo lo que podríamos haber completado al principio por miedo al castigo o por deseo de una recompensa celestial, todo eso lo realizaremos con más naturalidad, por amor a Cristo. Un programa bien completo, una guía para nuestra vida.

San Juan Clímaco en su Escala Espiritual, nos habla de una manera admirable del silencio, y nos recuerda lo peligroso que es juzgar al prójimo, y cómo este vicio, con la locuacidad es el asiento de la vanagloria, sobre la cual se descubre y se nos muestra; la muestra de la ignorancia, la puerta de la calumnia, el servidor de la mentira, el artífice de la pereza, el destierro de la meditación y la destrucción de la plegaria. Mientras que el silencio es la madre de la oración, la objeción a la distracción, examen de los pensamientos, atalaya de los enemigos, incentivo de la devoción, compañero permanente de las lágrimas, recordatorio de la muerte, enemigo de la presunción, esposo de la quietud, adversario de la ambición, auxiliar de la sabiduría, obrador de la meditación, progreso hacia un acercamiento progresivo a Dios. Quien conoce sus pecados cuida su lengua, pero quien mucho habla no se conoce bien. El amante del silencio se acerca a Dios, y en el secreto de su corazón reconoce su luz. San Juan Clímaco nos pone el ejemplo del silencio de Jesús que confundió a Pilatos, mientras que san Pedro con una sola palabra ya tuvo motivos para llorar. Escribe Juan Clímaco: “Hablaba yo con un gran hombre acerca de la paz de la vida solitaria, la opinión del cual tenía un gran valor para mí. La murmuración me decía, conviene recordar que se engendra en el hábito del mucho hablar o en la vanagloria… El que se ocupa de la muerte recorta sus palabras; y quien consigue la virtud de la aflicción del alma, huye de la murmuración como del fuego. El que ama la soledad permanece callado, pero quien se complace en el trato con los hombres, es sacado de su celda a causa de su pasión. Pocos hombres pueden refrenar su lengua u afrontar tan peligroso enemigo”

La regla en el capítulo 6 se refiere expresamente al silencio; también en el capítulo 42 da unas directivas prácticas en lo referente a las horas nocturnas; hay, por lo menos, otros diez capítulos, entre el 4 y el 67, que se hace mención del silencio. Un tema que se trata también en otros pasajes, de manera más indirecta, como por ejemplo cuando la Regla se pronuncia sobre la oportunidad de las conversaciones, o cuando condena la murmuración. El silencio es para san Benito una disposición a no dejarse dominar por las pasiones, por las tentaciones, o por descuido; siendo esto último con frecuencia, un enemigo tanto más temible cuanto que te una apariencia de inocencia. El silencio está presente en todas partes y se sobrentiende en todo lo que la Regla pide al monje. El monje es, en efecto y antes que todo, según la Regla, un hombre con el deseo e volver a Dios, de convertirse, de salvarse. Consciente de que, sin ayuda, no sabe ni puede nada, y a partir del momento en que es “tocado” por Dios ve, es una luz viva, que ha de permanecer siempre plena de dinamismo y de vigor, disponiendo de armas aptas, que necesita mantener en buen uso. La moderación, la discreción, la prudencia, es el arte que debe adquirir el monje. Con el silencio, tanto del alma como de los labios, el monje escucha solo al Señor y al abad que le representa, así como también a todos los hermanos. Porque el monje es aquel que busca a Dios con todas sus fuerzas.

En la Regla hay una lógica interna que, completando sus referencias al silencio muestra con elocuencia hasta qué punto el silencio es constitutivo de la personalidad del monje. Escribe un autor monástico: “siempre que te sea posible, con exacta obediencia y perfecta caridad evitarás estas cuatro cosas que son los obstáculos más grandes al silencio interior y que hacen imposible la contemplación habitual: el ruido interior, las discusiones interiores, las obsesiones y las preocupaciones sobre ti mismo… Tus dificultades vienen de tu entorno, de tu preocupación, de tus propias miserias físicas y morales; o quizás de las tres cosas a la vez”  (Las puertas del silencio, por un cartujo)