CAPÍTULO VII
LA HUMILDAD
60 El undécimo grado de humildad consiste en que el monje,
cuando hable, lo haga con dulzura y sin reír, con humildad y con gravedad,
diciendo pocas y juiciosas palabras, y sin levantar la voz, 61 pues
está escrito: "Se reconoce al sabio por sus pocas palabras".
Este
undécimo grado de la humildad se corresponde al segundo grado de la soberbia de
san Bernardo, que habla de la ligereza de espíritu y de la indiscreción en las
palabras. Ambos, san Benito y san Bernardo, prefieren el silencio a las
palabras vanas, indiscretas y ociosas, prefieren decir poco y sensato que
demasiado y con necedad; decirlo suavemente más que riendo; decirlo
humildemente y con gravedad más que con estallidos de voz. En la vida del monje
la Palabra tiene un papel central, la Palabra de Dios, evidentemente, y ante
ésta nuestras palabras a menudo no son sino necedad y poca sensatez. Dice el
libro de los Proverbios: «Con su hablar, el necio se gana
palos, pero al sensato, sus palabras le protegen.» (Pr 14,3).
Para
Michaela Puzicha este undécimo grado completa y profundiza los dos anteriores,
el noveno y el décimo, e invita a vivir con gravedad, diciendo las palabras
justas, buscando la seriedad y la dignidad que deben caracterizar la vida
monástica, evitando sucumbir a los accesos de cólera, tratando de vivir con
moderación, también en lo que se refiere a la voz. Nuestra sociedad es una
sociedad del ruido, una sociedad que huye del silencio, en la que parece que
quien más grita más razón tiene. Puede verse esta tendencia en debates donde la
interrupción es la norma y donde una voz trata de imponerse sobre otra. Nuestra
vida debe rehuir esta forma de hacer, esta forma de actuar, tratando, como
escribe Michaela Puzicha, de no querer atraer la atención hacia nosotros,
contando historias vanas, quién sabe si no inventadas o como mínimo exageradas.
La sobriedad debe estar presente también, según san Benito en el lenguaje.
El
Papa Benedicto XVI escribe en la Exhortación Apostólica post sinodal Verbum
Domini: «La palabra sólo puede ser pronunciada y escuchada en el silencio,
exterior e interior. Nuestro tiempo no favorece el recogimiento, y se tiene a
veces la impresión de que existe casi temor de alejarse de los instrumentos de
comunicación de masas, aunque sólo sea por un momento. Por eso debe educarse al
Pueblo de Dios en el valor del silencio. Redescubrir el lugar central de la
Palabra de Dios en la vida de la Iglesia significa también redescubrir el
sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística
nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él
la Palabra puede encontrar estancia en nosotros, como sucedió en María, mujer
de la Palabra y del silencio inseparablemente.» (VD, 66).
Nuestro
silencio no debe ser un silencio vacío, debe ser la oportunidad de llenarlo por
la Palabra, con mayúsculas. Que nuestra voz sea suave para poder oír la Voz,
con mayúsculas, y ante ésta no hay otra forma de estar presentes que
humildemente y con gravedad. Un silencio de la boca, que sólo podemos romper
con pocas palabras y sensatas, sin estallidos de voz. Es el momento, la
oportunidad de hablar con Cristo; una conversación que nos lleva a estar
alegres en los momentos de desolación y descubrir cosas sensatas que decir. En
los momentos de desolación, Cristo nos habla y en la meditación nos habla
todavía más directamente. El silencio, las pocas palabras y sensatas nos
acercan más a Cristo que los grandes gritos, los grandes estallidos de voz, ya
que Él siente una especial predilección por esta virtud del silencio. Más
importante que lo que decimos es lo que Dios nos dice y lo que dice a través de
nosotros. Jesús está siempre más atento a presentarse en el silencio que en el
ruido, en el mucho hablar. En el silencio, nosotros le escuchamos, Él habla a
nuestro espíritu, y nosotros podemos escuchar su voz. Dice el salmista: «Ahora guardo silencio. No abriré la boca, porque eres tú quien lo haces
todo.» (Salmo 39,10).
También
el Papa Francisco, en su alocución en la vigilia de oración que precedió a la
última reunión del Sínodo, decía: «El silencio es esencial en la vida del
creyente. En efecto, está al principio y al final de la existencia terrena de
Cristo. El Verbo, la Palabra del Padre, se hizo "silencio" en el
pesebre y en la cruz, en la noche de la Natividad y en la de Pascua. Esta
tarde, nosotros cristianos hemos permanecido en silencio ante el Crucifijo de
San Damián, como discípulos a la escucha ante la cruz, que es la cátedra del
Maestro. Nuestro silencio no ha sido vacío, sino un momento lleno de espera y
disponibilidad. En un mundo lleno de ruido ya no estamos acostumbrados al
silencio, es más, a veces nos cuesta soportarlo, porque nos pone delante de
Dios y de nosotros mismos. Y, sin embargo, esto constituye la base de la
palabra y de la vida. San Pablo dice que el misterio del Verbo encarnado estaba
«guardado en secreto desde la eternidad» (Rm 16,25), enseñándonos que el
silencio custodia el misterio, como Abraham custodió la Alianza, como María
custodió en su seno y meditó en su corazón la vida de su Hijo (cf. Lc 1,31;
2,19.51). Por otra parte, la verdad no necesita gritos violentos para llegar al
corazón de los hombres. A Dios no le gustan las proclamas y los jaleos, las
habladurías y la confusión; Dios prefiere más bien, como hizo con Elías, hablar
en «el rumor de una brisa suave» (1 Re 19,12), en un “hilo sonoro de silencio”.
Y así también nosotros, como Abraham, como Elías, como María, necesitamos liberarnos
de tantos ruidos para escuchar su voz. Porque sólo en nuestro silencio resuena
su Palabra.» (30 de septiembre de 2023).
En
esta escala de la humildad la relación palabra / silencio tiene un papel
importante. San Benito nos habla de evitar el pecado, que es un fruto que surge
rápidamente en nuestros labios. El silencio aparece como un medio poderoso para
conservar la paciencia, es decir, la paz, es de ordinario el medio más indicado
para ver claramente un problema, para tomar una decisión apropiada y al fin
para ejecutarla. En el séptimo grado de la humildad san Benito alude a las
declaraciones bien intencionadas huyendo de la altivez, declarándose el último
y esperando a que los demás reconozcan nuestra santidad, si es necesario
hacerlo. San Benito alerta sobre la posibilidad de conversaciones ociosas,
vanas, con muchas palabras, y apuesta por aquellas que son pocas y sensatas,
siempre con el propósito de edificación y en un clima de humildad.
Hoy
este silencio, esta parquedad en las palabras, lo debemos practicar más allá
del boca-oreja tradicional. Hoy las nuevas tecnologías, las redes sociales, los
teléfonos móviles y tantos otros medios llenan y nos tientan a llenar con
estallidos de voz, aunque sean virtuales, nuestras vidas. Al respecto alerta el
Papa Francisco en la Constitución Apostólica Vultum Dei
quaerere cuando escribe: «En nuestra sociedad, la cultura digital influye de
forma decisiva en la formación del pensamiento y en la forma de relacionarse
con el mundo y, en particular, con las personas. Este clima cultural no deja
inmunes a las comunidades contemplativas. Es cierto que estos medios pueden ser
instrumentos útiles para la formación y la comunicación, pero os exhorto a un
prudente discernimiento para que estén al servicio de la formación para la vida
contemplativa y de las necesarias comunicaciones, y no sean ocasión para la
distracción y la evasión de la vida fraterna en comunidad, ni sean nocivos para
su vocación o se conviertan en obstáculo para su vida enteramente dedicada a la
contemplación.» (Vultum Dei quaerere, 34).
Y
se insiste sobre este tema sugiriendo crear un espacio de protección para el
silencio cuando en Cor Orans, instrucción aplicativa de la Constitución
Apostólica Vultum Dei quaerere, se escribe:
«Con el nombre de clausura se entiende el espacio monástico separado del
exterior y reservado a las monjas, en el que sólo en caso de necesidad puede
admitirse la presencia de extraños. Debe ser un espacio de silencio y de
recogimiento donde se pueda desarrollar la búsqueda permanente del rostro de
Dios, según el carisma del Instituto.» (Cor Orans, 161). Hay que
proteger el silencio, nos lo pide también san Benito en este undécimo grado de
la humildad, vaciándolo de los estallidos de voz y de las risas ruidosas,
llenándolo con pocas palabras y sensatas, con gravedad y con humildad. Como
escribe Dom Marie Bruno, «la abundancia de palabras produce ruido, y el ruido
es uno de los grandes enemigos del hombre.» (Le silence monastique, p.
128).