domingo, 30 de septiembre de 2018

CAPÍTULO 2 COMO DEBE SER EL ABAD


CAPÍTULO 2
COMO DEBE SER EL ABAD

1 Un abad digno de presidir un monasterio debe acordarse siempre de cómo se lo llama, y llenar con obras el nombre de superior. 2 Se cree, en efecto, que hace las veces de Cristo en el monasterio, puesto que se lo llama con ese nombre, 3 según lo que dice el Apóstol: "Recibieron el espíritu de adopción de hijos, por el cual clamamos: Abba, Padre". 4 Por lo tanto, el abad no debe enseñar, establecer o mandar nada que se aparte del precepto del Señor, 5 sino que su mandato y su doctrina deben difundir el fermento de la justicia divina en las almas de los discípulos. 6 Recuerde siempre el abad que se le pedirá cuenta en el tremendo juicio de Dios de estas dos cosas: de su doctrina, y de la obediencia de sus discípulos. 7 Y sepa el abad que el pastor será el culpable del detrimento que el Padre de familias encuentre en sus ovejas. 8 Pero si usa toda su diligencia de pastor con el rebaño inquieto y desobediente, y emplea todos sus cuidados para corregir su mal comportamiento, 9 este pastor será absuelto en el juicio del Señor, y podrá decir con el Profeta: "No escondí tu justicia en mi corazón; manifesté tu verdad y tu salvación, pero ellos, desdeñándome, me despreciaron". 10 Y entonces, por fin, la muerte misma sea el castigo de las ovejas desobedientes encomendadas a su cuidado.

El abad actúa, en efecto, en lugar de Cristo en el monasterio. ¿Cómo hacerlo? Escuchando la voz de Dios. Dios nos habla. Ciertamente así lo creemos; pero es preciso saber cuándo nos habla, a través de quien, qué nos dice realmente… Hoy, san Benito nos dice que en cualquier caso, si lo hace por medio del abad, lo que éste diga o enseñe no debe ser nada al margen del precepto del Señor, que debe ser siempre algo que responda a los mandamientos y a la doctrina, a fin de difundir la justicia divina… Por tanto, el abad ha de tener en cuenta no mandar o establecer nada al margen del precepto del Señor, recordando siempre que todo lo que el Señor encuentre de menos por culpa suya en el provecho de los otros le será imputado.

¿Dónde sacar los preceptos del Señor? Dios nos habla, y lo hace por medio de su Palabra, o a través de los demás, en la vida cotidiana. Y escucharlo nos pide toda la diligencia para obedecer su voz. A veces nos cuesta distinguir entre nuestros deseos y los del Señor y surge la tentación de ahogar la voz de Dios con la nuestra, interpretar nuestros deseos como la voz del Señor. Paralelamente, cuando surgen contratiempos para hacer lo que nos place, tendemos a interpretar como barreras para cumplir la voluntad de Dios.

San Juan Crisóstomo escribe: “que todas nuestras obras, como si estuvieran aliñadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un alimento agradable al Señor. Pero solamente podremos gozar perpetuamente de la abundancia que viene de Dios si le dedicamos mucho tiempo” (Hom 6). Si le dedicamos más tiempo que a nuestras cosas personales, si no hacemos acepción de personas, si no anteponemos nada a Cristo, y ponemos nuestra mirada en la vida eterna,

Nuestras comunidades están afectadas por la enfermedad del individualismo, lo cual, como apunta Aquinata Bockman, no ayuda a desarrollar un sentido de responsabilidad comunitaria. El individualismo nos lleva a levantar barreras a la voluntad de Dios. El rugido de nuestra voluntad, de nuestro capricho, ahoga la voz del Señor, que se manifiesta más en el silencio que en grandes manifestaciones, como nos sugiere el episodio de Elías en el monte:

«El Señor le dijo: “Sal y quédate de pie en la montaña, delante del Señor”. Y en ese momento el Señor pasaba. Sopló un viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante del Señor. Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, hubo un terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto. 12 Después del terremoto, se encendió un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó el rumor de una brisa suave. 13 Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta.» (1 Re, 19,11-13)

Delante de Dios puede haber un viento huracanado y violento que rompa las rocas, el huracán del menosprecio de los otros, un sentimiento que haga inviable la escucha; podemos llegar a atribuir a los otros todo lo malo que nos sucede, como si fuera un ataque; incluso llegar a creer que el mundo se ha aliado contra nosotros… Este huracán nos impide escuchar al Señor, porque crea una actitud de rechazo que se resuelve en distancia. Un corazón disgustado contra los otros, movido por el rencor; si no lo eliminamos, se puede convertir en algo que acabe siendo negativo para nuestra vida monástica, e incluso afectar a nuestra salud física y psicológica. Es cuando llegamos a decir: “así no puedo vivir”, pues en el nuestro interior se está moviendo constantemente la semilla del rechazo. Quizás, lo que realmente sucede es un exceso de orgullo, un exceso de amor propio, un exceso de amor hacia nuestros méritos que nos hacer creernos superiores o no necesitados de los demás. Una condición necesaria para escuchar la voz de Dios es tener un corazón reconciliado (Mt 5,24

Delante de Dios puede despertarse el terremoto de la envidia, que nos lleva a no pensar y hablar bien de nadie, que desconozcamos la imagen de Dios en los demás, y de los propios talentos recibidos, que nos llevan a negar la acción de Dios en nuestra propia vida. Entonces, surge el ruido del miedo, de la inseguridad, de la falta de confianza en los demás, en nosotros mismos y en Dios; creemos que no importamos nada a nadie. Es el terremoto de las preocupaciones que absorben toda nuestra atención, porque las preocupaciones generan inquietud, y entonces nos sentimos débiles, impotentes.
Delante de Dios puede haber el fuego de la vanidad, de la inclinación a acomodarnos a lo que tenemos, lo que nos impide salir de nosotros e ir al encuentro de los otros y al encuentro de Dios. Se podrían añadir las brasas del propio pasado personal, de las heridas que hemos ido recibiendo en la vida y que hemos curado con el perdón; un fuego en el que también nos podemos sentir culpables de los errores del pasado y venir a caer en la inquietud interior.

El verdadero padre de la comunidad es el Señor, aquel que fue enviado para hacerse hombre como nosotros, que nos llama a la comunidad, concebida como un rebaño de ovejas, según la imagen bíblica. En la comunidad hay un abad que no actúa en nombre propio, sino de Cristo. Por eso, un día tendrá que responder de su administración, dar cuentas de las deficiencias halladas en las ovejas. San Benito busca atenuar esta responsabilidad, diciendo que el pastor será responsable de las faltas de la comunidad si no ha enseñado con valentía el camino de la justicia y de la salvación, si no ha escuchado la voz del Señor, si no la sabido interpretar.

Es una pregunta que nos podemos hacer a menudo: cómo reconocer la voz, la voluntad del Señor en el día a día de nuestra existencia; cómo saber si el abad, en lo que dijo e hizo, porque no puede decir sin hacer, es realmente interpretación de la voluntad del Señor.

San Benito marca como pautas la recta doctrina y los mandamientos; y unos objetivos que no debe callar que es donar a conocer la verdad de la salvación de Dios. Ojalá que cada uno seamos capaces de reconocer la voz de Dios en la trama cotidiana de nuestra existencia, en la plegaria comunitaria y personal, y así salgamos de la cueva de nuestro individualismo, y, conscientes de nuestras deficiencias, permanezcamos atentos a Su voz.

Escribe también san Juan Crisóstomo: “Cuando quieras reconstruir en ti aquella casa que Dios se edifica en el primer hombre, adornada con la modestia y la humildad hazte resplandeciente con la luz de la justicia; cuida tu persona de hacer buenas obras, embellécela con tu fe y la grandeza de espíritu, como si fueran muros y piedras; y encima de todo, como quien coloca la cúspide para coronar el edificio, coloca la plegaria, para preparar para Dios una casa perfecta donde poder recibirlo, como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que por la gracia de Dios, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo de tu alma” (Homilía 6)



domingo, 23 de septiembre de 2018

CAPÍTULO 72 EL BUEN CELO QUE HAN DE TENER LOS MONJES

CAPÍTULO 72

EL BUEN CELO QUE HAN DE TENER LOS MONJES

1 Así como hay un mal celo de amargura que separa de Dios y lleva al infierno, 2 hay también un celo bueno que separa de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Practiquen, pues, los monjes este celo con la más ardiente caridad, 4 esto es, "adelántense para honrarse unos a otros"; 5 tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como morales; 6 obedézcanse unos a otros a porfía; 7 nadie busque lo que le parece útil para sí, sino más bien para otro; 8 practiquen la caridad fraterna castamente; 9 teman a Dios con amor; 10 amen a su abad con una caridad sincera y humilde; 11 y nada absolutamente antepongan a Cristo, 12 el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna. 

Estamos en la parte final de la Regla, penúltimo capítulo. San Benito acaba de resumir qué significa para él la obediencia, y ahora nos habla cómo un celo bueno debe guiar nuestra vida diaria. Nos dice san Benito que, dependiendo de qué celo practicamos, nos podemos alejar de los vicios y acercarnos a Dios y a la vida eterna, o bien podemos vivir en un celo amargo que nos aleje de Dios y nos acerque hacia el infierno eterno, haciendo de nuestra vida ya un infierno y siendo un infierno para los demás. Todo depende de qué practiquemos, de si nos avanzamos a honrar a los demás, o esperamos expectantes a que vengan a honrarnos a nosotros; de si soportamos con paciencia las debilidades tanto físicas como morales de los otros, o si solamente esperamos que los otros soporten las nuestras; si nos obedecemos unos a otros o esperamos solo que nos obedezcan, creyéndonos poseedores de toda la razón; de si buscamos más lo que es útil a todos, o bien solamente lo que es para nosotros, y que además, perjudica los otros.

El buen celo es practicar la caridad fraterna, pero de forma desinteresada, sin esperar que nos la devuelvan; es temer a Dios y amar, tanto al abad como a la comunidad, de manera sincera y humilde. Y todo esto lo podríamos resumir en no anteponer nada a Cristo, porque solamente por este camino podemos aspirar todos juntos a la vida eterna. También no lo sugiere las palabras de san Máximo de Turín: “aquel que es consciente de tener por compañero a Cristo se avergüenza de hacer el mal. Cristo es nuestra ayuda en las cosas buenas, y quien nos preserva para hacer el bien” (Sermón 73)
 En la fiesta del evangelista Mateo escuchamos un texto similar a este capítulo que hoy nos presenta san Benito. No puede ser de otra manera porque san Benito se inspira en el Evangelio y en la Escritura. La carta a los cristianos de Éfeso nos pide vivir de acuerdo a la vocación que hemos recibido del Señor. Un elemento importante a tener presente cada día:  la vocación la hemos recibido del Señor, no de nosotros mismos y a la nuestra medida; es el Señor quien nos llama a la vida monástica, o sacerdotal o matrimonial. Nuestra participación es la respuesta, y ésta ha de ser sincera y con buen celo, de ninguna manera con condiciones; debe ser generosa y total. En la práctica, nos dice el Apóstol hemos de hacerlo con toda humildad y mansedumbre, con paciencia, soportándonos unos a otros, sin escatimar esfuerzos en la medida de los dones recibidos del  Señor, porque quien más ha recibido más debe de dar; la referencia es la generosidad que Dios tiene con nosotros.

Este capítulo, junto con el anterior sobre la obediencia, el Prólogo y el capítulo 58 sobre la admisión de los hermanos, por ellos mismos ya dan una idea bastante precisa del espíritu que inspira todo el texto de la Regla. Un texto, ciertamente cristocéntrico, y bien representado por la frase “no anteponer nada al Cristo”. Cristo como modelo, como objetivo y centro de nuestra vida. Él nos llama al monasterio, y a él le debemos una total correspondencia. Pero esta entrega total a Cristo no es solo teórica, es práctica, muy practica; pues es toda la comunidad, todos juntos, dice san Benito, la que busca a Cristo, y debe hacerlo practicando el buen celo, formando el pueblo santo para una obra de servicio, como dice el Apóstol, para edificar el Cuerpo de Cristo. Como escribe san Máximo de Turín: “debemos orientar todos nuestros actos inspirándonos en este nombre -el de Cristo-, y referir a él todos los movimientos de nuestra vida, ya que el Apóstol nos dice: en él vivimos, nos movemos y somos” (Sermón 73).

“Hemos de hacer nuestro camino, un camino de vida plena y fecunda. Hay mucho sufrimiento en el mundo, muchas vidas rotas, sin sentido… para que nosotros no vivamos en plenitud. Esta vida se nos da para que la vivamos con intensidad” (Montserrat Viñas).

Por eso, como también escribe san Máximo: “al levantarnos por la mañana debemos dar gracias al Salvador… ya que él ha velado nuestro descanso y nuestro sueño…Hemos de dar gracias a Cristo y llevar a término toda la jornada, bajo el signo del Salvador” (Sermón 73)

Pero este capítulo creo que tiene su mejor comentarista en el abad Cassià Mª Just, que escribe lo siguiente:
“La vida de comunidad es exigente y requiere un largo aprendizaje. A grandes rasgos podemos distinguir dos etapas antes de alcanzar la tercera, que consiste en la vivencia del buen celo con un amor muy ferviente. Un primer tiempo feliz, idílico. Todavía no conocemos a fondo a la comunidad y somos incapaces de ver sus defectos. En la euforia de la opción hecha por Dios todo nos resultaba nuevo y maravilloso. Tendemos a ver a los miembros de la comunidad como personas excepcionales que han realizado el ideal que nosotros buscamos. Solo vemos cualidades. Y si percibimos algún defecto lo asumimos como una excepción que confirma la impresión del conjunto. Después, generalmente no pasa mucho tiempo, viene un tiempo de decepción, normalmente unido a un periodo de fatiga, a un sentimiento de soledad, a algún fracaso personal, o alguna frustración relacionada con la autoridad. Durante este tiempo de depresión todo se hace más tenebroso. Solo vemos los defectos de los otros y de la comunidad. Tenemos la impresión de estar sumergidos en un mundo donde domina la hipocresía del reglamento, los deseos de “subir”, o que nos encontramos con gente que no toca tierra, incompetente y desorganizada. I la vida se hace insoportable. Cuanto más habíamos idealizado la comunidad y sus responsables mayor es la desilusión y la amargura. Ahora bien, si por la gracia llegamos a superar esta segunda etapa entramos en la tercera que durará toda la vida, y que crecientemente deviene más bella y auténtica. Es la etapa que calificaría de realismo y de amor crucificado. Es cuando nos hacemos conscientes que, si habíamos entrado en la comunidad buscando de realizar un ideal y ser personalmente felices, deseamos continuar y ayudar a los demás a ser más felices, a partir de una fidelidad radical a Dios… Es cierto que a lo largo de la vida se nos presenta la tentación de volver a la segunda atapa y a veces caemos en ella. También los hay que no pasen nunca de esta segunda etapa y quedan encalladas. Naturalmente sufren mucho y hacen sufrir con su pesada carga de negatividad. Pero Dios es el más fuerte y no excluye a nadie de la esperanza”

Un escrito que tiene más de cuarenta años, pero que continua con una viva actualidad para la vida monástica, extraordinariamente claro, realista y aleccionador. Una reflexión para releer tanto en horas bajas como altas.

Confiemos en Aquel que es el más fuete, no nos veamos nunca excluidos de la esperanza, sino con ánimo de caminar hacia Cristo impulsados por el buen celo en nuestro interior, haciendo que todo venga de él, pase por él y caya hacia él (cfr. Rom 11,36). De esta manera, no anteponiendo absolutamente nada al Cristo esperaremos que nos lleve todos juntos a la vida eterna.

domingo, 16 de septiembre de 2018

CAPÍTULO 65 EL PRIOR DEL MONASTERIO


CAPÍTULO 65

EL PRIOR DEL MONASTERIO
1 Sucede a menudo que con ocasión de la ordenación del prior, se originan graves escándalos en los monasterios. 2 En efecto, algunos, hinchados por el maligno espíritu de soberbia, se imaginan que son segundos abades, y atribuyéndose un poder absoluto, fomentan escándalos y causan disensiones en las comunidades. 3 Esto sucede sobre todo en aquellos lugares, donde el mismo obispo o los mismos abades que ordenaron al abad, instituyen también al prior. 4 Se advierte fácilmente cuán absurdo sea este modo de obrar, pues ya desde el comienzo le da pretexto para que se engría, 5 sugiriéndole el pensamiento de que está exento de la jurisdicción del abad: 6 "porque tú también has sido ordenado por los mismos que ordenaron al abad". 7 De aquí nacen envidias, riñas, detracciones, rivalidades, disensiones y desórdenes. 8 Mientras el abad y el prior tengan contrarios pareceres, necesariamente han de peligrar sus propias almas, 9 y sus subordinados, adulando cada uno a su propia parte, van a la perdición. 10 La responsabilidad del mal que se sigue de este peligro, pesa sobre aquellos que fueron autores de este desorden. 11 Por lo tanto, para que se guarde la paz y la caridad, hemos visto que conviene confiar al juicio del abad la organización del monasterio. 12 Si es posible, provéase a todas las necesidades del monasterio, como antes establecimos, por medio de decanos, según disponga el abad, 13 de modo que siendo muchos los encargados, no se ensoberbezca uno solo. 14 Pero si el lugar lo requiere, o la comunidad lo pide razonablemente y con humildad, y el abad lo juzga conveniente, 15 designe él mismo su prior, eligiéndolo con el consejo de hermanos temerosos de Dios. 16 Este prior cumpla con reverencia lo que le mande su abad, sin hacer nada contra la voluntad o disposición del abad, 17 porque cuanto más elevado está sobre los demás, tanto más solícitamente debe observar los preceptos de la Regla. 18 Si se ve que este prior es vicioso, o que se ensoberbece engañado por su encumbramiento, o se comprueba que desprecia la santa Regla, amonésteselo verbalmente hasta cuatro veces, 19 pero si no se enmienda, aplíquesele el correctivo de la disciplina regular. 20 Y si ni así se corrige, depóngaselo del cargo de prior, y póngase en su lugar otro que sea digno. 21 Y si después de esto, no vive en la comunidad quieto y obediente, expúlsenlo también del monasterio. 22 Pero piense el abad que ha de dar cuenta a Dios de todas sus decisiones, no sea que alguna llama de envidia o de celos abrase su alma. 

San Benito es un buen conocedor de la psicología humana, y sabe perfectamente que la vida comunitaria es difícil, una dificultad muy real, y que se traduce en problemas concretos. Así era en tiempos de san Benito, y lo será siempre; pero quizás, en nuestra época la sociedad se caracteriza por un fuerte individualismo que hace que la vida en comunidad venga a ser, si cabe, más difícil. Es cierto, pero por lo que escribe aquí san Benito, en su tiempo se añadía la intromisión de los obispos, como era el caso del nombramiento de prior de la comunidad.

El problema de fondo no es la figura del abad, del prior, del decano o del que sea, ni quizás tampoco la persona concreta que puede estar más o menos capacitada, o acertada, sino el riesgo de escándalos y discordias. Como dice el mismo san Benito, no cuesta nada de ver lo absurdo que esto es, y como se ponen en peligro las personas y la comunidad con dichas discordias. En nuestra sociedad el valor del individualismo, podríamos decir directamente del egoísmo, así como el miedo al compromiso, el recelo a la obediencia y tantas otras cosas que podemos entender como una amenaza a nuestra libertad individual, nos llevan a reaccionar ante los demás y a cerrarnos en banda. No es solamente una reacción infantil, como podríamos considerar esta ligereza, sino que nos afecta a todos y en todas las etapas de la vida humana. Conocemos, escuchamos e incluso podemos trabajar y comentar la Regla, creer sinceramente que es un texto sabio, pero en el momento concreto en que ha de llevarla a la vida, si lo que nos dicen en ese momento no nos va bien, no tenemos reparos para cerrarnos en nuestro “yo”. Y así la culpa de estos males recaen sobre los responsables de semejante desorden, que serán bien los superiores, bien cada uno de nosotros, porque todos estamos llamados a seguir a Cristo “con las fortísimas y espléndidas armas de la obediencia” (Prólogo 3), y no a hacer nuestra voluntad a pesar de que se nos imponga. Debemos de tener interiorizado el seguimiento de Cristo, que tantas veces se oscurece por nuestros caprichos del momento, El centro de nuestra vida, nos recuerda el evangelio de san Marcos:  “si alguno quiere venir conmigo que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me acompañe. Quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien la pierda por mí y por el evangelio, la salvará”.

La posible respuesta que considera san Benito aquí es se responsabilicen las cosas a muchos, porque de esta manera no se pueda enorgullecer solamente uno, y que las responsabilidades se cumplan con respeto a lo que encarga el abad, sin hacer nada que no lo haya dispuesto, lo cual viene a suponer no hacer nada contra la comunidad, pues así ponemos el bien comunitario por encima del bien particular. Quizás es, ante todo, una medida de prudencia, pues muchas veces consultar una cosa nos hace reflexionar sobre ello, hemos de plantearlo, pensar en los argumentos a favor o en contra que se puedan plantear. Hacer las cosas bajo el impulso momentáneo no es el mejor camino. Siempre será una mejor medida, pensar, dejar reposar un tiempo, consultar.

Cuanto más se nos confía más riesgo tenemos de creernos que estamos por encima del bien y del mal. Entonces: o si predica una homilía pensando que hará reflexionar;  corremos el riesgo de que nos suceda lo que san Benito cree tan pernicioso, fruto del vicio y del orgullo, ser poseídos de por una ambición que hace mal al conjunto de la comunidad. Prudente, como siempre, san Benito habla de amonestar hasta cuatro veces, aplicar la sanción del castigo regular, destituir del cargo e incluso llegar a expulsar de la comunidad si se llega a romper su paz. También, de buena fe corremos el riesgo de creer que nuestra opinión es la mejor, y la única válida. Si tomamos un libro de lectura por ejemplo creyendo que puede ser interesante.

La perla final del capítulo recoge una idea presente a lo largo de toda la Regla, y es que el abad ha de ser consciente de sus debilidades, y que tendrá que dar cuenta a Dio, y que, por lo tanto, debe cuidar de no hacer acepción de personas. (RB 4,16), no amar más a unos que a otros, no moverse por la envidia o los celo.

Una “media frase”, la considera Aquinata Bockman, pero que viene a ser una advertencia severa en un capítulo cuyo centro es la buena colaboración entre el abad y el prior; entre ellos y los decanos; entre los decanos y sus ayudantes, o en resumidas cuentas entre toda la comunidad. Una invitación a no crear conflictos innecesarios y también a no atentar contra la paz de la comunidad, sembrando cizaña y “sobre todo, que no manifieste el mal de la murmuración, por ningún motivo, sea el que sea, por ningún motivo, ni con las más pequeña palabra o señal” (Rb 34,6)

Escribía Joan Lanspergio, autor cartujo: alegraos de estar donde estáis, y dar gracias a Dios que os ha hecho un gran beneficio, sin que fuéramos conscientes de ello” 
                                                                                                                                                                             

domingo, 9 de septiembre de 2018

CAPÍTULO 58 EL MODO DE RECIBIR A LOS HERMANOS


CAPÍTULO 58
EL MODO DE RECIBIR A LOS HERMANOS

1 No se reciba fácilmente al que recién llega para ingresar a la vida monástica, 2 sino que, como dice el Apóstol, "prueben los espíritus para ver si son de Dios". 3 Por lo tanto, si el que viene persevera llamando, y parece soportar con paciencia, durante cuatro o cinco días, las injurias que se le hacen y la dilación de su ingreso, y persiste en su petición, 4 permítasele entrar, y esté en la hospedería unos pocos días. 5 Después de esto, viva en la residencia de los novicios, donde éstos meditan, comen y duermen. 6 Asígneseles a éstos un anciano que sea apto para ganar almas, para que vele sobre ellos con todo cuidado. 7 Debe estar atento para ver si el novicio busca verdaderamente a Dios, si es pronto para la Obra de Dios, para la obediencia y las humillaciones. 8 Prevénganlo de todas las cosas duras y ásperas por las cuales se va a Dios. 9 Si promete perseverar en la estabilidad, al cabo de dos meses léasele por orden esta Regla, 10 y dígasele: He aquí la ley bajo la cual quieres militar. Si puedes observarla, entra; pero si no puedes, vete libremente. 11 Si todavía se mantiene firme, lléveselo a la sobredicha residencia de los novicios, y pruébeselo de nuevo en toda paciencia. 12 Al cabo de seis meses, léasele la Regla para que sepa a qué entra. 13 Y si sigue firme, después de cuatro meses reléasele de nuevo la misma Regla. 14 Y si después de haberlo deliberado consigo, promete guardar todos sus puntos, y cumplir cuanto se le mande, sea recibido en la comunidad, 15 sabiendo que, según lo establecido por la ley de la Regla, desde aquel día no le será lícito irse del monasterio, 16 ni sacudir el cuello del yugo de la Regla, que después de tan morosa deliberación pudo rehusar o aceptar. 17 El que va a ser recibido, prometa en el oratorio, en presencia de todos, su estabilidad, vida monástica y obediencia, 18 delante de Dios y de sus santos, para que sepa que si alguna vez obra de otro modo, va a ser condenado por Aquel de quien se burla. 19 De esta promesa suya hará una petición a nombre de los santos cuyas reliquias están allí, y del abad presente. 20 Escriba esta petición con su mano, pero si no sabe hacerlo, escríbala otro a ruego suyo, y el novicio trace en ella una señal y deposítela sobre el altar con sus propias manos. 21 Una vez que la haya depositado, empiece enseguida el mismo novicio este verso: "Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; y no me confundas en mi esperanza". 22 Toda la comunidad responda tres veces a este verso, agregando "Gloria al Padre". 23 Entonces el hermano novicio se postrará a los pies de cada uno para que oren por él, y desde aquel día sea considerado como uno de la comunidad. 24 Si tiene bienes, distribúyalos antes a los pobres, o bien cédalos al monasterio por una donación solemne. Y no guarde nada de todos esos bienes para sí, 25 ya que sabe que desde aquel día no ha de tener dominio ni siquiera sobre su propio cuerpo. 26 Después, en el oratorio, sáquenle las ropas suyas que tiene puestas, y vístanlo con las del monasterio. 27 La ropa que le sacaron, guárdese en la ropería, donde se debe conservar, 28 pues si alguna vez, aceptando la sugerencia del diablo, se va del monasterio, lo que Dios no permita, sea entonces despojado de la ropa del monasterio y despídaselo. 29 Pero aquella petición suya que el abad tomó de sobre el altar, no se le devuelva, sino guárdese en el monasterio. 

Este capítulo, seguramente que lo tenemos todos bien presente; durante los primeros tiempos de vida monástica ha sido motivo de lectura frecuente. Conviene que no lo olvidemos, que hagamos de tanto en cuanto alguna lectura del mismo, como si fuéramos a las fuentes de nuestra vocación.

Ciertamente, es un capítulo rico con dos protagonistas principales. El primero es aquel que va por primera vez al monasterio para hacerse monje, y el segundo es la comunidad en su servicio de acogida. Un guion de lectura del papel de estos dos protagonistas nos lo proporcionan los verbos utilizados.

Primero de todo, quien cree que está llamado a la vida monástica es necesario que se presente a la puerta del monasterio y llame. Está claro que no se trata de buscar vocaciones en lugares alejados, sino que siendo Dios el que llama a cada uno, quien se siente llamado busca el monasterio y pide ingresar en él. Desde el momento en que le abren la puerta, después de varios días de espera, el postulante, que pide el ingreso, inicia todo un proceso, no fácil, ni breve. Uno de los verbos más empleados por san Benito en este capítulo, referido al candidato, es perseverar. Todos tenemos presente que en nuestros tiempos la perseverancia no es una virtud muy común. Más bien, en nuestra sociedad, abandonar pronto un camino (cf RB Prólogo) es más común que no el perseverar. Lo podemos constatar en el alto índice de parejas que se rompen, así como también en la inestabilidad laboral, o en otros espacios sociales. Esto ha llevado a hablar sobre la posibilidad de un monaquismo temporal. Es un tema que suele aparecer en conversaciones informales de superiores, pero sin que haya cuajado hasta ahora en un planteamiento serio de tema. Seguramente, si el monaquismo viniese a ser temporal, se perdería un elemento, no importante sino fundamental en toda vida monástica, como es la ofrenda de la vida a Dios, que no puede ser, no debe ser, sino total. 

Porque toda vocación, sea a la vida consagrada, sea a la vida matrimonial, es fruto del amor y éste no puede ser limitado en el tiempo, no puede tener fecha de caducidad, sino más bien debe ser como un cheque en blanco. La realidad, en ocasiones, es otra.

Todo tenemos presente, o sabemos de monjes que dan por acabada su vida monástica, para incorporarse a la vida laical, o a un presbiterio diocesano, o a comunidades más a la medida, con un grupo más afín. Todo ello, opciones que pueden ser muy respetables, pero ya no son como aquella primera a la vida monástica comunitaria que iniciaron movidos por la llamada y el amor a Dios.

Hoy, recurrir al símil matrimonial, o al enamoramiento, ya no es un buen recurso para compararlo a nuestra vida que, a pesar de los evidentes altos y bajos de la existencia, tiene una vocación de perdurar hasta la muerte.

Hoy el amor, o lo que se cree o se dice que es el amor, dura lo que dura, y va cuando va. Cuando yo era pequeño, si me permitís la frivolidad, uno de los famosos monólogos del humorista Juan Capri, hablaba del matrimonio; era un tiempo en que no había divorcio en España. En un momento dado decía sobre el supuesto matrimonio: “el amor se marcha, pero ella se queda; en todo caso que marchen los dos”. El amor se puede perder con facilidad si no lo cuidamos. Como dice san León Magno: “El que ama Dios, con agradarle es suficiente, porque la recompensa más grande que podemos desear es el mismo amor; el amor, en efecto, viene de Dios, de manera que Dios mismo es amor” (Sermón 92,1-2)

Perseverar, persistir, mantener la promesa, reflexionarlo mucho, cumplir lo que le mandan, son acciones que llevan para san Benito a cumplir, prometer, ligarse hasta llegar a escribir con la propia mano la cédula de profesión y depositarla sobre el altar, como una ofrenda de nuestra propia vida, no de una parte o un tiempo parcial. San Benito acaba el capítulo haciendo dos fuertes afirmaciones: la primera, lo que significa la postración delante de cada miembro de la comunidad de quien se incorpora, y el acogimiento que este gesto representa; la segunda, ciertamente dura, la que nos dice que el monje ya no tendrá potestad ni sobre su propio cuerpo.

El proceso no lo hace sólo quien se presenta a la puerta del monasterio, sino que también lo hace la comunidad, que no puede admitir fácilmente, que debe estar vigilante con atención a quien pide el ingreso; que le `pide conocer bien la Regla, que le debe mandar acciones a realizar,, que debe preocuparse si busca a Dios de verdad, si es celoso por el Oficio divino, por la obediencia  y las humillaciones, y dándole a conocer aspectos duros de la vida comunitaria. Si persevera y acaba el camino iniciado la comunidad le recibe y ora por él, y si deseaba, después, marchar y abandonar el monasterio le pide devolver al hábito y le retorna sus vestidos con los que llegó al monasterio, pero guardando la cédula depositada sobre el altar en la profesión, porque lo que se da a Dios no se puede obviar en la memoria. Le quita lo aparente y accesorio y conserva en el archivo del monasterio lo que es fundamental, la promesa escrita con su propia mano.

Este capítulo tiene una vinculación muy directa con el Prólogo, al concretar el proceso de admisión de aquel que renunciando a la propia voluntad, para militar para el Cristo Señor, el Rey verdadero, quiere tomar las fortísimas y espléndidas armas de la obediencia (Cf RB, Prólogo 3).

A lo largo de esta semana hemos escuchado en la Eucaristía parte de la primera carta de Pablo a los Corintios. Este texto nos puede recordar que también en la vida monástica los ancianos, como buenos arquitectos, con la gracia que Dios les otorga, nos han puesto los fundamentos de la vida monástica, pero que somos cada uno de nosotros los que construimos encima, sobre ello; por eso hemos de mirar bien cómo y con qué material construimos. El único fundamento es Jesucristo, a cuyo amor no debemos anteponer nada (cf RB 4,21). Nadie puede poner otro fundamento fuera de él. Pues no venimos al monasterio a hacer otra cosa, sino a buscarlo a él, siendo de verdad celosos por el Oficio divino, por la obediencia, por las humillaciones. Sobre este fundamento, Cristo, podemos construir con el oro de la perseverancia, con la plata de la persistencia y con las piedras preciosas de la observancia de una vida de plegaria, trabajo y contacto con la Palabra. Pero también podemos construir con la madera del incumplimiento de la Regla, con la hierba seca de la pereza, o con la paja de la murmuración tantas veces recordadas por san Benito como el peor de los males. Sea como sea, como dice el Apóstol “ya se verá qué vale la obra de cada uno; el día del juicio quedará en evidencia porque se manifestará… y se comprobará el valor de cada obra. Si la obra resiste, quien la construyó recibirá la recompensa, mientras que si se quema, sufrirá la perdida, aunque él se salvará, pero como quien escapa muy justo del fuego” (1Cor 3,13-14).

“Aquello que uno siembre, es lo que recogerá, y tal como sea el trabajo de cada uno será su ganancia; y donde ponga su deleite el corazón, allí queda obligada su solicitud. Pero atendiendo a que son muchas las especies de riquezas y diversos los objetos de placer, el tesoro de cada uno viene determinado por la tendencia de su deseo; y si este deseo se limita a los bienes terrenos, no encontrará en ella la felicidad sino el desencanto. En cambio, los que ponen el corazón en las cosas del cielo y no en las de la tierra, y su atención está puesta en las cosas eternas, no en las caducas, alcanzarán una riqueza incorruptible y escondida” nos enseña san León Magno (Sermón 92,1-2).

Hemos venido al monasterio para ser servidores de Cristo, y lo único que se espera de nosotros es que seamos fieles, que no nos engañemos a nosotros mismos, que no nos tengamos por sabios “porque a los ojos de Dios la sabiduría de este mundo es un absurdo” (1Cor 3,19). Nosotros, si nuestros espíritus son de Dios, hemos de buscar ser de Cristo, porque Cristo es de Dios, a quien hemos venido a buscar de verdad.