CAPÍTULO 7,60-61
LA
HUMILDAD
El undécimo grado de humildad es que el monje
hable reposadamente y con seriedad, humildad y gravedad, en pocas palabras y
juiciosamente, sin levantar la voz, 61 tal como está escrito: «Al sensato se le
conoce por su parquedad de palabras».
“No
ser amigo de hablar mucho”, es uno de los instrumentos de
las buenas obras. San Benito, en estos grados de la humildad dedica tres, del
nueve al once, a hablar del peligro de pecar con el mucho hablar. El silencio
monástico no es algo fácil; el silencio, la contención en el hablar, el reír
necio o levantar la voz son cosas a las que estamos acostumbrados, y que nos
cuesta contenernos.
Todos sabemos que, en
el refectorio, como dice san Benito, debe haber un silencio absoluto, de manera
que no se sienta ningún murmullo, sino la voz del que lee, y lo que se necesite
para comer o beber, que se lo sirvan los hermanos mutuamente, de manera que
nadie tenga que pedir nada, pero si hace falta que se haga mediante una señal,
mas que con la voz (cf. RB 38, 5-8)
Y añade san Benito una
frase expresiva: “para que no empiecen”. Está fuera de lugar, pues
que sirviendo la mesa hay que abstenerse de comentar nada con quienes sirven,
que parece algo más propio de la Cuaresma, cuando dice de “abstenerse de
hablar mucho y de bromear” (RB 49,7). O quizás que no terminamos de
aprender a pedir sin necesidad de decir palabra, pues puede incluso llegar a
suscitar un rumor que detenga incluso al lector. Todo necesita de una práctica,
y es precisa esta práctica, de manera que vayamos avanzando en este y otros
aspectos.
También es para
plantearse lo que nos lleva a hablar mucho. San Bernardo nos ayuda con su
acostumbrada contundencia verbal:
“Si la
vanidad llega a tomar cuerpo, se llega a un grado de dilatación tal que se
precisa un espacio más grande. En caso contrario podría reventar. Esto ocurre
con el monje que va más allá de la vana alegría. Ya no tiene bastante con el
simple agujero de la risa o de los gestos; y prorrumpe con la exclamación de
Eliú: Mi interior es como vino sin escape que hace reventar los odres nuevos.
Está cargado de verborrea, y el aire de su vientre la constriñe. Camina
hambriento y sediento buscando una auditoría a donde lanzar sus vanidades,
lanzar todo lo que siente y darse a conocer en lo que es y en lo que vale. A la
primera ocasión, si la temática versa sobre las ciencias trae a colación
sentencias antiguas y nievas y dispone de un discurso trayendo a colación sentencias
antiguas y nuevas, y comienza un discurso con palabras ampulosas. Se avanza a
las preguntas, responde incluso a lo que no se pregunta. Propone cuestiones,
las resuelve él mismo y corta a su interlocutor, sin dejar que acabe lo que
empezó a decir. Cuando suena la señal y se requiere interrumpe la conversación,
la hora larga transcurrida le parece un instante. Pide permiso para volver a
sus historias fuera del tiempo señalado. Está claro que no lo hace para
edificar a nadie, sino para cantar su ciencia. Podría edificar, pero no
pretende eso. No trata de enseñar o aprovecharse de tus conocimientos, sino de
demostrar que sabe alguna cosa, la sepa o no. Si la conversación es sobre la
religión pronto viene a relucir visiones y sueños. Después elogia el ayuno,
recomienda las vigilias y habla de la oración. Diserta ampliamente sobre la
paciencia, la humildad y sobre cada una de las virtudes con gran ligereza. Si
le escuchas, dirías que lo que desborda de su corazón lo habla la boca, y que
el hombre saca cosas buenas de su bondad. Si la conversación declina en mera
diversión, entonces se muestra como un fenómeno de locuacidad que domina
cualquier materia. Si lo oyes, dirás que su boca es como un torrente de vanidad,
fin al punto de provocar ligereza incluso en las personas más formales y
pudorosas. Resumiendo: brevemente todo lo dicho: en el mucho hablar se descubre
la jactancia. Al largo de estas líneas se describe el cuarto grado. Huye de él
pero recuerda su contenido.” (Grados de la humildad y de la soberbia XIII, 41)
Hablamos mucho por
vanidad, para demostrar que sabemos muchas cosas, otras hablamos con falta de
verdad, lo cual es falsedad. No es que la sociedad nos ayude mucho con sus
tertulias o espacios de televisión, donde la gente opina de los que sabe y de
lo que no sabe, pero se opina de todo en lo que piensan que puede agradar a los
oyentes.
Y todo esto nos puede
dar la imagen de un mundo donde el valor de la palabra está devaluado. Dice un
antiguo proverbio que rectificar es de sabios. Pero no dice que sea de sabios
argumentar en falso. Incluso nuestra sociedad se ha acostumbrado a desconfiar
de los curriculums, cuando escuchamos una biografía que no ha podido tener
tiempo material para hacer tantas cosas.
Prestemos atención al
“humildemente y con gravedad”, que corona este once grado de la humildad y
añadamos los calificativos de “pocas y sensatas”. Escribe Aquinata Bockmann que
estos adjetivos son propios de san Benito, que se podría traducir mejor por
“razonables”, que es un vocablo que san Benito utiliza en otros capítulos,
cuando habla del abad, nombramiento de prior o del cellerario…
De nuevo tenemos el
testimonio de san Bernardo:
“No
pensemos más en lo que nos agrada, y somos incapaces de contener la risa y de
disimular la alegría simple Se parecen a una vejiga llena de aire; si la
punchas con una aguja, hace ruido mientras se desinfla. El aire a su paso por
el agujero invisible produce frecuentes y originales sonidos. Eso mismo sucede
al monje que llena su corazón de pensamientos jactanciosos. La disciplina del
silencio no les deja expulsar libremente el aire de la vanidad. Por eso lo
lanza forzado y entre risas de su boca. Muchas veces, avergonzado, esconde el
rostro, comprime los labios, y los dientes, y dejar ir risas como a la fuerza.
Aunque cierra la boca con su puños, deja escapar algunos ruidos por la nariz. (Grados
de la humildad y soberbia, XII, 40)
Como a todo lo largo de
la Regla san Benito busca en nuestra vida la moderación, la sensatez, la
coherencia y evitar los excesos, también en el hablar, no sea que por hablar
demasiado acabemos cayendo en algún pecado peor. Hablar humildemente con gravedad,
pocas palabras y sensatas, no es mal consejo.