domingo, 30 de diciembre de 2018

PRÓLOGO 21-38


PRÓLOGO 21-38

Ciñéndonos, pues, nuestra cintura con la fe y la observancia de las buenas obras, sigamos por sus caminos, llevando como guía el Evangelio, para que merezcamos ver a Aquel que nos llamó a su reino. 22Si deseamos habitar en el tabernáculo de este reino, hemos de saber que nunca podremos llegar allá a no ser que vayamos corriendo con las buenas obras. 23Pero preguntemos al Señor como el profeta, diciéndole: 24Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y descansar en tu monte santo?, 25Escuchemos, hermanos, lo que el Señor nos responde a esta pregunta y cómo nos muestra el camino hacia esta morada, diciéndonos: 26«Aquél que anda sin pecado y practica la justicia; 27el que habla con sinceridad en su corazón y no engaña con su lengua; 28el que no le hace mal a su prójimo ni presta oídos a infamias contra su semejante». 29Aquel que, cuando el malo, que es el diablo, le sugiere alguna cosa, inmediatamente le rechaza a él y a su sugerencia lejos de su corazón, «los reduce a la nada», y, agarrando sus pensamientos, los estrella contra Cristo. 30Los que así proceden son los temerosos del Señor, y por eso no se inflan de soberbia por la rectitud de su comportamiento, antes bien, porque saben que no pueden realizar nada por sí mismos, sino por el Señor, 31proclaman su grandeza, diciendo lo mismo que el profeta: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre, da la gloria», al igual que el apóstol Pablo, quien tampoco se atribuyó a sí mismo éxito alguno de su predicación cuando decía: «Por la gracia de Dios soy lo que soy». 32Y también afirma en otra ocasión: «E1 que presume, que presuma del Señor». 33Por eso dice el Señor en su evangelio: «Todo aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra, se parece al hombre sensato, que edificó su casa sobre la roca. 34Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca». 35Al terminar sus palabras, espera el Señor que cada día le respondamos con nuestras obras a sus santas exhortaciones. 36Pues para eso se nos conceden como tregua los días de nuestra vida, para enmendarnos de nuestros males, 37según nos dice el Apóstol: «¿No te das cuenta de que la paciencia de Dios te está empujando a la penitencia?» 38Efectivamente, el Señor te dice con su inagotable benignidad: «No quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva».

Estamos en el centro del Prólogo. Los dos primeros versos vienen a ser una especie de resumen de todo el Prólogo. San Benito nos dice que nuestra vida ha de girar alrededor de Cristo, con el objetivo de llegar a su Reino, con la guía del Evangelio, y las armas de la fe y la observancia, para merecer de contemplar Aquel que nos ha llamado a la vida monástica. Es Cristo quien nos llama a participar en su Reino, pero no tenemos por adelante una garantía, sino que necesitamos correr con las buenas obras, y no perdernos con una actitud perezosa. Este camino debemos hacerlo corriendo, sin culpa, practicando la justicia, rechazando al maligno, estampando nuestros pensamientos, así que apuntan, contra el Cristo. Todo lo que se opone no es de Cristo, podemos creerlo favorable a corto término, pero no se corresponde con lo que hemos venido a hacer, sino que sería fruto de nuestro egoísmo y debilidad.

La imagen del camino recorre todo el texto del Prólogo. Corremos en tanto que tenemos la luz de la vida, y corremos con las buenas obras, en el deseo de llegar a la meta; lo hacemos con la dulzura de su amor, sabiendo que Dios es paciente y misericordioso, una misericordia de la cual no debemos desesperar nunca, y que nos empuja siempre al arrepentimiento. El Señor no quiere nuestra muerte, sino nuestra conversión y preservarnos la vida. Por esto debemos fundamentar bien nuestra fe a través de la Palabra de Dios, rumiarla, y responder con hechos, no sabiendo cuando será el final del camino. “Nulla die sine línea” decían los antiguos latinos. Ningún día debe estar ausente el propósito de las buenas obras.

San Benito nos da un consejo bien concreto de decir la verdad desde el fondo del corazón y no engañar con la lengua, no hacer mal al prójimo, ni admitir ningún ultraje contra él. 

El Papa Francisco en su libro interviú sobre la vida consagrada viene a decir que, muchas veces, en la vida comunitaria es necesario morderse la lengua. Para él, éste es un consejo ascético de los más fecundos para una vida comunitaria. Antes de hablar mal de otro deberíamos mordernos la lengua. Quizás algunos ya la tendrían mal o hecha trozos, porque esta tentación de hablar en exceso y hablar mal del otro nos asalta muchas veces a lo largo del día, y hace que muchos caigan. (Cfr  La fuerza de la vocación, p. 72) Quizás, en el fondo, una de las razones que nos arrastran a caer sea otra de las llamadas que nos hace san Benito, que es la de que no nos vanagloriemos de la buena observancia, si la tenemos, que no nos vanagloriemos, porque hemos de considerar que todo aquello que hacemos bien viene de Dios, porque nosotros no somos capaces si no dejamos actuar al Señor en nuestros corazones. Como dice el Papa: “nos hace bien saber que no somos el Mesías. Este tipo de “salvadores”, nos hacen desconfiar. Esta no es la fecundidad del Evangelio. Cuando hay triunfalismo, Jesús está ausente” (cfr La fuerza de la vocación, p.56).

La fe, la práctica de las buenas obras y el evangelio son los tres pilares sobre los cuales el monje construye su vocación, como el hombre sensato del evangelio que edifica sobre la roca. El evangelio nos mueve a imitar la manera de vivir del Señor, y al acercarnos a él descubrimos cómo debemos vivir, sean las que sean nuestras limitaciones. Lo importante es que debemos llevar una vida digna de la manera de vida del Señor. Entonces los vientos, las tentaciones, las pruebas y los momentos de crisis no podrán derrumbar nuestra vida monástica; quizás la debilitaran, pero siempre podremos volver a recuperarnos con la ayuda de Dios, estando firmes los fundamentos. La Regla tiene un carácter evangélico, nos hace un buen retrato de la vida evangélica vivida en plenitud, siendo su papel no remplazar al evangelio sino orientarnos hacia él y ayudarnos a entender sus exigencias; viene a ser como una especie de manual del evangelio que ha de ser siempre nuestra hoja de ruta.
San Benito pone como modelo al apóstol san Pablo y su idea central de que somos lo que somos por la gracia de Dios. No todo lo tenemos ganado con un buen fundamento, pero sí tenemos la posibilidad de avanzar con más tranquilidad, y más confiados aprovecharemos nuestra vida para corregirnos y mejorar.

Perseverar en la practica de “las tres P” que nos propone el Papa Francisco: la pobreza, la plegaria y la paciencia. Una pobreza tanto física como moral, alejada del triunfalismo, de la vanagloria, glorificando a Dios y no a nosotros mismos. Una plegaria verdadera, comunitaria y litúrgica, pero también personal, como nos exhorta san Pablo VI en una lectura de maitines. La oración personal solo es contemplada por Dios; ponernos delante de Dios, sentir la necesitad de él, humildemente sentirnos pecadores y saber que el Señor es bueno. Y la paciencia, la virtud que san Benito afirma que nos hace participar de los sufrimientos de Cristo, con lo cual ya deja clara su importancia y a la vez la dificultad de su práctica. (cfr. La fuerza de la vocación, p. 57-59).

Como dice la Declaración del Orden del año 2000:

“Nuestra vida no puede tener otra finalidad que Dios, a quien hemos de glorificar en todas las cosas, y a quien hemos de tender como al máximo bien y la suprema felicidad del hombre…. Hemos abrazado la vida monástica movidos por el Espíritu Santo, para dedicarnos de una manera especial, directa y radical a conseguir este fin, de manera que, de hecho, siempre nos dirigimos y somos llevados hacia Dios”, (nº 39)

domingo, 23 de diciembre de 2018

CAPÍTULO 69 NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO

CAPÍTULO 69

NADIE SE ATREVA A DEFENDER
A OTRO EN EL MONASTERIO

Debe evitarse que por ningún motivo se tome un monje la libertad de defender a otro en el monasterio o de constituirse en su protector en cualquier sentido, 2 ni en el caso de que les una cualquier parentesco de consanguinidad. 3 No se permitan los monjes hacer tal cosa en modo alguno, porque podría convertirse en una ocasión de disputas muy graves. 4 El que no cumpla esto será castigado con gran severidad.

San Benito después del capítulo que dedica a comentar sobre cuando se nos piden cosas imposibles, en los dos siguientes, que tienen una unidad temática comenta acerca de no tomarse la libertad de defender o golpear a otros.

El texto nos pone en guardia contra el nepotismo y las relaciones exclusivas o privilegiadas, en las que uno puede venir a manifestarse como abogado, protector o detractor de otro, contribuyendo, de esta manera a sembrar la división. Venimos al monasterio para buscar a Dios en comunidad, no para mostrarnos como padres, hermanos gemelos, abuelos… de nadie de la comunidad, ya que eso sería arrogarnos una superioridad sobre otro que no nos corresponde. Como dice el Papa Francisco, “no podemos entrar en la vida monástica buscando una simple realización de nosotros mismos. La pureza de intención básica es esencial. Es preciso estar bien despiertos, para que no sucedan cosas de las cuales después nos podemos lamentar” (Cfr La fuerza de la vocación, pag. 48-49)

San Benito utiliza aquí el verbo latino “praesumere”, que se podría traducir como “ponerse por encima”. O bien anticiparse de manera presuntuosa. Para el pare Benoit no hay nada más funesto para la buena marcha de una comunidad que esta actitud, ya que se trata de una amistad entendida de una manera inversa a como nos hablan Agustín, Aristóteles, Platón, Pitágoras o Elredo, y que viene a ser todo lo contrario a la humildad y la obediencia, que deben guiar nuestra vida. San Benito utiliza el verbo “praesumere” cerca de treinta veces a lo largo de toda la Regla. Habitualmente, para decirnos que no nos arroguemos el derecho a una determinada acción o pensamiento. Tanta insistencia nos muestra con claridad la prevención de san Benito ante esta actitud.

Para Dom Guillermo, abad de Mont des Cats, podemos hablar legítimamente de una sana capacidad de indignación, propia de todo ser humano, ante la injusticia. La misma Escritura nos habla claramente de la defensa del justo cuando, por citar tan solo un ejemplo, el salmista nos dice: “Hacedme justicia, Señor, defiende mi causa contra la gente infiel, líbrame del hombre perverso y traidor” (Sal 43,1).

El mismo Jesús es el primero en rebelarse contra los que preparan cargas insoportables, y las colocan sobre las espaldas de otros, mientras ellos no mueven ni un dedo (Cfr Mt 23,4).

En el corazón del cristianismo, procedente del mismo evangelio, hay una resistencia a la injusticia, a la opresión, a la falsedad; una resistencia que pide coraje y la donación de si mismo. Es algo que también es necesario en la vida monástica. Lejos de abstenernos de esta indignación, más bien debemos perfeccionarla y desarrollarla en su sentido justo.

San Benito sabe bien que cuando nos pasa por la cabeza defender a un hermano, a menudo es por nuestro propio interés, por defender nuestra opinión personal, y nuestra relación particular con él. El coraje que nos pide san Benito no es para defender las pequeñas causas particulares, sino para amar la verdad, siguiendo el ejemplo de Cristo. Un coraje que precisa de una gran lucidez para discernir sobre lo que realmente nos mueve en lo íntimo de nosotros.

En el fondo de este capítulo y por oposición en el siguiente, san Benito nos habla de una cuestión delicada que es el rol, la afectividad de nuestra vida, porque como en todo, con la inteligencia o con el cuerpo, la afectividad marca nuestro comportamiento, nuestra manera de percibir la realidad, nuestro juicio, y nos puede llevar a trabajar en un sentido positivo o negativo.

El otro, el prójimo, es a menudo el espejo de nuestras propias debilidades, tanto físicas como morales, nuestras fragilidades, nuestros miedos y frustraciones, pero también, no hay que olvidarlo, de lo que tenemos dentro de sano y valioso.

En nuestro camino como creyentes, como monjes, no debemos olvidar que necesitamos poner en orden y serenidad en todo aquello que hay de oscuro e inconsciente en nuestra afectividad, en nuestras emociones. Es un camino de conversión permanente, un camino que cada uno debe recorrer de manera personal, y solamente podremos realizarlo mediante la ascesis monástica y dejando actuar la gracia de Dios en nosotros.

Nuestra particular manera de vivir la fe, la llamada de Dios a vivir en comunidad, nos puede ayudar y no ser impedimento, si sabemos aceptar las exigencias y los contratiempos tal como nos invita san Benito: tomando distancia para poder analizar críticamente nuestras emociones e inhibiciones, para descubrir el camino de libertad que nos ofrece la Regla.

Dice el Papa Francisco: “los conflictos son parte intrínseca de la realidad. No hay razón alguna para negarlos. Eso, sí:  caminemos para superarlos. Esto es lo importante: caminar, siempre caminar hacia adelante” (La fuerza de la vocación, p.29).

Una comunidad monástica no está fundada sobra lazos de parentesco, lazos de amistad o pertenencia a un determinado grupo social o étnico, sino sobre la pertenencia a Cristo. Cada uno de nosotros pertenece a Cristo a título individual y toda la comunidad le pertenece a título colectivo. Esto es lo que ha de ayudarnos a superar las fronteras humanas y liberarnos de los egoísmos personales o de grupos. Si olvidamos esto que en definitiva no es sino aquello de “anteponer nada a Cristo que nos ha de llevar juntos a la vida eterna” (cf. RB 72,12) olvidamos el verdadero sentido de la vida monástica.
Como responde el Papa cuando nos habla de la vida consagrada: “hemos de vivir sin perder nunca de vista por Quien me he comprometido. La presencia de Jesús lo es todo. Aquí reside la fuerza de la vocación consagrada. Una vida consagrada donde Jesús no esté presente con su Palabra, con el evangelio, con su inspiración… no funciona. Sin la pasión enamorada por Jesús, no hay un futuro posible para la vida consagrada” (La fuerza de la vocación, p.36)
                        


domingo, 16 de diciembre de 2018

CAPÍTULO 62 LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO

CAPÍTULO 62

LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO

Si algún abad desea que le ordenen un sacerdote o un diácono, elija de entre sus monjes a quien sea digno de ejercer el sacerdocio. 2 Pero el que reciba ese sacramento rehuya la altivez y la soberbia, 3 y no tenga la osadía de hacer nada, sino lo que le mande el abad, consciente de que ha de estar sometido mucho más a la observancia de la regla.4 No eche en olvido la obediencia a la regla con el pretexto de su sacerdocio, pues por eso mismo ha de avanzar más y más hacia Dios. 5 Ocupará siempre el lugar que le corresponde por su entrada en el monasterio, 6 a no ser cuando ejerce el ministerio del altar o si la deliberación de la comunidad y la voluntad del abad determinan darle un grado superior en atención a sus méritos. 7 Recuerde, sin embargo, que ha de observar lo establecido por la regla con relación a los decanos y a los prepósitos. 8 Pero si se atreviere a obrar de otro modo, no se le juzgue como sacerdote, sino como rebelde. 9 Y si advertido muchas veces no se corrigiere, se tomará como testigo al propio obispo. 10 En caso de que ni aun así se enmendare, siendo cada vez más notorias sus culpas, expúlsenlo del monasterio, 11 si en realidad su contumacia es tal, que no quiera someterse y obedecer a la regla.

Al abad corresponde pedir que le ordenen un sacerdote o un diácono, y elegir uno digno de entre los monjes. Al ordenado le corresponde evitar la vanagloria y el orgullo, no atreverse a hacer nada que no le mande el abad, saber que tiene que estar más sujeto a la observancia regular, no olvidar la obediencia a la Regla, avanzar hacia Dios, ocupar el lugar que le corresponde por su entrada en el monasterio y saber que debe observar la norma establecida para los decanos, es decir, ser de buena reputación, vida santa, y no llenarse de orgullo (cfr RB 21). Si todo esto no cumple debe ser juzgado como rebelde y si no atiende a las amonestaciones debe ser expulsado del monasterio.

No lo pone fácil san Benito, y es que, para él, el sacerdocio no es intrínseco al monaquismo. Su modelo es un monaquismo laical, y seguramente que solamente obligado por la necesidad, ante dificultades que debería representar el servicio de un presbítero a la comunidad fuera de ésta, admite que se ordene a alguno de la comunidad para este servicio.

Quizás pudo influir también la voluntad de que los monasterios fuesen jurídicamente autónomos dentro de las diócesis, y que sus sacerdotes estuvieran solamente ligados a la comunidad para este servicio.

San Benito, todavía lo pone más difícil cuando se trata de algún sacerdote que desea entrar en el monasterio, pues no ve claro su encaje en el mismo, como dice el capítulo LX.

En el capítulo dedicado a los sacerdotes del monasterio, san Benito considera estos desde dos puntos de vista: el primero es el riesgo que puede suponer la condición de presbítero para su vida de monje. El segundo es la dignidad, considerando el sacerdocio como una llamada al servicio de la comunidad que permita evitar los riesgos y “avanzar progresivamente hacia Dios”. El reto es vivir las dos dimensiones, presbiteral y monástica, en una única vocación de manera armónica y provechosa; que la vida de monje alimente el ministerio sacerdotal, y el sacerdocio la vida monástica, en palabras del obispo emérito Juan María Uriarte.

Escribía el abad Mauro Esteva que la misma existencia de muchos artículos y reflexiones alrededor del sacerdocio en la vida monástica, implica ya que existe un problema. El mismo Papa san Pablo VI en plena discusión de tema de retorno de la vida monástica a sus raíces según la pauta del Vaticano II dirigiéndose a los superiores mayores decía:

“En el monaquismo y, en este caso, incluso si el monje era ordenado, éste no estaba destinado a ejercer un servicio pastoral… por ello la realización del monacato sin el sacerdocio no se debe ver como una desviación, por el hecho de que durante siglos en Occidente la mayoría de los monjes era ordenados sacerdotes. Tampoco se ha de tomar como una norma general llamar a los monjes al sacerdocio según las necesidades del ministerio pastoral en el interior y exterior del monasterio. Si el monaquismo se ha asociado con el sacerdocio esto sucede por la percepción de la armonía entre la consagración religiosa y la sacerdotal. La unión en la misma persona de la consagración religiosa, que ofrece todo a Dios, y el carácter sacerdotal, la configura de manera especial a Cristo, que es sacerdote a la vez que víctima” (18 Noviembre de 1966)

Ya en el año 1959, unos años antes del Vaticano II, en un congreso sobre la vida monástica celebrado en Roma se planteaba la pregunta: ¿Tiene sentido que un monje sea presbítero, si el monje ya es una forma de vida completa y suficiente en sí misma? ¿Es compatible una y otra cosa?

El abad Mauro Esteva en su tesis presentada el año 1969 en el Pontificio Instituto de san Anselmo, destacaba sobre el tema dos posturas fundamentales: una más a favor de la ordenación de los monjes, que no considera incompatible con la vida monástica, y la postura más favorable a mantener el sentido laical de las comunidades monásticas.

Por razones históricas se había producido un movimiento de clericalización en las comunidades monásticas masculinas, que había venid a ser excesiva para algunos, como una desviación respecto al origen del monacato. Pero en este tema siempre surge la duda razonable, ya que la mayor parte de los estudios han sido hechos por monjes que son presbíteros.

Ciertamente, la vida del monje es suficiente por sí misma y la vida de una comunidad monástica, por si misma, no es ni laical ni clerical, aunque nuestro Orden es clerical. Nuestras Constituciones solo exigen el sacerdocio para el abad y el maestro de novicios, lo que es todo un síntoma. Cabe que, si el abad lo cree oportuno, haya alguien que desee vivir la vocación monástica como ministro ordenado. Ambas vocaciones son compatibles, pero también es cierto que, a veces, un excesivo número de ordenados sacerdotes en una comunidad puede dar la impresión de que monje y presbítero son sinónimos; o ser monje en espera de ser presbítero, creyendo que de lo contrario se es monje de segunda fila. En este sentido todavía se recuerda la concepción previa al Vaticano II de monjes de coro y hermanos legos, cuya selección procedía de los criterios arbitrarios de los superiores.

El problema no es el de presbítero, sino la actitud ante el sacerdocio, cuando apreciando una superioridad con expresiones como “es que yo soy padre”, se quiere atribuir una autoridad mayor, faltando así a la Regla, al mismo Concilio Vaticano II y al Evangelio. También estaría en el error quien piensa, que otro monje como él, pero presbítero, es superior. Todos somos monjes, todos iguales. La única distinción es la que viene a hacer san Benito en el capítulo IV, donde escribe: “el bien que veo en él, lo atribuya a Dios, no a él mismo” (RB 4,42) o “no querer que le digan santo antes de serlo, sino serlo primero, para que se lo puedan decir en verdad” (RB 4,62). Si pensamos o decimos que somos mejores que otro, ya no somos dignos, para que valga lo que está escrito: “Amigo, ¿qué has venido a hacer?” (RB 60,3)
En esta carrera no hay tantos ministerios, ni edades ni tiempos de vida monástica sacerdotal o religiosa, como los instrumentos de trabajo espiritual, que si los hacemos servir, sin dejarlos nunca y los devolvemos el día del juicio el Señor nos recompensará (cfr 4, 75-76).

En esta línea en el libro entrevista con el Papa Francisco sobre la vida consagrada éste dice: “Hay un clericalismo que se manifiesta en las personas que viven como segregados, mal segregados. Son aquellos que viven con un talante de aristócratas ante los demás. El clericalismo es una aristocracia. Se puede ser clerical incluso siendo un hermano consagrado… Cuando hay clericalismo, aristocratismo, elitismo, entonces no hay pueblo de Dios” (La fuerza de la vocación, p.61-62)

Nuestra vocación es la de ser monjes, un servicio digno, sacramental, a la comunidad. No venimos al monasterio para ser presbíteros, abades, priores, cantores…, venimos para ser monjes, o, mejor, para avanzar cada día un poco más en nuestro camino de ser monjes configurados con Cristo y siguiendo la Regla, con la que nos hemos comprometido a vivir. Asimismo, nuestra formación nos debe ayudar, fundamentalmente, en nuestra vida de monjes y de presbíteros. El sacerdocio o el diaconado obligan más a llevar la vida de monjes con regularidad y fidelidad a la plegaria, al trabajo, a la lectio; obedientes y entregados al servicio de la comunidad; pues si olvidamos todos esto venimos a ser monjes en falso y empezamos a murmurar de los demás, o incluso ocupando nuestra mente y nuestra boca, y  ensuciando nuestra alma, para suceder entonces de no ver bien lo que hacen nuestros hermanos, cuando todo ello viene a mostrar que no llevamos bien nuestra vida espiritual y hacemos daño a la comunidad.

Como dice el Papa en el libro mencionado:
“que la vida de comunidad sea verdadera. Cuando se vive de manera hipócrita, entonces, no lo es; se convierte más que en un signo, en un anti-signo. No caigamos nunca en una vida hipócrita en la vida de comunidad” (La fuerza de la vocación, p.71-72) 

Como leemos en Orígenes: “Cuando tu alma se ha dejado dominar por alguna tentación, no es la tentación la que ha convertido en paja, sino que, porque eres paja, es  decir, ligero y sin fe, la tentación ha venido a mostrar tu naturaleza escondida. Cuando, al contrario, la afrontas con coraje, no es la tentación la que te hace fiel y capaz de suportarla: la tentación pone al descubierto a plena luz las virtudes del coraje y de la fuerza que hay en ti, pero que estaban escondida”.

Procuremos ser trigo y no paja que escampa el viento de las tentaciones


domingo, 9 de diciembre de 2018

CAPÍTULO 55 LA ROPA Y EL CALZADO DE LOS HERMANOS


CAPÍTULO 55

LA ROPA Y EL CALZADO DE LOS HERMANOS

Ha de darse a los hermanos la ropa que corresponda a las condiciones y al clima del lugar en que viven, 2 pues en las regiones frías se necesita más que en las templadas. 3 Y es el abad quien ha de tenerlo presente. 4 Nosotros creemos que en los lugares templados les basta a los monjes con una cogulla y una túnica para cada uno – 5 la cogulla lanosa en invierno, y delgada o gastada en verano -, un escapulario para el trabajo, escarpines y zapatos para calzarse. 6 No hagan problema los monjes del color o de la tosquedad de ninguna prenda, porque se adaptarán a lo que se encuentre en la región donde viven o a lo que pueda comprarse más barato. 8 Pero el abad hará que lleven su ropa a la medida, que no sean cortas sus vestimentas, sino ajustadas a quienes las usan. 9 Cuando reciban ropa nueva devolverán siempre la vieja, para guardarla en la ropería y destinarla luego a los pobres. 10 Cada monje puede arreglarse, efectivamente, con dos túnica y dos ogullas, para que pueda cambiarse por la noche y para poder lavarlas. 11 Más de lo indicado sería superfluo y ha de suprimirse. 12 Hágase lo mismo con los escarpines y con todo lo usado cuando reciban algo nuevo. 13 Los que van a salir de viaje recibirán calzones en la ropería y los devolverán, una vez lavados, cuando regresen. 14 Tengan allí cogullas y túnicas un poco mejores que las que se usan de ordinario para entregarlas a los que van de viaje y devuélvanse al regreso. 15 Para las camas baste con una estera, una cubierta, una manta y una almohada. 16 Pero los lechos deben ser inspeccionados con frecuencia por el abad, no sea que se esconda en ellos alguna cosa como propia. 17 Y, si se  encuentra a alguien algo que no haya recibido del abad, será sometido a gravísimo castigo. 18 Por eso, para extirpar de raíz este vicio de la propiedad, dará a cada monje lo que necesite; 19 o sea, cogulla, túnica, escarpines, calzado, ceñidor, cuchillo, estilete, aguja, pañuelo y tablillas; y así se elimina cualquier pretexto de necesidad. 20 Sin embargo, tenga siempre muy presente el abad aquella frase de los Hechos de los Apóstoles: «Se distribuía según lo que necesitaba cada uno». 21 Por tanto, considere también el abad la complexión más débil de los necesitados, pero no la mala voluntad de los envidiosos. 22 Y en todas sus disposiciones piense en la retribución de Dios.

El vestido del monje lo plantea san Benito como algo funcional; la cogulla era una pieza que utilizaba la gente del campo para cubrir sus espaldas y la cabeza, y resguardarse así del frío; el escapulario una indumentaria de trabajo.

También se le puede dar al vestido un sentido simbólico. Así Juan Casiano habla de que la capucha significa la inocencia de los niños; la túnica sin mancha, prestemos atención a la precisión “sin mancha”, que quiere decir limpia, significa separación del mundo; el escapulario el celo por el trabajo, ya que deja las manos libres para realizarlo; las sandalias, la libertad de movimientos ante el mundo; el manto sobre el hábito, la humildad, o el cinturón el control de las pasiones y la renuncia a los placeres de la carne.

Parece que san Benito es más práctico y que la vestimenta que describe no difiere del utilizado por la mayor parte de la población, es decir los siervos, y no los nobles de la Italia del siglo VI. El proceso posterior de diferenciación de los monjes y las monjas a partir del hábito, cuando estas piezas de ropa se fueron abandonando por parte de la población, fueron mantenidas como símbolo de fidelidad a la letra de la Regla y a nuestro compromiso con los principios de simplicidad y austeridad. San Benito no ha hecho suya la mística del hábito elaborada por el monaquismo egipcio; sus normas son simples y elementales, muy prácticas. Parece más bien seguir la idea de la regla de san Agustín que dice:

“No llaméis la atención con vuestra apariencia, ni procurar agradar con vuestra manera de vestir, sino más bien con vuestra forma de comportaros” (RA 19)
Un criterio también compartido por el Papa Celestino I, que a mitad del siglo V escribía:

“Algunos presbíteros, visten mantos y se ciñen la cintura, con la idea de ser fieles a la Escritura, no según el espíritu, sino según la letra. Hemos de diferenciarnos del pueblo por la doctrina, y no por los vestidos, por la conducta y no por el aspecto exterior, por la pureza de corazón y no por la ornamentación” (Celestino, Carta IV)

Un claro ejemplo de simplicidad son los cistercienses. Adoptaron el color blanco, para seguir literalmente la Regla, que prescribe que el hábito ha de ser de tejido sencillo y barato, y no da importancia al color; por ello buscaban lana sin teñir, es decir blanca.

De hecho, no será hasta el siglo XV que aparecerá la tradición de que fue la Virgen María quien se apareció a san Alberico, segundo abad del Cister, entregándole la cogulla blanca, aunque ya en el siglo XIII el abad Adam de Perseigne interpreta el color blanco como una expresión simbólica de la pureza de María.

Hoy, al defender el mantenimiento de un hábito diferente, éste tiene un valor de signo en nuestras culturas contemporáneas. Más bien es un medio de identificación, de testimonio. Algunas comunidades monásticas o religiosas han apostado por el uso de la ropa ordinaria en la vida cotidiana, lo cual puede ser legítimo y en consonancia con el espíritu de la Regla, pero también diluir nuestra identidad. Ciertamente el hábito no hace al monje, pero si que el monje puede hacer al hábito, llenándolo de sentido, y viviendo con coherencia la vida.

Las características más válidas, primarias y tradicionales del hábito monástico son la simplicidad, la pobreza y la modestia. Lo que primero destaca san Benito es la simplicidad. La ropa ha de ser adecuada para cada zona, en correspondencia con el clima pues su primer objetivo es proteger el cuerpo. La segunda cosa importante para san Benito es evitar el espíritu de acumulación, ya que los monjes tenemos cierta tendencia al síndrome de Diógenes. Es fácil acumular calcetines, camisas o calzoncillos y no lanzarlos si no nos sirven, pensando siempre en aquel “por si acaso”, lo cual no sucede nunca. Como bien psicólogo san Benito recuerda al abad su obligación de atender a que todos tengan lo que necesitan y no más, para evitar la acumulación en previsión de penurias que nunca llegan.

San Benito no pierde la oportunidad de una referencia al compartir de la primera comunidad cristiana de Jerusalén, donde todo era común, y donde se distribuía según las necesidades; un igualitarismo asimétrico, ya que para san Benito la igualdad no significa que todos tengan lo mismo, sino que cada uno tenga lo que necesita, y las necesidades pueden ser tanto psicológicas como físicas. Para viajar, san Benito se plantea llevar ropa de una cualidad mejor, que luego debe devolverse. Esta es una actitud de respeto hacia las personas con quienes vamos a relacionarnos.

Algunos monjes prefieren viajar con su ropa monástica, otros, vestidos como todos. Ni siquiera en el mundo hay una norma universal; otros prefieren un vestido civil poco monástico…

Hay buenas razones para cada actitud, pero algo es cierto, y que es importante para san Benito:  lo importante no es aparecer como monje o estar con el temor de aparecer como tal, sino la cuestión es la practicar la máxima simplicidad teniendo en cuenta el contexto social y el clima manteniendo una mínima dignidad.

Como decía el abad Mauro Esteva en la conclusión del curso de formación monástica del año 2003: “La religiosidad y, afortunadamente, lo que consideramos monástico, ha dejado atrás el ideal del monacato solitario, pobre y penitente…, el folklore monástico…, pero es preciso estar atentos ante posibles “revivals” que siempre nos acechan” ( 27 de Septiembre de 2003)