CAPÍTULO
72
DEL
BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES
Si hay un celo malo y
amargo que separa de Dios y con. doce al infierno, 2 hay también un celo bueno
que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Este es el celo
que los monjes deben practicar con el amor más ardiente; es decir: 4 «Se
anticiparán unos a otros en las señales de honor»: 5 Se tolerarán con suma
paciencia sus debilidades tanto físicas como morales. 6 Se emularán en
obedecerse unos a otros. 7 Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más
bien, para los otros. 8 Se entregarán desinteresadamente al amor fraterno. 9
Temerán a Dios con amor. 10 Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. 11 Nada
absolutamente antepondrán a Cristo; 12 y que él nos lleve a todos juntos a la
vida eterna.
“Vuestro celo ha
estimulado a muchos de ellos” escribe san Pablo a los cristianos de Corinto
(2Cor 9,2)
Hay un celo que nace de
la amargura y que, alejando de Dios, acaba por llevar al infierno; es aquel
celo que nace de afectos impropios de la vida de un monje, crea dependencias
interpersonales que están fuera de lugar en una vida comunitaria. Pero el celo,
por sí mismo, no es malo intrínsecamente, pues hay un celo bueno que aleja de
los vicios y lleva a Dios, como vemos en la comunicación de san Pablo a los
corintios. Todo depende de lo que motiva este celo; así mismo, san Pablo,
declara a los filipenses que el celo por su religión le había llevado a él a
perseguir a la Iglesia, pero este no era agradable a los ojos de Dios, no se
centraba en Cristo.
En los textos que nos
propone la liturgia en la solemnidad del Nacimiento de nuestro Señor, aparecen
dos figuras como ejemplo de buen celo: José y María, llamados de distinta
manera al seguimiento de Cristo, a hacer la voluntad del Padre. Pero es Cristo
mismo el modelo de buen celo y de obediencia al hacerse hombre para salvar a los
hombres. El buen celo, como el de José y María, no cae en excesos, no se deriva
del afán de imponer a lo otros el que puede entenderse por perfección,
partiendo desde la falsa sensación de seguridad de creernos haber cumplido todo
deber, ni de ímpetus inconsiderados o violentos, sino del amor de Dios, que es
puro y humilde. San Benito los reduce a tres formas el buen celo del monje en
relación con los hermanos: respeto, paciencia y prontitud en el servicio.
La primera manera de
practicar el buen celo es el mutuo respeto; ”que se avancen a honorarse unos
a otros” (72,4) en referencia directa a Rom 12,10: Amaos con afecto,
como hermanos, avanzaos a honraros unos a otros”. Si creemos que el respeto
se opone a la libre expansión de los afectos no sabemos ver que el respeto es
la salvaguardia del amor.
Escribe Dom Columbano
Marmión en su obra “Jesucristo ideal del monje”: somos personas consagradas
a Dios; es la primera fuente del mutuo amor. Hemos de amar como Jesucristo
amaba a sus discípulos, que cuanto más próximos a Él más lo estaban con
respecto al Padre”
La caridad fraterna no
debe degenerar en amistades particulares, porque la familiaridad excesiva lejos
de reforzar los lazos de afecto, los destruye, lejos de unir a la comunidad, la
divide, pues en lugar de reforzar lazos los destruye. Hemos de amarnos como
dice san Benito: “con un amor ferventísimo”
(RB,2,3). Tenemos un reflejo formal en la manera de llamarse: “que no se
permita llamar al otro solamente por su nombre” (Rb 63,11), sino que los jóvenes
respetarán a los ancianos por su edad y determina las palabras a utilizar en el
trato (RB 63,12-13). Nunca un afecto particular nos debe apartar de la
centralidad del amor de Cristo. Esto no supone amarse de una manera abstracta,
sino siendo Jesucristo, siempre, nuestro modelo, el cual también tenía sus
amistades: sus amigos de Betania…Ante la tumba de Lázaro no pudo contener las
lágrimas, haciendo exclamar: “Mirad como le amaba” (Jn 11,36)
La segunda manera del
celo es la paciencia recíproca: “que se soporten unos a otros sus
debilidades, tanto físicas como morales” (72,5). Nadie está exento de
defectos. Extrañarse de las debilidades de los otros demuestra poca madurez
espiritual, e inquietarse por ésta nos muestra nuestra propia imperfección.
Nuestras debilidades pueden acentuarse por hábitos inadecuados, o con la misma
vejez, y pueden dar lugar a antipatías, incluso, en ocasiones, con la mera
presencia. ¿Cómo superar estos obstáculos?, ¿cómo impedir que se manifieste
este disgusto incluso exteriormente?
Sólo el amor y la caridad ardiente puede hacer posible el vencer nuestra
limitada naturaleza y amar a nuestros hermanos como son. Así Dios nos ama a
nosotros. Tal como somos, con nuestras cualidades particulares, como con
nuestras debilidades y defectos de fábrica. San Benito nos da ejemplo de esta
paciencia cuando dice que el abad “no debe dejar crecer los vicios, sino
desterrarlos prudentemente y con caridad según conviene a cada uno” (64,14)
La tercera manera es la
consecuencia directa del respeto y la paciencia, cuando san Benito añade “que
ninguno busque aquello que le parece útil para él, sino más bien el que lo sea
para los demás, y que practiquen desinteresadamente la caridad fraterna” (72,7-9)
Es una referencia
directa al consejo del Apóstol a los gálatas: “por amor haceos siervos unos
de los otros (5,13), y a los cristianos de Roma les dice: “Más bien que
cada uno mire de complacer a los demás y procurar el bien de ellos, para
edificar la comunidad” (15,2).
No se trata aquí de dar
o recibir órdenes, propiamente dichas, ni de atender peticiones contrarias a la
Regla o anteponer mandamientos particulares, como dice san Benito en el
capítulo precedente (71,3), sino de aquellos pequeños servicios de los que
tenga necesidad el otro o el conjunto de la comunidad. Es lo que dice el
Apóstol a los filipenses: “que cada uno no mire por él sino que procure por
los demás. (2,4). Pensar, primero en el otro es una señal clara de caridad,
pues para obrar así, y no una vez, sino siempre y en todas las circunstancias,
sin distinción de personas es amar verdaderamente a Dios.
Para san Benito el
verdadero celo nace del amor a Cristo. Cuando nos dice la manera como el buen
celo debe manifestarse a los hermanos, como resumiendo viene a decir: “que
teman a Dios con amor, que amen a su abad con afecto sincero y humilde; que no
antepongan nada, absolutamente, al Cristo, el cual nos lleve todos juntos a la
vida eterna”.
El amor a cristo es la
fuente del buen celo. Decía el Papa Benedicto XVI: “De este padre del
monacato occidental -san Benito- conocemos el consejo dejado a los monjes en su
Regla: no anteponer nada al amor de Cristo (4,21). Al inicio de mi servicio
como sucesor de Pedro pido a san Benito que me ayude a mantener con firmeza a
Cristo en el centro de mi existencia. Que en nuestros pensamientos y en todas
las actividades siempre se halle Cristo en el primer lugar” (Audiencia General 27 Abril de 2005).