domingo, 27 de febrero de 2022

CAPÍTULO 52, EL ORATORIO DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 52

EL ORATORIO DEL MONASTERIO

El oratorio será siempre lo que su mismo nombre significa y en él no se hará ni guardará ninguna otra cosa. 2 Una vez terminada la obra de Dios, saldrán todos con gran silencio, guardando a Dios la debida reverencia, 3 para que, si algún hermano desea, quizá, orar privadamente, no se lo impida la importunidad de otro. 4 Y, si en otro momento quiere orar secretamente, entre él solo y ore; no en voz alta, sino con lágrimas y efusión del corazón. 5 Por consiguiente, al que no va a proceder de esta manera, no se le permita quedarse en el oratorio cuando termina la obra de Dios, como hemos dicho, pata que no estorbe a los demás.

San Benito es muy claro: el oratorio es un espacio solamente para la oración. En nuestra iglesia es un uso compartido durante unas horas, a fin de que pueda ser visitado turísticamente, como se acordó a la hora de conceder el usufructo. Esta situación ambivalente de parte de las dependencias del monasterio resulta a veces incomodo, pero también, por otra parte, supone una ayuda económica para la vida de la comunidad. Por otro lado, esta servidumbre del monasterio para la visita turística no supone un impedimento para llevar nuestra vida monástica con rigor y fidelidad. Además, el monasterio tiene otras capillas en su interior que permiten la plegaria a los monjes.

La plegaria es una parte esencial de la vida de los monjes, la savia de su vida. Plegaria comunitaria e individual que se complementan y enriquecen mutuamente.

En momentos difíciles de la vida comunitaria o personal, la plegaria es un recurso importante, necesario para volver a una paz interior.

El evangelista san Mateo nos hace una bella sugerencia de plegaria: “Cuando oréis no seáis como los hipócritas, que les agrada ponerse derechos y orar en las sinagogas o esquinas de las plazas para ser vistos. Os aseguro que ya tienen su recompensa. En cambio, tú, cuando ores, entra en la habitación más retirada, cierra con llave y ora a tu Padre, presente en los lugares más ocultos, y tu Padre que ve en lo oculto te recompensara. (Mt 6,5-6)

La vida monástica supone un equilibrio entre plegaria y obras, vida interior y exterior. Una doble dimensión del hombre que debe traducirse en un equilibrio espiritual. Lo ideal es convertir toda nuestra actividad en verdadera plegaria, dando un estilo profundo a todas nuestras actividades, santificando nuestra vida. Nuestra plegaria, sea personal o comunitaria, debe alimentar toda nuestra vida, de trabajo, estudio… o cualquier otra actividad.

Pero la plegaria tiene potentes enemigos: cansancio, distracción, inquietud interior…En ocasiones nos sentimos incapaces de centrar nuestra atención en la plegaria, pero si nos dejamos vencer esto va en detrimento de una situación desapacible; pero debemos tener la conciencia despierta, confiada de que, más allá de nuestras limitaciones, podemos vencer esas limitaciones buscando a Dios, como nuestra verdadera fuerza.

Cuando una inquietud se apodera de nosotros, sea la causa que sea, será importante librarnos de ella con la plegaria. Y cuando otros pensamientos nos vienen cuando estamos orando y nos apartan de la plegaria será importante el perseverar.

 Por otro lado, los recursos de plegaria son diversos: el rosario, la plegaria personal…. Dios siempre tiene la última palabra en relación a nuestros problemas, y en Él siempre podemos encontrar una salida digna.

Tenemos otros enemigos importantes en nuestra plegaria: la pérdida de coraje y la pereza. La pérdida de coraje es un arma que nos paraliza muchas veces, cuando olvidamos que la fe, la confianza y el esfuerzo provienen del Señor. La pereza lleva a la impotencia, cuando nos sentimos impotentes, y lo primero que nos viene a la cabeza es que no podemos orar,  y desconfiamos de la ayuda del Señor; luchamos para no caer en manos de los enemigos; porque no acudimos a Él con sencillez no lo vamos a encontrar. Cundo lo buscamos con fuerza, el Espíritu Santo va avivando el fuego, que nunca se apaga del todo en nuestro interior, y echa fuera la pereza.

A orar, a vencer todas estas tentaciones nos ayuda tener un espacio de plegaria. Ciertamente, toda nuestra vida debería ser plegaria, pero también es cierto que necesitamos momentos y espacios privilegiados, para protegernos de toda inquietud.

Por esto es importante que en el lugar destinado a la plegaria no se haga otra cosa, que haya silencio, que se guarde reverencia, que no sea molesto para quien ora con efusión del corazón.

Escribía el Papa Benedicto XVI:

“La oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre como tal, del “homo orans” es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que unas prácticas, y fórmulas, una manera de estar frente a Dios, antes que realizar un acto de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y arraiga en lo más profundo de la persona, por esto no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mixtificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión “rezar es difícil”. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, de tender hacia el Invisible, el Inesperado, el Inefable. Por esto, para todos, la experiencia de la oración es un desafío, una “gracia” que debemos invocar, un don de Aquel al cual nos dirigimos. (Audiencia General, 11 Mayo 2011)

 

 

 

 

 

domingo, 20 de febrero de 2022

CAPÍTULO 47, LA LLAMADA PARA LA OBRA DE DIOS

 

CAPÍTULO 47

LA LLAMADA PARA LA OBRA DE DIOS

Es responsabilidad del abad que se dé a su tiempo la señal para la obra de Dios, tanto de día como de noche, o bien haciéndolo él personalmente o encargándoselo a un hermano tan diligente, que todo se realice a las horas correspondientes. 2 Los salmos y antífonas se recitarán, después del abad, por aquellos que hayan sido designados y según su orden de precedencia. 3 No se meterá a cantar o leer sino el que sea capaz de cumplir este oficio con edificación de los oyentes. 4 Y se hará con humildad, gravedad y reverencia y por aquel a quien se lo encargue el abad.

El Oficio Divino y el celo van unidos; el celo por el Oficio es uno de los baremos para valorar la sinceridad de la vocación de monje, junto con la obediencia y las humillaciones. Pues uno de los momentos privilegiados para buscar a Dios, con la Eucaristía como cumbre y la Lectio Divina, es el Oficio Divino, al cual no debemos anteponer nada. (cfr. RB 43,3)

Si no anteponemos nada nos será fácil de cumplir, y comenzar cada día con puntualidad, una vez hecha la señal. Hacer la señal, ya es todo un indicador. Es el deseo de san Benito: un comienzo de todos juntos, y no mediante un “goteo” de hacerse presente en el coro. O, encara peor, si nos quedamos durmiendo u ocupados en otras cosas, que aunque sean necesarias, nunca lo serán en el tiempo del Oficio. Cuando la campana nos convoca es Dios quien nos convoca, y nos marca el ritmo del Oficio en cada momento. La señal del superior es únicamente un gesto preceptivo, complementario de la campana.

En esta línea escribe también Juan Casiano:

“He aquí otra observancia que cumplen al pie de la letra. Están sentados en sus celdas, aplicados al trabajo o a la meditación. Si escuchan que trucan a la puerta o a los vecinos invitando a la plegaria, al mismo tiempo se levantan todos. Con tanta presteza, que si están escribiendo no se atreven a acabar la letra empezada. En el instante en que la voz de quien llama llega a sus oídos se levanta rápidamente sin perder el tiempo para acabar la letra empezada. Y dejando todo empezado se dispone a cumplir el precepto con todo el ardor y emulación de que es capaz. Como se ve están menos interesados en avanzar en su tarea que en cumplir exactamente con la obediencia. Esta virtud no solo se refiere al trabajo manual, a la lectura, al silencio, al retiro de la celda, sino a todo lo restante. Abundan en la idea de que a todo se debe anteponer, y toda pérdida les parece insignificante con tal de no conculcar la virtud de la obediencia. (Instituciones 4,12)

San Benito tampoco quiere que nos precipitemos, sino hacer cada cosa cuando toca y esperar la señal para empezar todos juntos la plegaria común. El tema de las precipitaciones es fundamental en una vida monástica. Un tema que no va con un ritmo positivo de la vida monástica. Monjes que se precipitan o que tienen necesidad de comentarios, por supuesto siempre negativos, que no ayudan a aportar serenidad al clima comunitario.

Todo esto se aleja de la medida, la conciencia y la plenitud con que san Benito quiere llevar a cabo las cosas, pero que es evidente que es algo que forma parte del camino monástico en el que es necesario ir progresando paso a paso, ya que lo más importante es no detenerse, no darse por satisfechos con lo conseguido en lo cual lo más peligroso, a parte del conformismo, de sentirnos contentos de nosotros mismos sin ningún espíritu crítico para mirar de mejorar nuestra vida, sería retroceder y tener, en definitiva, que comenzar cada día sin haber aprendido nada del día anterior.

 Escribe el P. Louf que no cabe duda alguna: anunciar la hora de la plegaria en común reviste una importancia grande a los ojos de san Benito, y que lo que nos dice aquí refuerza lo que dice en el capítulo XLIII: que, una vez sentida la señal, dejando todo que tengamos entre manos, acudamos con presteza al Oficio Divino. Y aún, añade, como si san Benito fuese consciente de que con la rapidez se perdiera algo la compostura, que cal acudir con rapidez sí, pero con gravedad, para no dar lugar a ocurrencias inútiles.

Además, en la segunda parte del capítulo san Benito nos habla del salmista o cantor. Aquinata Bockmann afirma que es necesario, además de saber leer y cantar bien, leer y meditar el texto de la escritura y hacerlo con profundidad.

Humildad, gravedad y respeto dice san Benito, pues un canto o salmista orgulloso, irrespetuoso con los hermanos o precipitado no es un testimonio positivo sobre su relación viva con la Escritura.

Podríamos decir que debemos hacer nuestra la plegaria, la salmodia, pero sin perder de vista que la hacemos en comunidad, sin “fervores” innecesarios

. A lo largo de toda la Regla san Benito deja muy claro la importancia del Oficio Divino, la prontitud por hacernos presentes, la puntualidad de la señal del inicio, la humildad, gravedad y respeto en el momento de realizarlo. Pues como nos exhorta san Pablo VI:

“Esta oración recibe su unidad del corazón de Cristo. Ha querido nuestro Redentor “que la vida iniciada en el cuerpo mortal, con sus oraciones y su sacrificio, contara durante los siglos en el Cuerpo Místico, que es la Iglesia”, de donde se sigue que la oración de la Iglesia es “oración que Cristo, unido a su cuerpo, eleva al Padre”. Es necesario, pues que mientras celebramos el Oficio reconozcamos en Cristo nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros” (Laudis Canticum)

 

domingo, 13 de febrero de 2022

CAPÍTULO 40, LA RACIÓN DE BEBIDA

 

CAPÍTULO 40

LA RACIÓN DE BEBIDA

Cada cual tiene de Dios un don particular, uno de una manera y otro de otra (1ª Cor 7,7); 2 por eso, con algún escrúpulo fijamos para otros la medida del sustento; 3 sin embargo, considerando la flaqueza de los débiles, creemos que basta a cada cual una hemina de vino al día. 4 Pero aquellos a quienes da Dios el poder de abstenerse, sepan que tendrán especial galardón. 5Mas si la necesidad del lugar, o el trabajo, o el calor del estío exigieren más, esté ello a la discreción del superior, procurando que jamás se dé lugar a la saciedad o a la embriaguez. 6Aunque leemos que el vino es en absoluto impropio de monjes, sin embargo, como en nuestros tiempos no se les puede convencer de ello, convengamos siquiera en no beber hasta la saciedad, sino con moderación: 7 porque el vino hace apostatar aun a los sabios (Si 19,2). 8No obstante, donde las condiciones del lugar no permitan adquirir siquiera la sobredicha medida, sino mucho menos o nada absolutamente, bendigan a Dios los que allí viven y no murmuren; 9 advertimos sobre todo: que eviten a todo trance la murmuración.

Los capítulos 30 y 40 de la Regla forman un díptico en el apartado que san Benito dedica a la comida… ¿Cómo? ¿Cuándo?, ¿Qué hay escuchar durante las comidas?...

Como a lo largo de toda la Regla encontramos aquí dos principios básicos: la medida y el igualitarismo asimétrico, en este casi referido a los ancianos, enfermos e infantes. Principios ya evidentes en el apóstol san Pablo:

“Querría que todos fueran como yo, pero cada uno ha recibido de Dios su propio don: unos, éste; los otros, otro”…(1Cor 7,7)

San Benito se siente escrupuloso por haber dado una instrucción demasiado concreta; tiene muy presente la flaqueza humana, o la que imponen las circunstancias (trabajo pesado, condiciones del lugar, meteorología…), pero no renuncia a lo máximo, que sería en este caso prescindir del vino, y marca el mínimo de no llegar a la saciedad o embriaguez.

“Veo que, a menudo, estás enfermo: no bebas agua sola; con un poco de vino te ayudará a hacer la digestión” (1Tim 5,23)

Este breve texto de Pablo a Timoteo nos remite a l mesura que recomienda san Benito. Éste habla en el capítulo 38 del agua mezclada con vino como remedio para evitar el cansancio del lector de semana en el refectorio.

En esta línea escribe san Agustín:

“En el caso que una enfermedad de estómago impida beber agua, ¿no sería más honesto utilizar con moderación el vino acostumbrado que buscar otros licores, no para menospreciar una bebida más pura, sino para no menospreciar la más frugal”? (Sermón 210, sobre el ayuno cuaresmal).

La Regla no contempla positivamente el consumo de vino, pero entiende que no siempre se puede entender, y que en determinadas circunstancias y lugares se puede consentir, pero con medida.

Dice Jesús a sus discípulos:

“Vosotros, estad alertas: que el exceso de comida o la embriaguez, o las preocupaciones de la vida no ahoguen vuestro corazón” (Lc 21,34)

San Benito condena el exceso, en todo aquello que va más allá de lo necesario para vivir, sea comida, bebida, ropa o herramientas.

Pero quizás deberíamos preguntarnos la razón de que un monje, religioso, sacerdote… caiga en el exceso. Podríamos limitarnos a decir que por vicio, y en algún caso es posible, pero cuando se busca un “consuelo” es que alguna cosa de nuestra vida espiritual no funciona bien, y  no funciona por negligencia de algún aspecto de nuestra vida: Oficio Divino, Lectio, trabajo…Cuando no nos sentimos satisfechos, cuando no estaos espiritualmente bien, muchas cosas hasta entonces secundarias adquieren una importancia principal que viene a causas la preocupación, pues solamente Cristo debe ser el centro, y su imagen reflejada en los hermanos.

Escribe el Apóstol:

“Su fin será la perdición, su dios es el vientre, y ponen su gloria en las partes vergonzosas. Todo lo que aprecian son las cisas terrenales”.  (Flp 3,19)

Cuando nuestro centro es Cristo y no las cosas terrenales. Si, por ejemplo, lo que se sirve en el refectorio cobra un interés más grande que otras más importantes, es que algo no funciona en nuestra vida monástica, y llegar al límite en la comida y en la bebida como consolación de nuestra vida deficitaria en el terreno espiritual sería una desviación llevada al límite. Sin embargo, pasa como en la vida de los laicos, que al caer en excesos puede deberse a un déficit sentimental, o trabajo hecho a disgusto, una situación familiar difícil… que en un momento pueden parecer centrales, pero que en realidad son circunstanciales, y que en todo caso deberíamos confiar más en el Señor, poniendo también de nuestra parte para situar la situación.

“Habéis pasado tiempo cumpliendo la voluntad de los paganos, y viviendo en medio de libertinajes, pasiones, embriagueces, orgías, borracheras e idolatrías abominables. Ahora, ellos encuentran extraño que no vayáis a su lado para orgías sin freno, y no paran de injuriaros” (1Pe 4,3-4)

 Escribe san Pedro. Y parece que todo debía quedar fuera cuando entramos al monasterio. No es así y muchos de estos peligros nos asediaran, y será preciso seguir luchando.

Se dice que cuando Juan Pablo II empezaba a tener problemas graves de salud y le pedían que bajara el ritmo de su actividad y se preocupara de su santidad, respondía que nunca de preocuparse por ella. Una simple anécdota que nos muestra que nunca debemos aflojar la lucha por la santidad, por la salud de la vida espiritual, de la que la vida corporal es un reflejo. Los peligros siempre están presentes, pues nuestra vida de fe no es sino una lucha hasta el último día.

Como escribe San Doroteo:

“Las cosa así. Aun cuando sean muchas las virtudes que un hombre posee, aunque sean innumerables, si se aparta de este camino nunca encontrará el reposo sino que estará siempre afligido o afligirá a los otros, y perderá el mérito de su fatigas” (Instrucción 7, Sobre la acusación de sí mismo).

Y nos es necesario evitar la aflicción que viene sobre todo por la murmuración, de la que llama la atención en el verso final del capítulo.

 

 

 

 

 

 




 

domingo, 6 de febrero de 2022

CAPÍTULO 33, SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD

 

CAPÍTULO 33

SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD

Hay un vicio que por encima de todo se debe arrancar de raíz en el monasterio, 2 a fin de que nadie se atreva a dar o recibir cosa alguna sin autorización del abad, 3 ni a poseer nada en propiedad, absolutamente nada: ni un libro, ni tablillas, ni estilete; nada absolutamente, 4 puesto que ni siquiera les está permitido disponer libremente ni de su propio cuerpo ni de su propia voluntad. 5 Porque todo cuanto necesiten deben esperarlo del padre del monasterio, y no pueden lícitamente poseer cosa alguna que el abad no les haya dado o permitido. 6 Sean comunes todas las cosas para todos, como está escrito, y nadie diga o considere que algo es suyo. 7Y, si se advierte que alguien se complace en este vicio tan detestable, sea amonestado por primera y segunda vez; 8 pero, si no se enmienda, quedará sometido a corrección.

En la Regla no se pide al monje el voto de pobreza, como se pide el de obediencia. Está dentro de lo que llamamos “conversión de costumbres”, y esta peculiaridad es todo un símbolo de que la pobreza o ausencia de posesión de las cosas significa en la vida monástica.

Cuando venimos al monasterio dejamos atrás una serie de cosas, entre ellas una concepción de la propiedad. Esto no implica una falta de lo necesario, sino al contrario, más bien una socialización de bienes. Renunciamos a poseer, a considerar las cosas como nuestras, pero por otro lado recibimos todo aquello que necesitamos, a veces incluso más de lo esperado. San Benito no nos dirá que la propiedad es un robo, como escribía Pierre Joseph Proudhom, el año 1840, escandalizando a la sociedad de su tiempo; y unas décadas antes que Karl Marx afirmara lo mismo con otras palabras. Más bien san Benito nos viene a decir que la propiedad es un vicio, y que el deseo de poseer no es propio de monjes.

San Benito nos habla de una cierta abnegación o renuncia, de valorar todas las cosas que recibimos, tratar todo aquello que hay en el monasterio como vasos sagrados, pero no ambicionar poseer aquello de lo cual no tenemos necesidad.

No es fácil esto en una sociedad donde el valor de la posesión está muy presente, y en ocasiones también nosotros venimos a caer, sin tener en cuenta la dimensión económica que este tema puede tener también para la vida de todo el monasterio. Una actitud responsable piensa antes si una inversión o una compra importante de la comunidad es necesaria para la vida de la comunidad.

Y aquí el anecdotario es amplio: la luz, agua con más presión, o alguna herramienta de trabajo… Y venimos a pensar que nuestro trabajo se simplificaría y nuestro confort aumentaría de manera lineal. No es trata de privaciones, sino de una contención en los gastos, de una abnegación, de no caer, en definitiva, en un puro materialismo, que al final nos lleva a no dar valor a las cosas.

Hermanos nuestros que por razones familiares u otras causas llevan unos meses fuera de la comunidad, comentan algunas situaciones de su vida fuera de la comunidad: tener el plato en la mesa, ropa limpia y planchada, coche a disposición… que les lleva a recordar la vida en la comunidad. Esto viene a decirnos como en esas situaciones “extraordinarias” que están viviendo, recuerdan que en la vida de la comunidad eran aspectos de los que no tenían que preocuparse, cuando fuera ocupan una parte importante de tiempo. Quizás nos habituamos pronto a pedir y tener aquello que necesitamos, y que es, por tanto, un deber de los encargados el procurarlos con diligencia y prontitud.

Si san Benito no piensa en la pobreza como un voto propiamente dicho, sí que piensa que la posesión, y sobre todo que el afán de poseer puede llegar a ser un grave inconveniente para la vida monástica.

Pero esta abnegación o renuncia va más allá de lo material. Jesús enseña: “No llevéis monedas de oro o plata, o de cobre, no toméis para el camino bolsa, ni dos vestidos, ni sandalias, ni bastón” (Mt 10,10). Y añade a continuación: “El que trabaja merece recibir lo necesario para vivir”.

Seguramente la idea de san Benito va por aquí: no ambicionar, con la seguridad de que no nos falte lo necesario. Pero la renuncia va más allá de las cosas materiales: Podemos tener una actitud humilde, podemos tener una actitud fuertemente contraria a cualquier tipo de posesión, pero, a la vez, reclamar aquello que deseamos como absolutamente imprescindible y urgente. La renuncia intelectual debe coincidir con la material. La pobreza de corazón es algo que también nos cuesta, y que no se limita a las cosas materiales, sino que se proyecta más allá y se transforma en una lucha constante por imponer sino nuestra voluntad particular, por lo menos nuestro punto de vista personal.

San Benito, escribe el P. Alejandro Masoliver define con una vehemencia desacostumbrada la propiedad como un vicio y añade que es nefasto y que es necesario desarraigarlo de raíz, es decir de nuestro corazón, para acomodarnos a lo estrictamente necesario. Pero este concepto de “necesario” puede ser bastante relativo y discrecional. Y escribía este respecto:

“Sin duda encontraremos la regla de oro en una austeridad sin excesos, en una frugalidad y parquedad o discreción en todo lo referente al alimento, el vestido, el mobiliario, y, en general, al género de vida que se adecue a nuestra condición de monjes, que es mejor de lo que habríamos gozado la mayoría de los monjes -en la época de san Benito- en nuestra propia casa familiar”  (Si busacas Dios de verdad)

Como siempre en san Benito todo mira a la discreción y simplicidad material y espiritual. Escribe san Bernardo:

Hay tres clases de pobreza. La inevitable, la voluntaria y la fingida; la que distribuye equitativamente y da lo que es de justicia, la rechazada por fingida, soportada por inevitable, abrazada por voluntaria, la que se vuelve pobre de espíritu y busca el Reino de Dios que llevaba en s interior, pero se perdió”. (Tercera serie de sentencias, 2)

Debemos practicar la pobreza voluntaria, huir de la fingida, y soportar, si es necesario, la inevitable, abrazándola, como nos dice san Bernardo, con pureza de corazón, y dándole siempre gracias por todo lo que recibimos de Él de manera directa o a través de los hermanos. Sin entristecernos nunca, como diría san Benito.

 

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