CAPÍTULO 2
COMO DEBE SER EL ABAD
COMO DEBE SER EL ABAD
1 Un abad digno de presidir un monasterio debe
acordarse siempre de cómo se lo llama, y llenar con obras el nombre de
superior. 2 Se cree, en efecto, que hace las veces de Cristo en el
monasterio, puesto que se lo llama con ese nombre, 3 según lo que
dice el Apóstol: "Recibieron el espíritu de adopción de hijos, por el cual
clamamos: Abba, Padre". 4 Por lo tanto, el abad no debe enseñar,
establecer o mandar nada que se aparte del precepto del Señor, 5
sino que su mandato y su doctrina deben difundir el fermento de la justicia
divina en las almas de los discípulos. 6 Recuerde siempre el abad
que se le pedirá cuenta en el tremendo juicio de Dios de estas dos cosas: de su
doctrina, y de la obediencia de sus discípulos. 7 Y sepa el abad que
el pastor será el culpable del detrimento que el Padre de familias encuentre en
sus ovejas. 8 Pero si usa toda su diligencia de pastor con el rebaño
inquieto y desobediente, y emplea todos sus cuidados para corregir su mal
comportamiento, 9 este pastor será absuelto en el juicio del Señor,
y podrá decir con el Profeta: "No escondí tu justicia en mi corazón;
manifesté tu verdad y tu salvación, pero ellos, desdeñándome, me
despreciaron". 10 Y entonces, por fin, la muerte misma sea el
castigo de las ovejas desobedientes encomendadas a su cuidado.
El abad actúa, en efecto, en lugar de Cristo en el monasterio. ¿Cómo hacerlo? Escuchando la voz de Dios. Dios nos habla. Ciertamente así lo creemos; pero es preciso saber cuándo nos habla, a través de quien, qué nos dice realmente… Hoy, san Benito nos dice que en cualquier caso, si lo hace por medio del abad, lo que éste diga o enseñe no debe ser nada al margen del precepto del Señor, que debe ser siempre algo que responda a los mandamientos y a la doctrina, a fin de difundir la justicia divina… Por tanto, el abad ha de tener en cuenta no mandar o establecer nada al margen del precepto del Señor, recordando siempre que todo lo que el Señor encuentre de menos por culpa suya en el provecho de los otros le será imputado.
¿Dónde
sacar los preceptos del Señor? Dios nos habla, y lo hace por medio de su
Palabra, o a través de los demás, en la vida cotidiana. Y escucharlo nos pide
toda la diligencia para obedecer su voz. A veces nos cuesta distinguir entre
nuestros deseos y los del Señor y surge la tentación de ahogar la voz de Dios
con la nuestra, interpretar nuestros deseos como la voz del Señor.
Paralelamente, cuando surgen contratiempos para hacer lo que nos place,
tendemos a interpretar como barreras para cumplir la voluntad de Dios.
San Juan
Crisóstomo escribe: “que todas nuestras
obras, como si estuvieran aliñadas con la sal del amor de Dios, se conviertan
en un alimento agradable al Señor. Pero solamente podremos gozar perpetuamente
de la abundancia que viene de Dios si le dedicamos mucho tiempo” (Hom 6).
Si le dedicamos más tiempo que a nuestras cosas personales, si no hacemos
acepción de personas, si no anteponemos nada a Cristo, y ponemos nuestra mirada
en la vida eterna,
Nuestras
comunidades están afectadas por la enfermedad del individualismo, lo cual, como
apunta Aquinata Bockman, no ayuda a desarrollar un sentido de responsabilidad
comunitaria. El individualismo nos lleva a levantar barreras a la voluntad de
Dios. El rugido de nuestra voluntad, de nuestro capricho, ahoga la voz del
Señor, que se manifiesta más en el silencio que en grandes manifestaciones,
como nos sugiere el episodio de Elías en el monte:
«El Señor le dijo: “Sal y quédate de pie en la montaña, delante del
Señor”. Y en ese momento el Señor pasaba. Sopló un viento huracanado que partía
las montañas y resquebrajaba las rocas delante del Señor. Pero el Señor no
estaba en el viento. Después del viento, hubo un terremoto. Pero el Señor no
estaba en el terremoto. 12 Después del terremoto, se
encendió un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se
oyó el rumor de una brisa suave. 13 Al oírla, Elías se
cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la
gruta.» (1 Re, 19,11-13)
Delante de
Dios puede haber un viento huracanado y violento que rompa las rocas, el
huracán del menosprecio de los otros, un sentimiento que haga inviable la
escucha; podemos llegar a atribuir a los otros todo lo malo que nos sucede,
como si fuera un ataque; incluso llegar a creer que el mundo se ha aliado
contra nosotros… Este huracán nos impide escuchar al Señor, porque crea una
actitud de rechazo que se resuelve en distancia. Un corazón disgustado contra
los otros, movido por el rencor; si no lo eliminamos, se puede convertir en
algo que acabe siendo negativo para nuestra vida monástica, e incluso afectar a
nuestra salud física y psicológica. Es cuando llegamos a decir: “así no puedo
vivir”, pues en el nuestro interior se está moviendo constantemente la semilla
del rechazo. Quizás, lo que realmente sucede es un exceso de orgullo, un exceso
de amor propio, un exceso de amor hacia nuestros méritos que nos hacer creernos
superiores o no necesitados de los demás. Una condición necesaria para escuchar
la voz de Dios es tener un corazón reconciliado (Mt 5,24
Delante de
Dios puede despertarse el terremoto de la envidia, que nos lleva a no pensar y
hablar bien de nadie, que desconozcamos la imagen de Dios en los demás, y de
los propios talentos recibidos, que nos llevan a negar la acción de Dios en
nuestra propia vida. Entonces, surge el ruido del miedo, de la inseguridad, de
la falta de confianza en los demás, en nosotros mismos y en Dios; creemos que
no importamos nada a nadie. Es el terremoto de las preocupaciones que absorben
toda nuestra atención, porque las preocupaciones generan inquietud, y entonces
nos sentimos débiles, impotentes.
Delante de
Dios puede haber el fuego de la vanidad, de la inclinación a acomodarnos a lo
que tenemos, lo que nos impide salir de nosotros e ir al encuentro de los otros
y al encuentro de Dios. Se podrían añadir las brasas del propio pasado
personal, de las heridas que hemos ido recibiendo en la vida y que hemos curado
con el perdón; un fuego en el que también nos podemos sentir culpables de los
errores del pasado y venir a caer en la inquietud interior.
El
verdadero padre de la comunidad es el Señor, aquel que fue enviado para hacerse
hombre como nosotros, que nos llama a la comunidad, concebida como un rebaño de
ovejas, según la imagen bíblica. En la comunidad hay un abad que no actúa en
nombre propio, sino de Cristo. Por eso, un día tendrá que responder de su
administración, dar cuentas de las deficiencias halladas en las ovejas. San
Benito busca atenuar esta responsabilidad, diciendo que el pastor será
responsable de las faltas de la comunidad si no ha enseñado con valentía el
camino de la justicia y de la salvación, si no ha escuchado la voz del Señor,
si no la sabido interpretar.
Es una
pregunta que nos podemos hacer a menudo: cómo reconocer la voz, la voluntad del
Señor en el día a día de nuestra existencia; cómo saber si el abad, en lo que
dijo e hizo, porque no puede decir sin hacer, es realmente interpretación de la
voluntad del Señor.
San Benito
marca como pautas la recta doctrina y los mandamientos; y unos objetivos que no
debe callar que es donar a conocer la verdad de la salvación de Dios. Ojalá que
cada uno seamos capaces de reconocer la voz de Dios en la trama cotidiana de
nuestra existencia, en la plegaria comunitaria y personal, y así salgamos de la
cueva de nuestro individualismo, y, conscientes de nuestras deficiencias, permanezcamos
atentos a Su voz.
Escribe
también san Juan Crisóstomo: “Cuando
quieras reconstruir en ti aquella casa que Dios se edifica en el primer hombre,
adornada con la modestia y la humildad hazte resplandeciente con la luz de la
justicia; cuida tu persona de hacer buenas obras, embellécela con tu fe y la
grandeza de espíritu, como si fueran muros y piedras; y encima de todo, como
quien coloca la cúspide para coronar el edificio, coloca la plegaria, para
preparar para Dios una casa perfecta donde poder recibirlo, como si fuera una
mansión regia y espléndida, ya que por la gracia de Dios, es como si poseyeras
la misma imagen de Dios colocada en el templo de tu alma” (Homilía 6)