domingo, 29 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 47 LA LLAMADA PARA LA OBRA DE DIOS

 

CAPÍTULO 47

LA LLAMADA PARA LA OBRA DE DIOS

Es responsabilidad del abad que se dé a su tiempo la señal para la obra de Dios, tanto de día como de noche, o bien haciéndolo él personalmente o encargándoselo a un hermano tan diligente, que todo se realice a las horas correspondientes. 2 Los salmos y antífonas se recitarán, después del abad, por aquellos que hayan sido designados y según su orden de precedencia. 3 No se meterá a cantar o leer sino el que sea capaz de cumplir este oficio con edificación de los oyentes. Y se hará con humildad, gravedad y reverencia y por aquel a quien se lo encargue el abad.

Hace unos años en las calificaciones académicas se reseñaba la actitud, que afectaba a diversos puntos: asistencia, puntualidad… Parece que san Benito también nos pide asistencia y puntualidad, puesto que además de asistir al Oficio Divino, desea que comience puntualmente con una señal, y esto hemos de practicarlo con celo, que es una expresión importante en el texto de la Regla.

Es preciso hacerlo todo a las horas adecuadas, pues hay un momento para el Oficio, como hay otro para el trabajo o para comer, para dormir, o para la lectio… Solamente siendo fieles podemos llevar un ritmo de vida adecuado y sostenible. La asistencia y puntualidad depende de nosotros, de no priorizar otra cosa a todo acto comunitario, sobre todo nada que vaya unido a nuestra voluntad y opuesto a la voluntad de Dios. Pero san Benito todavía va más lejos: todo debe estar orientado a nuestra edificación espiritual. Por lo tanto, los salmos, las lecturas y antífonas se deben recitar, cantar o leer por parte de quien tiene este encargo, y de acuerdo al objetivo, que no es otro que la edificación de quienes escuchan.

Debemos ser conscientes cuando se nos encomienda esta tarea de llevarla a cabo con responsabilidad. Quizás, a veces, podemos estar tentados de pensar que no nos escuchan, o que están distraídos, y que no tiene tanta importancia el que nos equivoquemos. Pero si todos estamos como debemos, debemos tener en cuenta que los hermanos nos escuchan con atención, y que si nos equivocamos está bien el pedir un “perdón” y rectificar.

Un ejemplo que hoy no se ha producido pero que podría haber sucedido, en la lectura del segundo nocturno de Maitines se nos decía «No basta de proyectar el bien» si nosotros decimos «basta de proyectar el bien» entonces traicionamos al autor del texto, en este caso santo Hilario, y movemos a confusión a quienes nos escuchan. Como un error en el que fácilmente caemos y es el cambio de persona en un pronombre personal y evidentemente no es el mismo dirigirse al Señor para pedirle el perdón de los nuestros de pecados que decirle que el perdón es necesario por sus supuestos pecados, porque como todos sabemos Dios no peca en ninguno de sus tres personas. San Benito nos da la solución en el sentido de que debemos hacer todo con humildad, gravedad y respeto. Tres palabras importantes en nuestra vida. Ya sabemos que en la humildad tenemos todo un camino para recorrer, o una escalera, en lo que profundiza san Benito.

Concretamente, nos dice que “el doce grado de la humildad es cuando el monje no tiene la humildad solamente en el corazón, sino que incluso la manifiesta en su cuerpo a quien le observan, es decir, en el Oficio, en oratorio, en el huerto, de viaje”… Por esto nos conviene ser conscientes de que recitar, leer o cantar, no es algo que hacemos por nosotros mismos, ni para lucirnos personalmente, sino que, como todo lo que hacemos, lo estamos haciendo por Dios y por la comunidad, por lo cual debe ser expresión real de nuestro amor hacia Dios y hacia la comunidad.

San Benito añade dos ideas más, como son la gravedad y el respeto. Cuando nos habla del oratorio nos dice que allí no hacemos otra cosa sino orar, sea comunitariamente, sea personalmente. Esta actitud debe manifestarse en la gravedad y el respeto. No se trata de tener una actitud afectada, si somos conscientes de donde estamos y de lo que estamos haciendo, como sugiere también la Regla en el capítulo XIX al enseñarnos sobre la actitud en la salmodia: “creemos que Dios está presente en todas partes y que los ojos del Señor en todo lugar miran a los buenos y a los malos, por esto, lo creemos, sobre todo, sin duda alguna, cuando estamos en el Oficio Divino”.

Juan Casiano en las Colaciones nos dice: “Para llegar a aquel fervor que exige la plegaria, es preciso una fidelidad a toda prueba. Antes que nada, es necesario suprimir al pie de la letra toda solicitud por las cosas temporales. Eliminar con prontitud no solo el cuidado, son también el recuerdo de los asuntos y negocios que nos preocupan. También renunciar a la detracción, a las palabras vanas y chismorreos. Cortar de raíz todo movimiento de cólera o de tristeza. En una palabra, exterminar radicalmente el fomento pernicioso de la concupiscencia y de la avaricia” (Col IX,III)

En palabra del Papa Benedicto XVI “redescubrir el lugar central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y de la serenidad interior” (Verbum Dei, nº 66)

domingo, 22 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 40 LA RACIÓN DE BEBIDA

 

CAPÍTULO 40

LA RACIÓN DE BEBIDA

Cada cual tiene de Dios un don particular, uno de una manera y otro de otra (1ª Cor 7,7); 2 por eso, con algún escrúpulo fijamos para otros la medida del sustento; 3 sin embargo, considerando la flaqueza de los débiles, creemos que basta a cada cual una hemina de vino al día. 4 Pero aquellos a quienes da Dios el poder de abstenerse, sepan que tendrán especial galardón. 5Mas si la necesidad del lugar, o el trabajo, o el calor del estío exigieren más, esté ello a la discreción del superior, procurando que jamás se dé lugar a la saciedad o a la embriaguez. 6Aunque leemos que el vino es en absoluto impropio de monjes, sin embargo, como en nuestros tiempos no se les puede convencer de ello, convengamos siquiera en no beber hasta la saciedad, sino con moderación: 7 porque el vino hace apostatar aun a los sabios (Si 19,2). 8No obstante, donde las condiciones del lugar no permitan adquirir siquiera la sobredicha medida, sino mucho menos o nada absolutamente, bendigan a Dios los que allí viven y no murmuren; 9 advertimos, sobre todo: que eviten a todo trance la murmuración

San Benito sabe que cualquier aspecto de nuestra vida tiene su importancia; que la vida del monje se estructura con pequeñas cosas, y todas debe formar todo un conjunto. La literatura, el cine han representado a menudo el monje como comedor y bebedor, pero esta caricatura no corresponde al pensamiento de san Benito, y tampoco a la realidad.

Las comidas tienen su importancia. En las primeras comunidades cristianas venía a ser un momento y una experiencia singular, importante. Esta tradición se mantiene en la vida monástica. Ya, el mismo refectorio aparece como una estancia sobria, a la vez que solemne, pues desde siempre se le consideró como el marco de un acto comunitario importante.

Cuatro capítulos seguidos, dedica san Benito al tema de las comidas. Primero nos habla del escenario de la “música ambiental”, pues a la vez que alimentamos nuestro cuerpo no nos olvidamos de alimentar nuestro espíritu en la escucha de la lectura. Pero es preciso alimentar también nuestros cuerpos con medida, sin excesos que nos lleven a una saciedad poco edificante.

Como escribe Guillermo de Saint Thierry a los Hermanos del Monte Dei:  Tanto si coméis o bebéis o hacéis cualquier otra cosa hacedlo todo en nombre del Señor, santa y religiosamente. Y mientras tu cuerpo toma su alimento, que tu alma no descuide el suyo, que asimile un pensamiento sacado del recuerdo de la bondad del Señor, o bien una palabra de la Escritura, algo que la fortalezca, cuando la medite o simplemente la recuerde”.

Tener un plato en la mesa, cada monje, o un lecho para dormir, que ahora nos puede parecer algo muy normal, no lo era tanto en el tiempo de san Benito. Incluso para gran parte de la saciedad medieval era un lujo poder hacer dos o tres comidas al día y tener un lecho para descansar. La mayor parte de la población dormía en tierra encima de la paja, aprovechando el calor de los animales domésticos o incluso el de las mismas personas, cuando no se veían obligados a dormir en el mismo suelo a la intemperie. En tales circunstancias tener un plato asegurado a la mesa venía a constituir un privilegio.

San Benito quiere que los monjes sean conscientes de todo esto, y que no se entreguen a un comer y beber abundantes y sin sentido. Incluso para san Benito lo ideal sería poder prescindir de beber vino, pero es consciente de que esto es un ideal, habida cuenta de nuestras debilidades físicas o morales. Sabe que el vino no es propio de monjes, pero también es consciente de que es algo nada fácil de hacerlo entender, por lo cual opta por aquello que es más factible: guardar siempre la debida medida.

Aquí, también san Benito es un buen representante de la tradición romana, en cuya civilización nace y se forma. En Roma beber vino no era un acto trivial como lo puede ser ahora en nuestros tiempos. El vino formaba parte de la cultura y de la sociedad, como un medio de cohesión del ambiente. Ya de siempre, los antiguos habían atribuido al vino propiedades curativas variadas. Tan importante como beber era la manera de beber, lo cual venía a distinguir al ciudadano romano civilizado del bárbaro. Se exigía “decorum”, es decir, orden, racionalidad y equilibrio. Es la mesura de la que habla san Benito. La costumbre romana era mezclar el vino con agua o hierbas, porque los ciudadanos romanos beber el vino puro era considerado como propio de bárbaros.

Ciertamente, en una vida rutinaria, pequeñas o no pequeñas cosas pueden representar un aliciente. San Benito no habla de pasar gana o sed, pues ya cuando habla del comer y beber tiene muy presente la necesidad del trabajo o las características climáticas, las condiciones del lugar, o que hay algún otro plato alternativo. Simplemente, nos viene a decir que no hagamos de esto un objetivo primordial, que ocupen su lugar apropiado y no hacer de todo ello el centro de nuestra existencia. Es lo mismo que dice el  Apóstol cuando afirma que “los alimentos son para el vientre, y el vientre para los alimentos (1Cor 6,13), o que es propio de los enemigos de Cristo aquellos de los que “su fin será la perdición, su dios es el vientre, y se glorían de las partes vergonzosas” (Filp 3,19), o aún añade que “es bueno de no comer carne ni beber vino, si tu hermano se va a escandalizar” (Rom 14,21)

Como escribe san Bernardo: “es preciso ¡buscar aquella saciedad que no cansa, curiosidad insaciable y tranquila, deseo eterno que nunca se calma ni conoce limitación, sobria embriaguez que no se ahoga en vino no destila alcohol, sino que quema en Dios”.

domingo, 15 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 33 SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD

 

CAPÍTULO 33

SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD

Hay un vicio que por encima de todo se debe arrancar de raíz en el monasterio, 2 a fin de que nadie se atreva a dar o recibir cosa alguna sin autorización del abad, 3 ni a poseer nada en propiedad, absolutamente nada: ni un libro, ni tablillas, ni estilete; nada absolutamente, 4 puesto que ni siquiera les está permitido disponer libremente ni de su propio cuerpo ni de su propia voluntad. 5 Porque todo cuanto necesiten deben esperarlo del padre del monasterio, y no pueden lícitamente poseer cosa alguna que el abad no les haya dado o permitido. 6 Sean comunes todas las cosas para todos, como está escrito, y nadie diga o considere que algo es suyo. 7Y, si se advierte que alguien se complace en este vicio tan detestable, sea amonestado por primera y segunda vez; 8 pero, si no se enmienda, quedará sometido a corrección.

La propiedad como un vicio que debe extirparse, puede sonar como una consigna de una ideología decimonónica radical, habida cuenta de que la propiedad es uno de los derechos fundamentales del hombre.

Ahora bien, el reparto actual de la riqueza lleva al Papa Francisco a decir en su última encíclica: “el mundo existe para todos, porque los seres humanos nacen en esta tierra con la misma dignidad” (FT, 118)

San Benito nos habla en este capítulo diferenciando lo necesario de los superfluo. No se trata de no poder utilizar herramientas en las tareas que cada uno tiene encomendadas; se trata, en primer lugar, de no hacer un uso privado, abusivo, exclusivo; y, en segundo lugar, de no tener por el simple placer de poseer, sin una razón práctica que lo justifique. La razón de fondo nos dice también: que al monje no le es lícito hacer lo que quiere.

Este vicio tan detestable de la propiedad nos asalta de diversas maneras, y además, es un vicio de los más característicos de nuestra sociedad. “Tanto tienes, tanto vales”, que viene a constituir una norma de vida. Una sociedad que, en palabras del Papa Francisco, “deja en pie tan solo la necesidad de consumir sin límites, y la acentuación de muchas formas de individualismo sin contenidos” (FT, 13)

En nuestro caso, hay una primera razón para acumular que se puede resumir en la frase “por si acaso…” Es una especie de frase talismán, de adaptación del síndrome de Diógenes, que puede llegar a llenar nuestras celdas o lugares de trabajo de objetos que no utilizaremos nunca, pero que nos viene a dar una falsa sensación de seguridad.

Como escribe también el Papa Francisco: “algunos nacen en familias de buena posición económica, reciben una buena educación, crecen bien alimentados o poseen una capacidad destacada” (FT 109); entonces, puede pasar que se valoren ciertas cosas. Esto en la práctica puede llevar a ser descuidados en la ropa o en las herramientas, luces abiertas innecesariamente…, detalles que muestran que hemos padecido muy poco para ahorrar, o que alguno ha ido detrás de nosotros para reparar esas pequeñas cosas que nosotros olvidábamos de hacer, inconscientes como estábamos de todo ello.

Como ejemplo, en un capítulo de culpas recogido en una publicación, un monje se acusaba de cosas que se podían considerar tan nimias como dejar una azada olvidada, romper un vidrio, romper un hábito por negligencia, romper un bastón, dejar abierta una puerta…, ejemplos reales que se consideraban faltas contra la pobreza. A las que se añadían las cometidas contra la caridad y contra la obediencia, como indignarse por los errores de los otros o hacer comentarios intrascendentes.

La idea que había detrás es que ni la azada, ni el vidrio ni el hábito, bastón o puerta… nos pertenecían sino que los teníamos para su uso, y había que dar cuentas del mal uso. La acusación pública, en el capítulo, parece cosa de un pasado, pero no las faltas que cometemos que son parecidas a las que tenían los monjes que nos han precedido, y de las que se acusaban públicamente, y que nosotros debemos tener en cuentas, sea en un capítulo o en privado.

Otro caso, es cuando el deseo de poseer herramientas nos mueve a necesitar cosas concretas para realizar una tarea que quizás no es necesaria, y que podríamos hacer con las herramientas que ya poseemos. Todo ello nos lleva a ser conscientes de lo que nos pide san Benito: no ha de faltar lo necesario, pero no debemos ser víctimas del consumismo. Por ello subraya que todo sea común a todos, que las herramientas no las debemos de tener como nuestras, sino de todos

Dice la Regla del Maestro que hay tres cosas por las que el hombre trabaja y se preocupa: el vestido, el calzado y el alimento. Y añade que si estas necesidades están garantizadas “¿qué necesidad tenemos de poseer algo en propiedad, un objeto, dineros o cualquier otra cosa necesaria, si todo lo que se puede comprar o adquirir lo suministra Dios a través del monasterio? (RM 82)

Parece que estas tres necesidades las tenemos bien cubiertas, y tanto el mayordomo como el cillerero, cumpliendo las obligaciones establecidas en la Regla, se ocupan de que sea así.

Escribe san Bernardo: “Qué desgraciado que soy, Dios mío, Estoy cansado de guerras, peligros, turbaciones… No encuentro seguridad en nada Me da miedo lo que me halaga como lo que me repugna; el hambre y el comer, el sueño y las vigilias, el trabajo y el descanso me declaran la guerra. El sabio suplica: No me deis ni pobreza ni riqueza. Una y otra esconden trampas y peligros” (Sermón 7, Sobre la Cuaresma, 3)

Como siempre la receta de san Benito es bien sencilla: el equilibrio y la moderación, tener lo que necesitamos sin ambicionar más de los debido.

domingo, 8 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 26 LOS QUE SE RELACIONAN CON LOS EXCOMULGADOS SIN AUTORIZACIÓN

 

CAPÍTULO 26

LOS QUE SE RELACIONAN CON LOS EXCOMULGADOS

SIN AUTORIZACIÓN

Si algún hermano, sin orden del abad, se permite relacionarse de cualquier manera con otro hermano excomulgado, hablando con él o enviándole algún recado, 2 incurrirá en la misma pena de excomunión.

Este, es uno de los capítulos que san Benito dedica a las faltas, y a la manera de corregirnos. Ciertamente, la palabra “excomunión” nos suena muy dura, propia de otro tiempo y falta de caridad. San Benito escribe la Regla desde la experiencia, sabiendo que la naturaleza humana es débil, y que podemos caer en faltas. Por esto cree que una separación de la vida comunitaria puede ser un castigo, si tienen lugar unas faltas graves, que ayude a volver a la comunión con el resto de la comunidad. La excomunión se puede considerar como castigo o como remedio.

EL Diccionario General de la Lengua Catalana define la excomunión como acción de excomunicar, separar de la comunión de la Iglesia. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define el vocablo como una privación de los sacramentos y sufragios comunes de los fieles de la Iglesia Católica. Nuestras excomuniones particulares, evidentemente, no responden a estas definiciones ya que son fruto de nuestra voluntad personal, banal y no fruto de los procedimientos que estableces san Benito. A pesar de ello son excomuniones que hieren y rompen la comunión dentro de la comunidad.

¿Por qué aplicamos nosotros, de manera personal, la excomunión?

Porque consideramos que no está en comunión con nosotros quien no “nos sigue la corriente”, que no nos aplaude “nuestras gracias” que no acepta lo que hacemos, o no nos considera superiores cuando nos creemos que lo somos. Lo cual tiene mucho de absurdo. Y lo que viene a resultar absurdo una falta total de humildad, y falto de sentido para quienes están bajo la Regla de san Benito, y llamados a subir o intentarlo, al menos de subir esos grados de humildad que nos invita la Regla.

Tenemos el peligro de sentirnos el centro del universo, y queriendo hacer una Regla a nuestra medida, que responda a nuestros deseos personales. De modo que hasta nos lleve a pensar que ante el juicio de Dios opinemos que merecen un riguroso castigo. Lo cual nos pone bastante alejados del publicano que oraba en el templo, humilde y arrepentido. A la vez que pone de relieve nuestra ignorancia de las enseñanzas del mismo Jesús cuando hablaba del hipócrita que quiere sacar la mota del ojo del hermano y no ve la vida que tiene en el suyo. Y todo esto abre abismos de distancia entre un hermano y otro.

La excomunión que establece san Benito, la reserva a los reincidentes, a quienes se obstinan en apartarse de la comunidad, y cuando nosotros queremos imitarlo según nuestro criterio personal.

San Benito no se mueve por un deseo meramente personal, sino que su Regla es fruto de años de experiencia de vida espiritual, eremítica primero, y comunitaria después. Sabe bien que de qué pie calzan los monjes, los peligros que les acechan, la posibilidad de caer en el pozo de la soberbia o tropezar con la piedra de la murmuración. Por esto nos advierte sobre las fuentes u origen de nuestra injusta visión de los demás. Nos lo ha dicho en el capítulo XXII que abre este código penal de la Regla: la desobediencia, la soberbia, la murmuración, el orgullo, como nos dice en capítulo XXVIII.

Ciertamente, estos capítulos nos suenan bastante duros, pero solo cuando pensamos que se nos pueden aplicar a nosotros, no cuando es para los demás. ¿Cómo podemos decir que entre un hermano y yo hay un abismo, que no queremos saber nada, que “hasta aquí hemos llegado”?

La clave es la presencia o la falta de amor. Nos lo dice Guillermo de Saint-Thierry:
“Esta es la justicia vigente entre los hombres: ámame porque yo te amo. Pero es más difícil encontrar quien pueda afirmar: yo te amo, para que me ames” (Sobre la contemplación de Dios)

Evidentemente, si hay alguno capaz de amar sin condiciones, incluso cuando excomunicamos, y no es otro que Cristo, nuestro maestro y nuestro modelo.