domingo, 28 de abril de 2019

CAPÍTULO 20 LA REVERENCIA EN LA ORACIÓN


CAPÍTULO 20

LA REVERENCIA EN LA ORACIÓN

Si cuando queremos pedir algo a los hombres poderosos no nos atrevemos a hacerlo sino con humildad y respeto, 2con cuánta mayor razón deberemos presentar nuestra súplica al Señor, Dios de todos los seres, con verdadera humildad y con el más puro abandono. 3Y pensemos que seremos escuchados no porque hablemos mucho, sino por nuestra pureza de corazón y por las lágrimas de nuestra compunción. 4Por eso, la ración ha de ser breve y pura, a no ser que se alargue por una especial efusión que nos inspire la gracia divina. 5Mas la oración en común abréviese en todo caso, y, cuando el superior haga la señal para terminarla, levántense todos a un tiempo.

Humildad y reverencia son las dos condiciones indispensables para orar bien; debemos ir a la plegaria con respeto, reverencia y una gran confianza. No se trata de orar intentando imponer nuestro criterio, sino abandonarse para descubrir qué nos quiere decir el Señor en cada momento. La pureza de corazón, a la que alude san Benito, se refiere a lograr una liberación de toda servidumbre e idolatría, de todo egoísmo. La humildad viene a ser el mejor medio para acceder a Dios, que es maestro de humildad, y que se reveló a través de la pobreza y humildad de Jesucristo. No nos podemos acercar a la plegaria de cualquier manera, sino con una preparación y con un objetivo claro, que no es otro que buscar a Dios, acercarnos a la Palabra de Dios con humildad y pureza de corazón, pues solo de esta forma puede surgir un compromiso entre Dios y nosotros.

Alguna vez se ha dicho que los monjes son profesionales de la plegaria. Es un concepto no muy feliz, que puede resultar equívoco. No nos podemos acercar a la plegaria como si fuera una tarea, una cosa a realizar, como una obligación, que ya nos planteábamos en otros tiempos, quizás como pesada, farragosa… Es preciso vivir la plegaria como un don de Dios, si realmente creemos que Dios nos llama a seguirlo. Si nos hemos enamorado de Dios, salir e ir a su encuentro no debería ser de ninguna manera una carga, más bien, al contrario, una alegría, algo que nos procura una delicia.

Un día, un discípulo fue a encontrar a su maestro y le dice: “maestro, quiero encontrar a Dios”. El maestro lo miró, sonrió y no le dijo nada. El discípulo volvió al día siguiente con la misma petición, y así cada día. Pero el maestro nunca le decía nada como respuesta. Finalmente, un día el maestro dijo al discípulo que le acompañase al río a bañarse, una vez en el agua el maestro cogió al discípulo por la cabeza y lo sumergió en el agua tanto tiempo que el discípulo comenzó a luchar por sacar su cabeza hacia el exterior. Entonces, el maestro le dijo: “¿qué es lo que más deseabas cuando estabas bajo el agua?” El discípulo respondió: “aire para respirar”. El maestro le dice: ¿Deseas a Dios con esta intensidad?  Porque si lo deseas con la misma intensidad no tengas duda alguna de que lo encontrarás. Pero si no tienes este deseo de Dios, por más que luches con tu mente, con tus labios, o con todas tus fuerzas, no lo encontrarás si no despierta en ti esta sed de Dios”.

Toda nuestra existencia, toda nuestra vida monástica, es un aprendizaje, un camino hacia el Señor; en este camino, la plegaria es un medio privilegiado.

La plegaria no debe ser tampoco una especie de juego para forzar la mano de Dios, para obtener lo que deseamos. Eso sería hacernos un Dios a la medida, supeditado a nuestra voluntad. La plegaria debería ser un responder a Dios como Jesús en Getsemaní: “que no se haga lo que yo quiero sino lo que quieres tu” (Mc 14,36)

El monje, por definición es un sediento de Dios, un hombre de oración que invoca a Dios en el Oficio divino, en la Salmodia, pero también en la plegaria individual personal.
¿Con qué elementos cuenta el monje en este camino hacia Dios? Todo debería encaminarlo hacia Dios: la oración, el trabajo, la vida de comunidad. El monje ora en el coro o en la celda. La oración es un coloquio personal con el Señor. San Benito quiere que los monjes sean hombres de plegaria. Un elemento esencial en la plegaria monástica es la Palabra de Dios. Dios habla al hombre con su Palabra, y el hombre le contesta sirviéndose de ella e inspirándose en ella. Para hablar con Dios no hay nada mejor que leer, escuchar y meditar lo que nos dice Dios. Los monjes tenemos un contacto frecuente con Dios: la lectio divina, la lectura de la Escritura, reposada…Más que aprender se trata de leer, buscar un encuentro vivificante y de gozar de este contacto. Si la Palabra de Dios es Jesucristo, la lectio divina nos lleva al encuentro con Cristo.
 Pero la Palabra de Dios también está en el Oficio divino, la oración de la Eglesia que los monjes y muchos laicos practican. Oramos con Cristo al Padre, diversas veces al día, cuando todavía no ha salido el sol, por la mañana, a mediodía, a la tarde y al acabar la jornada. El Oficio divino tiene la característica de santificar el tiempo, dedicarlo a Dios, centrarlo en Cristo. El elemento primordial del Oficio son los salmos, que viene a ser la plegaria de la Iglesia, la plegaria del Pueblo de Dios, la plegaria del mismo Cristo, arraigada en los sentimientos más profundos del hombre y que tomamos para que lleguen hasta Dios. Esta es la plegaria del monje que, llamado por Dios, sigue a Cristo en el monasterio.

Para conocer de verdad a Dios tenemos que renunciar a nuestras seguridades; eliminar las distancias que tenemos respecto a él; reconocernos vulnerables. Y esto que sabemos esconder tan bien lo debemos aceptar y vivirlo en la plegaria. El reflejo espontáneo del ser humano es tener miedo de las propias debilidades. En el momento en que constatamos que no solo podemos contar con nuestras propias fuerzas, nos invade una cierta inquietud, y corremos el riesgo de sumergirnos en la angustia; se nos hace difícil asumir la propia debilidad. Quizás nos agradaría que Dios nos dijera que la cualidad de la nuestra plegaria, de nuestro encuentro con él sólo es obra nuestra. Entonces serían nuestras cualidades, nuestras virtudes, las que agradarían a Dios. Gracias a nuestros esfuerzos llegaríamos a ser santos a nuestros ojos y delante de los ojos de Dios.
El camino propuesto por Dios no es éste, sino otro muy distinto. Dios nos pide que nos acerquemos con humildad y reverencia para orar debidamente, acercarnos con respeto, conscientes de nuestras debilidades y con una gran confianza, nos pide que le dejemos hacer, que le dejemos obrar en nuestra vida.

Como nos enseña una de las Catequesis de Jerusalén: “Ojalá que con el rostro descubierto y con conciencia pura, contemplemos la gloria del Señor, como en un espejo, avancemos de gloria en gloria, en Cristo Jesús, Señor nuestro”.

lunes, 22 de abril de 2019

CAPÍTULO 14 CÓMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS EN LAS FIESTAS DE LOS SANTOS


CAPÍTULO 14

CÓMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS
EN LAS FIESTAS DE LOS SANTOS

En las fiestas de los santos y en todas las solemnidades, el oficio debe celebrarse tal como hemos dicho que se haga en el oficio dominical, 2sólo que los salmos, antífonas y lecturas serán los correspondientes al propio del día. Pero se mantendrá la cantidad de salmos indicada anteriormente.

Capítulo breve de los dedicados a la liturgia. En primer lugar, trata de las fiestas o memorias de los santos en el aspecto litúrgico. El Concilio Vaticano II y el subsiguiente Ordenamiento general de la liturgia de las horas, ponen de manifiesto que las celebraciones de los santos se han de ordenar de tal manera que no se sobrepongan a las festividades y tiempos sagrados, que conmemoran los misterios de la salvación, ni se reduzcan, a menudo, el curso regular de los Salmos o de la lectura continuada de la Sagrada Escritura, ni se provoquen repeticiones indebidas. Es primordial, pues, en el Año Litúrgico, especialmente en los tiempos fuertes: Adviento, Nadal, Cuaresma y Pascua. No se trata de olvidar a los santos, testimonios siempre imitables, sino de no olvidar que el centro de nuestra fe es Cristo y su misterio de Redención.

El término empleado en la antigüedad para designar estas celebraciones era la del Dies natalicius, es decir, el de su muerte o su nacimiento a la nueva vida, al cielo, un signo de esperanza en la resurrección. Ciertamente, en el siglo VI, en tiempo de san Benito, el santoral no era tan numeroso como es hoy. Tenía un papel importante san Juan Bautista, san Martín de Tours, los Apóstoles y los mártires de la antigüedad cristiana, además, evidentemente, de la Bienaventurada siempre Virgen María.

Parece que ya existía un calendario de fiestas con su propio orden de salmos y antífonas específicos en función de la celebración. San Benito intenta establecer una estructura, una jerarquía buscando un equilibrio, tal como pide el Vaticano II, entre una estructura definida y no variable y la libertad de integrar elementos que cambian según lo que se celebramos. Tenemos fiestas, solemnidades, memorias, días feriales y tiempos fuertes, que nos deben de ayudar a vivir con intensidad el Año Litúrgico.

Otro tema que nos sugiere este capítulo es el de la santidad en si misma. Un tema largamente tratado por el Papa Francisco en su Exhortación Apostólica sobre la vocación a la santidad en el mundo actual, Gaudete et Exsultate. El Papa se refiere en ella a algunos aspectos de la llamada a la santidad especialmente significativos.

En primer lugar, a la perseverancia, a la paciencia y a la mansedumbre. Debemos reconocer y combatir nuestras inclinaciones agresivas y egoístas. No nos hace bien mirarnos desde arriba, colocarnos como jueces sin piedad, considerar a los otros como indignos y pretender dar lecciones permanentemente. Esta es una sutil forma de violencia. Caminar hacia la santidad significa soportar pequeñas humillaciones diarias, o, por ejemplo, evitar hablar bien de nosotros mismos, y preferir exaltar a los demás en lugar de gloriarnos, eligiendo las tareas menos brillantes, e incluso, a veces, prefiriendo soportar algo injusto a fin de ofrecerlo al Señor. De esta actitud, dice el Papa, que supone un corazón pacificado por Cristo, liberado de toda agresividad que nace de un “yo” demasiado grande.

En segundo lugar, el santo es aquel que es capaz de vivir con alegría y con un espíritu positivo y esperanza, incluso en tiempos difíciles. La tristeza puede ser una señal de ingratitud por los dones recibidos de Dios. Nosotros tendríamos que pensar siempre que somos unos privilegiados, no vivir como condenados o amargados. Si creemos verdaderamente que es Dios quien nos ha llamado al monasterio debemos concluir que somos de los hombres más afortunados de la tierra, o, en todo caso, plantearnos nuestra vida aquí y ahora.

En tercer lugar, significa no considerarse el centro del mundo, y que todo debe girar en torno a nosotros y nuestros caprichos. Si superamos esta visión egocentrista de la vida encontraremos a Jesús en el corazón de nuestros hermanos, en su carne herida, en su vida oprimida, en la oscuridad de su alma.

Los santos nos sorprenden, nos descolocan, porque sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante en que a menudo nos instalamos por comodidad; a ellos, el Espíritu Santo les hace contemplar la historia en clave de Cristo resucitado. De esta manera en lugar de detenerse siguen adelante acogiendo las sorpresas que les presenta el Señor a lo largo de su vida.

La santificación es un camino que vivimos y trabajamos en comunidad. Compartir la Palabra y celebrar juntos la Eucaristía nos ha de llevar a crecer comunitariamente. Estas experiencias también están presentes en las pequeñas cosas de cada día. Jesús invitaba a los discípulos a prestar atención a los pequeños detalles: el vino que se acababa en una fiesta, una oveja perdida, unas monedas extraviadas…  veces en medio de estos pequeños detalles se nos regalan experiencias consoladoras de Dios.

Cada vegada que celebramos la memoria, fiesta o solemnidad de un santo pensamos en estas reflexiones del Papa francisco; los santos no son de otro mundo, de otra galaxia; han sido hombres y mujeres como nosotros, con virtudes y defectos, con alegrías y momentos duros; pero son modelos porque, precisamente, siendo hombres y mujeres normales, el centro de su vida ha sido Cristo.


domingo, 7 de abril de 2019

CAPÍTULO 7,35-43 EL CUARTO GRADO DE LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7,35-43

EL CUARTO GRADO DE LA HUMILDAD

El cuarto grado de humildad consiste en que el monje se abrace calladamente con la paciencia en su interior en el ejercicio de la obediencia, en las dificultades y en las mayores contrariedades, e incluso ante cualquier clase de injurias que se le infieran, 36y lo soporte todo sin cansarse ni echarse para atrás, pues ya lo dice la Escritura: «Quien resiste hasta el final se salvará». 37Y también: «Cobre aliento tu corazón y espera con, paciencia al Señor». 38Y cuando quiere mostrarnos cómo el que desea ser fiel debe  soportarlo todo por el Señor aun en las adversidades, dice de las personas que saben sufrir: «Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza». 39Mas con la seguridad que les da la esperanza de la recompensa divina, añaden estas palabras: «Pero todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó». 40Y en otra parte dice también la Escritura: «¡Oh Dios!; nos pusiste a prueba, nos refinaste en el fuego como refinan la plata, nos empujaste a la trampa, nos echaste a cuestas la tribulación». 41Y para convencernos de que debemos vivir bajo un superior, nos dice: «Nos has puesto hombres que cabalgan encima de nuestras espaldas». 42Además cumplen con su paciencia el precepto del Señor en las contrariedades e injurias, porque, cuando les golpean en una mejilla, presentan también la otra; al que les quita la túnica, le dejan también la capa; si le requieren para andar una milla, le acompañan otras dos; 43como el apóstol Pablo, soportan la persecución de los falsos hermanos y bendicen a los que les maldicen.

El Papa Francesc, en su libro sobre la vida religiosa, nos dice que ésta debe estar marcada por tres “p”: la pobreza, la paciencia y la perseverancia. Hoy san Benito, en el 4º grado de la humildad nos presenta dos: la paciencia y la perseverancia. La vida no siempre es fácil, y, a menudo, somos nosotros mismos quienes no la hacemos fácil. Se nos presentan dificultades y contradicciones, creemos ser víctimas de injusticias, y entonces tenemos la tentación o bien de huir espantados, como nos dice san Benito en el Prólogo, o bien caer en un victimismo, buscando a la vez la causa de nuestras ciertas o supuestas desgracias en los demás.

Cada nuevo paso en nuestra vida, o nueva relación, pide un ejercicio de control personal. A menudo caemos en la tentación, quizás por comodidad, de querer manipular a los otros; a veces diciendo a cada uno lo que quiere escuchar de nuestros labios, o practicando una especie de soborno con nuestros favores y buenas obras, Más tarde o más temprano, podemos ser conscientes de que éste no es el camino, que no es un síntoma de una madurez humana y espiritual.

Es sabido que san Bernardo se preguntaba a menudo sobre qué había venido a hacer al monasterio; quizás es bueno que nosotros que nos hagamos esta misma pregunta. En un momento dado de nuestra vida hemos podido tener una decepción importante que nos haya afectado en gran medida. Ahora bien, mantenernos en el victimismo y ver conspiraciones por todas partes, no nos trae la paz y quizás nos debería hacer pensar con seriedad qué hemos venido a hacer al monasterio.

Nuestro objetivo es vivir como monjes; y esta idea merece nuestra paciencia y perseverancia. Si nos pasamos el tiempo pensando o murmurando por ir a otra comunidad o al clero diocesano, o nos miramos en nuestra experiencia fracasada es que, posiblemente, estamos arraigados en una duda permanente, una calle sin salida en donde nosotros mismos nos hemos encerrado. La rutina, la falta de emociones en nuestra vida puede ser un arma de doble filo. Nos puede ayudar a avanzar más hacia Dios, o nos puede despertar la imaginación de que en cualquier otro lugar, comunidad… puede ser mejor. En estos casos, deberíamos de sincerarnos y ver si somos capaces de concentrarnos en nuestra vida interior, en la búsqueda de Cristo, o bien buscar una vida más atractiva o una ocupación que llene más nuestro ego.

No existe el tiempo perdido. Perder el tiempo para Dios es ganarlo. Lo perdemos nosotros al no reconocer que la voluntad de Dios es lo mejor `para nosotros. La perseverancia es una buena virtud contra el orgullo que nos hace creer en una falsa autonomía. Por pequeños y frágiles que seamos, por muchas dificultades que se presenten, siempre hay algo más importante en nuestra vida: buscar a Dios. La frustración impaciente nos empuja a querer tomar las riendas de nuestra propia vida, lo cual no sintoniza mucho con las humillaciones. Nos damos pronto por vencidos y esto nos lleva a la fatiga y la depresión, pues finalmente nos revelan como impacientes ante la voluntad de Dios, cuando lo que ésta nos pide es una madurez espiritual. Seguramente la causa de nuestros problemas no es nada en particular, sino la realidad de una impaciencia que contradice nuestro intento de obligar a todo el mundo a nuestra voluntad, por no decir a nuestro capricho. Si somos excesivamente perseverantes en querer que nuestra voluntad se sienta satisfecha, lo más rápidamente posible, no somos perseverantes ni pacientes en el sentido en que san Benito nos habla.

Hurgar en las heridas de nuestra alma una y otra vez, o creernos los reyes de la creación menospreciando a los demás, nos lleva a la insatisfacción física y espiritual, nos empuja a creer que la vida es endémicamente injusta con nosotros, y esto nos aleja de Dios, porque no luchamos para superar las dificultades, y nos damos por vencidos antes de comenzar la batalla. Perseverar en la paciencia nos permite superar los malos momentos, que siempre existen. Manipular para imponer nuestra voluntad no es la solución. Vivir el tiempo de Dios, un tiempo que no es como el nuestro, es crecer en la perseverancia paciente, es decir poner nuestra voluntad en manos de Dios, y la voluntad de Dios en nuestras manos.

Somo muy afortunados, aunque quizás no lo pensamos mucho, si a la pregunta de qué hemos venido a hacer al monasterio, respondemos que a hacer la voluntad de Dios. Es él quien nos ha llamado a vivir como monjes, a no anteponer nada a la voluntad de Cristo, a buscar a Dios con todas las fuerzas de que somos capaces. Para lograrlo no nos empeñemos en que los otros hagan lo que nosotros creemos que deben hacer, que a la postre sería hacer nuestra voluntad. Cuando vemos que no lo hacen entonces demostramos de muchas maneras, golpes de puerta, murmuraciones… en las que nos podemos reconocer. Dios nos pone a prueba cada día, dice el salmista y nos lo recuerda san Benito. Pacientes, perseverantes, aguantando firmes, no desfalleciendo, conseguiremos superar con la ayuda del Señor todas las dificultades.