domingo, 18 de diciembre de 2022

CAPÍTULO 64 LA INSTITUCIÓN DEL ABAD.

 

CAPÍTULO 64

LA INSTITUCIÓN DEL ABAD.

En la ordenación del abad siempre ha de seguirse como norma que sea instituido aquel a quien toda la comunidad unánimemente elija inspirada por el temor de Dios, o bien una parte de la comunidad, aunque pequeña, pero con un criterio más recto. 2 La elección se hará teniendo en cuenta los méritos de vida y la prudencia de doctrina del que ha de ser instituido, aunque sea el último por su precedencia en el orden de la comunidad. 3 Pero, aun siendo toda la comunidad unánime en elegir a una persona cómplice de sus desórdenes, Dios no lo permita, 4 cuando esos desórdenes lleguen de alguna manera a conocimiento del obispo a cuya diócesis pertenece el monasterio, o de los abades, o de los cristianos del contorno, 5 impidan que prevalezca la conspiración de los mal intencionados e instituyan en la casa de Dios un administrador digno, 6 seguros de que recibirán por ello una buena recompensa, si es que lo hacen desinteresadamente y por celo de Dios; así como, al contrario, cometerían un pecado si son negligentes en hacerlo. 7 El abad que ha sido instituido como tal ha de pensar siempre en la carga que sobre sí le han puesto y a quién ha de rendir cuentas de su administración; 8 y sepa que más le corresponde servir que presidir. 9 Es menester, por tanto, que conozca perfectamente la ley divina, para que sepa y tenga dónde sacar cosas nuevas y viejas; que sea desinteresado, sobrio, misericordioso, 10 y «haga prevalecer siempre la misericordia sobre el rigor de la justicia», para que a él le traten la misma manera. 11 Aborrezca los vicios, pero ame a los hermanos. 12 Incluso, cuando tenga que corregir algo, proceda con prudencia y no sea extremoso en nada, no sea que, por querer raer demasiado la herrumbre, rompa la vasija. 13 No pierda nunca de vista su propia fragilidad y recuerde que no debe quebrar la caña hendida. 14 Con esto no queremos decir que deje crecer los vicios, sino que los extirpe con prudencia y amor, para que vea lo más conveniente para cada uno, como ya hemos dicho. 15 Y procure ser más amado que temido. 16 No sea agitado ni inquieto, no sea inmoderado ni tercer no sea envidioso ni suspicaz, porque nunca estará en paz. 17 Sea previsor y circunspecto en las órdenes que deba dar, y, tanto cuando se relacione con las cosas divinas como con los asuntos seculares, tome sus decisiones con discernimiento y moderación, 18 pensando en la discreción de Jacob cuando decía: «Si fatigo a mis rebaños sacándoles de su paso, morirán en un día». 19 Recogiendo, pues, estos testimonios y otros que nos recomiendan la discreción, madre de las virtudes, ponga moderación en todo, de manera que los fuertes deseen aun más y los débiles no se desanimen. 20 Y por encima de todo ha de observar esta regla en todos sus puntos, 21 para que, después de haber llevado bien su administración, pueda escuchar al Señor lo mismo que el siervo fiel por haber suministrado a sus horas el trigo para sus compañeros de servicio: 22 «Os aseguro que le confiará la administración de todos sus bienes».

Escribía el abad Mauro en su testamento: “Ahora ya no me queda sino acogerme a la misericordia de Dios, ya que no puedo hacer ningún acto de reparación. No hay tiempo para rectificar, mi mirar atrás porque la vida va en un sentido único. Solo me queda asumir mis desaciertos, reconocer la trama de mis miserables acciones que preferiría no recordar por defectuosas, imperfectas, erróneas, necias, ridículas, es decir paja seca quemada en las brasas de Cristo fuego, y nada más”.

Asumir la imperfección, los propios defectos no es fácil. San Benito pone el listón muy alto, y cuando leemos el capítulo segundo o el sesenta y cuatro, parece como si pidiera al abad un nivel de virtudes que no pueden darse en tan alta calidad. Ya la misma elección que debe ser por el mérito de vida y sabiduría de doctrina, pone alerta sobre el criterio de valoración que se puede tener de una persona, y siempre será necesario atender a la misericordia de Dios, de la cual no debemos desesperar.

La estructura de una comunidad es casi una excepción hoy en la Iglesia, pero en los primeros años del cristianismo hasta la entrada de la Edad Media, se elegían los obispos y los capítulos catedrales de manera muy diferente de nuestros días, con sede episcopales vacante durante años y un proceso de nombramiento opaco.

Antes de san Benito eran sistemas diversos. Aquinata Bockmann de un superior elegido por el anterior superior, todavía en vida, como si eligiese un heredero, en línea con ciertas monarquías de la antigüedad o la Edad Media, o con el donante de tierras al monasterio, todo lo cual se prestaba a la manipulación. Esta manipulación siempre puede volver a ser actual en todo tiempo, incluido el nuestro.

Lo que nos deja claro san Benito es que deben impedirse los desórdenes. Vivimos siempre en un equilibrio inestable. Es humana, muy humana, la tentación de ir probando la resistencia del Abad o Prior, con pequeñas cosas de la vida monástica de cada día: asistencia, puntualidad… Es tema principal y primero la necesidad de ser fieles a nuestra vocación.

Hemos venido al monasterio sintiéndonos llamados por el Señor a ser monjes, pero, como nos recuerda san Benito somos almas enfermas y las tentaciones no nos abandonan nunca. Cada día debemos renovar nuestro celo por Dios, el buen celo que debe guiar nuestra vida y vivirla como un regalo que el mismo Señor nos ha hecho. No dar importancia a los pequeños vicios acaba por generar otros más grandes, y de aquí venir a una inestabilidad espiritual que puede hacer peligrar nuestra vocación, y nuestra alma.

La turbulencia, la preocupación, exageración, obstinación generan la pérdida de paz. Es un riesgo, dice san Benito para el abad, o para todo el que tiene una responsabilidad.

¿Cómo podemos ayudar a mantener en un buen nivel la vida monástica? Manteniendo el ritmo de la jornada sabiamente diseñada por san Benito: plegaria, trabajo, contacto con la Palabra, descanso. Es preciso cuidar esto aspectos para no deslizarnos hacia la indolencia, la rutina,,, y, en definitiva, una crisis personal y comunitaria. Vivir la vida monástica con discreción, es vivir virtuosamente, y viene a ser el buen camino a la vida eterna.

Como nos recuerda el abad Mauro en su testamento: “Hacer la lectura del propio comportamiento de toda la vida, de las actitudes mantenidas, de los sentimientos que las han alimentado, de las motivaciones que me han llevado a actuar casi por una especie de determinismo bajo el impulso del defecto de fábrica es comenzar la recapitulación en Cristo y encontrar nuevas motivaciones, nuevos sentimientos, nuevas actitudes, nuevo comportamiento, en una palabra, la transformación en Cristo”

Cristo, como punto de partida y como meta no puede haber nada mejor, y con esta centralidad en Cristo que aparece a lo largo de toda la Regla debemos analizar nuestra vida de monjes y de creyentes; conscientes de la distancia que nos separa del modelo, y sabiendo que nunca vamos a este horizonte, pero siempre teniéndolo como referencia principal.

domingo, 11 de diciembre de 2022

CAPÍTULO 57 LOS ARTESANOS DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 57

LOS ARTESANOS DEL MONASTERIO

Si hay artesanos en el monasterio, que trabajen en su oficio con toda humildad, si el abad se lo permite. 2 Pero el que se envanezca de su habilidad por creer que aporta alguna utilidad al monasterio, 3 sea privado del ejercicio de su trabajo y no vuelva a realizarlo, a no ser que, después de haberse humillado, se lo ordene el abad. 4 Si hay que vender las obras de estos artesanos, procuren no cometer fraude aquellos que hayan de hacer la venta. 5 Recuerden siempre a Ananías y Safira, no vaya a suceder que la muerte que aquellos padecieron en sus cuerpos, 6 la sufran en sus almas ellos y todos los que cometieren algún fraude con los bienes del monasterio. 7 Al fijar los precios no se infiltre el vicio de la avaricia, 8 antes véndase siempre un poco más barato que lo que puedan hacerlo los seglares, 9 «para que en todo sea Dios glorificado».

La comunidad es como un solo cuerpo con muchos miembros, a imagen del Cristo, que es como el cuerpo humano: muchos miembros, pero todos formando un solo cuerpo. Todos estamos llamados por el Espíritu a la vida monástica para formar un solo cuerpo, y hemos recibido como bebida un solo Espíritu. Y así como el cuerpo no tiene solo un miembro sino diversos, así también la comunidad.

Si el cocinero dijera: como no soy enfermero no soy de la comunidad, no por esto deja de serlo… Si toda la comunidad fuese enfermero, o portero… ¿quién iba realizar los otros servicios?  Dios distribuye en la comunidad cada uno de los servicios como le parece. Los miembros son muchos, pro la comunidad una sola. Y un miembro no puede decir a otro: “no te necesito”.  Todos los miembros se necesitan mutuamente, y los miembros que parecen más débiles son los más necesarios; y los que tenemos como menos necesarios son los más reconocidos.

Dios ha dispuesto la comunidad de manera que ha dado más honor a los miembros que mas se necesitan, de manera que no haya divisiones, sino que todos los miembros tengan la máxima solicitud unos con otros. Nosotros formamos parte del cuerpo de Cristo y cada uno es miembro. Y entre todos debemos procurar hacerlo de la mejor manera posible, y anhelar el don más grande del que nos habla el Apóstol: el amor. (Cfr. 1Cor 12,12-31)

San Benito sabe del riesgo de los artesanos o de cualquier oficio dentro de una comunidad: el orgullo. Y considera esta falta tan grave que recomienda quitarle del oficio, pues en el fondo se aparta del sentido del servicio dentro de la comunidad.

Ciertamente, el artesano puede sucumbir al orgullo, e incluso a la tentación de fraude. O también teniendo necesidad de una cantidad excesiva de medios desproporcionados en relación a su tarea.

Es la arrogancia de la que habla san Bernardo:

“El arrogante cree todo aquello que se dice de él positivo. Elogia todo lo que hace y no le preocupa lo que pretende. Se olvida de las motivaciones de su tarea. Se deja arrastrar por las opiniones de los demás. Se fía más de sí mismo que de los otros; solo cuando se trata de su persona cree más a los otros que a sí mismo. Aunque su vida es palabra vana y ostentación, se considera la encarnación misma de la vida monástica, y en lo íntimo de su corazón se tiene como el más santo de todos. Cuando alaban algún aspecto de su persona no lo atribuye a la ignorancia o benevolencia de quien le exalta, sino, arrogantemente, a sus propios méritos. (Los grados de la humildad y del orgullo, 43,1)

Un artesano, u otro con una tarea determinada, también debe de formarse, lo cual es un aspecto importante y que puede significar para la comunidad un gran gasto de recursos materiales y temporales, y a veces, la formación es una inversión perdida, si el monje no persevera, pues queda por un lado el monje formado y por otra el material ingente a la espera de otro sea formado en ese oficio, lo cual no es cosa de unos días. La formación, sea por la tarea o responsabilidad que sea, es necesario que sea reglada porque la formación autodidactica es una formación no contrastada, aunque sea realizada con buena voluntad, sin pasar por una evaluación que sería útil para confrontar unos conocimientos adquiridos, y tener el riesgo de ser unos conocimientos a conveniencia de uno.

Como dice la Declaración del Orden, lo que debemos procurar es “hacer bien la faena de cada día, lo cual, a veces nos pide tanto sacrificio, que, con razón, la podemos comparar con la austeridad de la vida monástica antigua”.  (Declaración, 66)

Leyendo algunos capítulos de la Regla, podríamos llegar a la conclusión de que san Benito es desconfiado, que ve peligros en todas partes, cuando la realidad es que san Benito conoce muy bien la naturaleza humana y sabe de nuestra fragilidad y debilidades, físicas y morales.

Y todavía añadirá que no debemos de permitir que se infiltre el mal de la avaricia, y dar las coses a un precio más bajo del que pueden dar los seglares. No es que san Benito quiera obstruir alguna vocación al artesanado, y quien dice artesanado se puede decir cualquier responsabilidad que se pueda pedir. Lo que quiere es advertirnos de los riesgos. Otro riesgo no menor sería huir del estudio ante la responsabilidad que se nos pueda pedir. El principio de subsidiaridad es un principio fundamental en la Doctrina Social de la Iglesia, y significa ser responsables de lo que nos corresponde hacer, de lo que se nos pide, con todos sus matices, y lo que es más importante: hacerlo siendo conscientes de que formamos parte de un solo cuerpo, sin el cual cada de nosotros seríamos poca cosa. No aprovecharnos, no olvidando que somos monjes, y que como a tales, no tenemos sentido aislados, a pesar de la etimología del término “monje”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



domingo, 4 de diciembre de 2022

CAPÍTULO 50 LOS HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO O ESTÁN DE VIAJE

 

CAPÍTULO 50

LOS HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO O ESTÁN DE VIAJE

Los hermanos que trabajan muy lejos y no pueden acudir al oratorio a las horas debidas, 2 si el abad comprueba que es así en realidad, 3 celebren el oficio divino en el mismo lugar donde trabajan, arrodillándose con todo respeto delante de Dios. 4 Igualmente, los que son enviados de viaje, no omitan el rezo de las horas prescritas, sino que las celebrarán como les sea posible, y no sean negligentes en cumplir esta tarea de su prestación.

La profesión monástica no está cualificada como un sacramento. Dice el catecismo de la Iglesia Católica que “el carácter sacramental” es un sello espiritual otorgados por el Bautismo, la Confirmación y el Orden. Constituye una promesa y garantía de la protección divina. En virtud de este sello, el cristiano queda configurado con Cristo, participa de diversas maneras de su sacerdocio y forma parte de la Iglesia. Queda, por tanto, consagrado al culto divino y al servicio de la Iglesia. Como es un carácter indeleble estos sacramentos solo pueden recibirse una vez. (CEC 1121). Esta configuración con Cristo y la Iglesia, realizada por el Espíritu es indeleble según el Concilio de Trento, y es muy importante la afirmación de que los sacramentos que imprimen carácter no pueden ser repetidos. Alguna cosa cambia para siempre en quien los recibe, por lo que su eficacia es de particular relieve para el bien de la Iglesia.

No se puede afirmar, pues, que la profesión monástica sea un sacramento, ni tampoco que imprima carácter. Una dispensa de votos puede acabar con el compromiso adquirido ante el Señor, y colocado sobre el altar con la cédula el día de la Profesión. Mientras que los efectos del sacramento del Bautismo y del Orden persisten en quien los recibió.

No es que san Benito vaya en contra de este principio, pero sí que, en este capítulo que hemos escuchado y en el siguiente, nos viene a decir que ser monje no es algo que dependa del lugar donde estamos, siempre temporal. Somos monjes siempre y en todo lugar y eso debe manifestarse en dos aspectos: la plegaria y el comportamiento, evitando los excesos.

La plegaria debe marcarnos la jornada, tanto si estamos en el monasterio, como si estamos fuera. No siempre es fácil eso. Si el motivo es el trabajo cuesta dejar lo que tenemos entre manos para orar a una hora determinada; y si estamos de viaje se añade la dificultad de encontrar un cierto grado de intimidad, lo cual no siempre es fácil. El mismo san Benito lo ve así cuando nos dice que hagamos el Oficio cuando podamos; el fundamento es no despreciarlo, evitando de pensar que si estamos fuera del monasterio tampoco no necesitamos rezarlo en privado; y, sobre todo, atendiendo a que no nos pase por alto este cumplimiento. La razón de fondo es que el Oficio es para nosotros el contacto con la  Palabra de Dios, es decir, algo absolutamente necesario para poder vivir cada día como monjes, es nuestro alimento espiritual. Así, aunque ser monje no imprime carácter, tenemos una obligación que modifica nuestro carácter.

La Constitución Apostólica Laudicus Canticum de san Pablo Vi nos dice:

“Aquellos que han recibido de la Iglesia el mandato de celebrar la Liturgia de las Horas deben seguir escrupulosamente el curso de la plegaria, haciéndolo coincidir, en la medida de los posible, con el tiempo verdadero de cada una de las horas” (LC 8)

Nosotros pues, no somos unos fieles que cuando lo necesitamos nos viene de gusto el orar con el Oficio Divino, lo cual está muy bien para ellos. Para nosotros orar es algo necesario 

algo a desear en cualquier situación y lugar, haciendo todo lo que podamos por realizarlo en las Horas prescritas. Hacemos lo que podemos, pero hacerlo con respeto, y con la conciencia de que estamos siempre delante de Dios.

El capítulo siguiente está en la misma línea, pero en este caso nos habla de la contención en hábitos como el comer y beber, evitando el comer fuera. San Benito lo considera un tema no menor, sino más lo contrario, ya que nos habla de excomunión en caso de hacerlo sin el permiso del abad. Son dos caras de la misma moneda: la interior o espiritual y la parte exterior o corporal que se complementan.

El contexto social no ayuda, más bien lo dificulta, pensando que nos hacen un favor invitándonos a comer en el exterior, o aconsejando que por fallar un día en una o dos plegarias no es tan grave. Todo esto nace de un cierto paternalismo mal entendido.

Amigos, compañeros o conocidos, creen saber mejor lo que hemos de hacer nosotros, cuando de hecho lo que muestran es que desconocen los rasgos fundamentales de la vida del monje: la plegaria y la sobriedad. No creo que nadie se escandalice si declinamos una invitación con un “gracias por el ofrecimiento o la compañía”. Pero también podría ser la invitación por parte nuestra, una invitación a orar con nosotros, mostrando que la plegaria no es algo exótico o puntual, sino un hábito propio de la vida de monje.

Escribe Aquinata Bockmann que san Benito es consciente de recitar las Horas cuando estamos de viaje, tanto por la hora, como por la manera de hacerlo. Habría que de decir que en tiempo de san Benito era impensable poder llevarse un pequeño libro o breviario bajo el brazo, y debía de recitar de memoria el Oficio. Añade Aquinata que este capítulo es importante para nosotros porque hoy es más fácil y frecuente el desplazamiento, pero debemos tener en cuenta otro aspecto: la comunión. Es decir, que cuando la comunidad ora en el coro lo hace también en comunión con los hermanos ausentes, enfermos o de viaje, como recordamos en Maitines y Completas, o en cada Hora del Oficio Divino. Estamos en comunión unos con otros, los que permanecen en el monasterio y hacen el Oficio, recordando los ausentes, y éstos, orando en privado en comunión con el resto de la comunidad que ha quedado en el monasterio.

Ciertamente, la profesión monástica no imprime carácter en un sentido doctrinal, pero para vivirla en profundidad ha de modificar nuestro carácter y modelarlo según Cristo. Éste es siempre nuestro modelo e ideal. Él se apartaba de la multitud, buscaba un lugar solitario y oraba. Esto es lo que nos pide san Benito que imitemos.

domingo, 27 de noviembre de 2022

CAPÍTULO 45 LOS QUE SE EQUIVOCAN EN EL ORATORIO

 

CAPÍTULO 45

LOS QUE SE EQUIVOCAN EN EL ORATORIO

Si alguien se equivoca al recitar un salmo, un responsorio, una antífona o una lectura, si allí mismo y en presencia de todos no se humilla con una satisfacción, será sometido a un mayor castigo 2 por no haber querido reparar con la humildad la falta que había cometido por negligencia. 3 Los niños, por este género de faltas, serán azotados.

 

Equivocarse es humano; es frecuente de una u otra manera. La mayor parte de las veces nos equivocamos por no prestar suficiente atención a lo que hacemos o decimos. San Benito nos dice que cuando salmodiemos en el Oficio Divino procuremos que nuestro pensamiento vaya de acuerdo con la voz (cf RB 19,7). No siempre es fácil; nuestro pensamiento va a veces por caminos distinto de la voz.

Nos equivocamos de pensamiento

El origen de nuestros errores está a menudo en una falta de pensamiento. Nuestra mente divaga en otras cosas, que tenemos que hacer más adelante. Nos olvidamos de las palabras de san Benito, cuando nos dice: “creemos que Dios está presente en todas partes” y que “los ojos del Señor, en todo lugar, miran a los buenos y a los malos” pero lo creemos, sobre todo, sin duda alguna, cuando estamos en el Oficio Divino. (RB 19 ,1-2)

Caer en la rutina, acudir al Oficio desmotivados, puede acabar por afectar no solo a nuestra voz física, sino, sobre todo, a la voz espiritual. Al Señor le place la plegaria, que le alabemos, pues al alabarlo con la plegaria nos la apropiamos, y nada hay mejor para nosotros que sentirnos cerca de Él. Cuando nuestra mente divaga con otras preocupaciones, es como si teniendo a Dios delante de los ojos, no le hiciéramos caso, lo cual más que un error es un pecado.

Concentrarnos no siempre es fácil, Se dice que los hermanos preguntaron a abbá Agaton:

“¿Cuál es la virtud que exige mayor esfuerzo?” Y él respondió: “Perdonadme, pero pienso que no hay un esfuerzo mayor que orar a Dios sin distracciones. Porque cada vez que el hombre quiere orar, el enemigo se esfuerza por impedirlo, puesto que sabe que solo le detiene la plegaria a Dios. Y en todo género de vida que practique el hombre con perseverancia llegará al descanso, pero en la oración es necesario combatir hasta el extremo, hasta el últimos suspiro” (Libro de los ancianos, 12,2).

Nos equivocamos de palabra

Los errores de pensamiento nos llevan a los errores de palabra. Viene a ser el resultado, la visualización o materialización de una divagación de nuestra mente que sumida en la distracción no pone la debida atención en lo que dice.

Es cierto que, en ocasiones, algún texto, especialmente patrístico, por ejemplo, puede presentar cierta dificultad de lectura, pero, si lo analizamos bien, tiene su sentido y en ocasiones profundo. Habría que decir que es necesario ponernos en el papel de quien ha escrito el texto, y por lo tanto en el papel del salmista, que en ocasiones clama, o en otras suplica, o alaba…

 

Nos equivocamos por omisión

Pero no todos los errores son por la acción; otras lo son por omisión. En primer lugar, cuando se cierra nuestra boca, y, por tanto, no oramos, no es porque nuestra mente esté ausente del texto, al contrario, está ausente por el tedio, el aburrimiento, la lejanía. Pero si nos paramos a pensar, ¿cómo podemos sentirnos lejos del Señor en momentos tan intensos como son los de la plegaria?

Si verdaderamente Cristo es el centro y el norte de nuestra vida, ¿cómo nos podemos alejar de manera consciente o negligente?

Santo Tomás distingue entre la atención a las palabras, por lo cual es preciso cuidar bien la pronunciación, y lo que debemos procurar prioritariamente, la atención al sentido, al significado de las palabras, y la atención a Dios, que es lo más necesario. (ad Deum et ad rein pro qua oratur, II-II, q. 83, a. 13)

También, algunas veces tenemos la tentación de omitir gestos, que de hecho nos ayudan a la reverencia en la plegaria.

Escribe el P. Columbá Marmión: “Cuando el alma está poseída de una verdadera devoción, se postra interiormente delante de Dios, y a él se ofrece por completo con unas alabanzas magníficas que envidian a los mismos ángeles. Así mismo, inclinarse al final de cada salmo al decir el Gloria al Padre… es como un resumen y compendio de toda nuestra alabanza y devoción. Santa Magdalena de Pazzi sentía tal devoción al recitarlo, que se la veía palidecer en este momento; tanta era la intensidad que sentía en su entrega a la Santísima Trinidad. Sucederá, no obstante, que a pesar de todo nuestro fervor no veamos asaltados de distracciones. ¿Qué hacer, entonces? Las distracciones son inevitables. Somos débiles, y son muchos los objetos que solicitan la atención y disipan nuestra alma, pero si son causa de nuestra fragilidad no debemos turbarnos”. (Jesucristo, ideal del monje)

Esta distracciones voluntarias o involuntarias nos empobrecen, y, todavía más, son fruto de nuestra presunción de imponer un capricho propio por encima de las costumbres establecidas en el monasterio y en el Orden.

Las faltas o las equivocaciones no son solo propias de nuestra Orden, ni de nuestros tiempos. Escribía santa Teresa de Jesús:

“Media culpa es si alguna en el coro, dicho el primer salmo, no viniere; y cuando entran tarde se deben de postrar hasta que la madre priora mande que se levante. Media culpa si alguna presume de cantar o leer de otra manera de lo que suele hacerse. Media culpa si alguna no estando atenta al Oficio Divino con los ojos bajos, mostrase liviandad en la mente” (Constituciones, 14,1-3)

Siempre es un consuelo que santa Teresa lo considere media culpa, pero mejor no habituarse, pues la misma santa Teresa añade: “Y la que por costumbre comete culpa leve, les sea dada penitencia de mayor culpa”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 20 de noviembre de 2022

CAPÍTULO 38 EL LECTOR DE SEMANA

 

CAPÍTULO 38

EL LECTOR DE SEMANA

En la mesa de los hermanos nunca debe faltar la lectura; pero no debe leer el que espontáneamente coja el libro, sino que ha de hacerlo uno determinado durante toda la semana, comenzando el domingo. 2 Este comenzará su servicio pidiendo a todos que oren por él después de la misa y de la comunión para que Dios aparte de él la altivez de espíritu. 3 Digan todos en el oratorio por tres veces este verso, pero comenzando por el mismo lector: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». 4 Y así, recibida la bendición, comenzará su servicio. 5 Reinará allí un silencio absoluto, de modo que no se perciba rumor alguno ni otra voz que no sea la del lector. 6 Para ello sírvanse los monjes mutuamente las cosas que necesiten para comer y beber, de suerte que nadie precise pedir cosa alguna. 7 Y si algo se necesita, ha de pedirse con el leve sonido de un signo cualquiera y no de palabra. 8 Ni tenga allí nadie el atrevimiento de preguntar nada sobre la lectura misma o cualquier otra cosa, para no dar ocasión de hablar; 9 únicamente si el superior quiere, quizá, decir brevemente algunas palabras de edificación para los hermanos. 10 El hermano lector de semana puede tomar un poco de vino con agua antes de empezar a leer por razón de la santa comunión y para que no le resulte demasiado penoso permanecer en ayunas. 11 Y coma después con los semaneros de cocina y los servidores. 12 Nunca lean ni canten todos los hermanos por orden estricto, sino quienes puedan edificar a los oyentes.

San Benito quiere que en la mesa, además de la comida y bebida, no falte la lectura, como alimento espiritual. Del tipo de lectura no habla en este capítulo, pero nos habla en otros capítulos de la Regla, donde sugiere que sea edificante, que debemos escuchar con gusto las lecturas santas (cf. RB 4,55), que en horas determinadas se dediquen a la lectura divina (Cf  RB 48,1); en el verano desde la hora cuarta hasta la hora de sexta (Cf. RB 48,4), en el invierno hasta la hora segunda completa, y en Cuaresma hasta la hora tercera(Cf. RB 48,14) o que el domingo se dediquen más a la lectura (Cf. RB 48,22)

Daba tanta importancia a la lectura que la equipara con la oración de lágrimas, la compunción del corazón y la abstinencia. Y no admite que se menosprecie, de manera que, si se da a lectura o molesta a otros, debe ser castigado (Cf RB 48,18).

Aquí define al lector, y establece como deben comportarse el auditorio para una lectura de provecho. El lector debe servir a la comunidad a lo largo de toda la semana, como los demás servicios comunitarios y para que sea edificante, debe huir de la vanidad, y recibir la bendición y la plegaria, pues a menudo de su boca saldrán palabras santas, provenientes de la Escritura o de los Santos Padres, y debe ser consciente que es un instrumento, voz, de un mensaje para ayudar a otros. No debe elegirse al azar, lo que compromete a realizarlo lo mejor posible. Como tiene su dificultad, antes que beba un poco de vino con agua, para no hacerlo en ayunas.

Debe poner los cinco sentidos en su servicio; estar concentrado en lo que hace, como también deben estarlo los oyentes.

La lectura en el refectorio no es equivalente a un escuchar la radio o la televisión por parte de una familia reunida en su hogar. Aquí la lectura tiene una dimensión formativa, por lo que la escucha debe ser atenta. San Benito siempre nos quiere con el oído atento, en el Oficio Divino, en la Eucaristía, en la Colación, y también en el refectorio. Más que cuando leemos en privado, y más cuando se trata de la Palabra de Dios. En el refectorio no debe sentirse un ruido excesivo, lo cual es algo que deben tener presente los servidores, y evitar ruidos excesivos. Al decir que no debe sentirse ningún murmullo y ninguna voz excepto la de quien lee, san Benito se refiere a que haya un silencio absoluto, ninguna murmuración, un vicio al que san Benito se refiere en la Regla trece veces, y que define como un verdadero mal.

La tentación de murmurar sobre la lectura, si nos agrada o no, no nos abandona. Hace falta siempre un esfuerzo para centrarnos en la lectura, en su sentido, pues siempre es bueno escuchar el Magisterio de la Iglesia, o vidas que edifican, o reflexiones teológicas que nos pueden enriquecer. Nos puede agradar más un autor que otro, o un lector que otro, pero por encima de todo no debemos olvidar que la mayoría de lecturas forman parte del Magisterio o de la vida de la Iglesia, pasada o presente, lo cual siempre es un enriquecimiento cuando hacemos una  buena escucha.

Nos podría parecer que la lectura es prescindible, pero san Benito lo deja bien claro en la primera frase cuando dice: “en la mesa no debe faltar nunca la lectura”.

La lectura en el refectorio, escribe Aquinata Bockmann, es considerada en la tradición monástica como una cierta decadencia, porque en el antiguo Egipto los monjes comían en silencio, y fue en Capadocia donde se incorpora la lectura en el refectorio, para que se mantenga el silencio de los monjes, y se eviten las palabras ociosas e incluso las disputas.

No tiene, pues, un origen tan espiritual, como podemos suponer, pero de hecho la lectura se estableció para lograr un silencio efectivo. Ya san Agustín planteará la idea de las comidas como un momento de alimentación física y espiritual; alimento físico que entrar por la boca, y espiritual, por la oreja. Así dice el texto actual de la Regla de san Agustín:

“Desde que ponéis a la mesa hasta que os levantáis de ella, escuchad sin murmuraciones ni comentarios lo que se acostumbra a leer, de manera que no solo se reciba alimento en la boca, sino también en los oídos gracias a la Palabra de Dios.” (RA 4,2)

No olvidemos, nos dice Aquinata Bockmann, los signos que establecen un cierto paralelismo entre las comidas y la liturgia eucarística, el altar y la mesa. La Eucaristía y las comidas comportan determinados rituales, plegarias cantos o lecturas. La comunidad reunida en torno al altar tiene como consecuencia la comunidad reunida en torno a la mesa. La Palabra de Dios es proclamada en un lugar y en el otro; el pan y el vino están presentes en los dos momentos. En definitiva, las comidas se entienden como una obligación de la comunión vivida en comunidad, donde no debe faltar nunca el alimento de la Palabra de Dios.

sábado, 12 de noviembre de 2022

CAPÍTULO 31 CÓMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 31

CÓMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

Para mayordomo del monasterio será designado de entre la comunidad uno que sea sensato, maduro de costumbres, sobrio y no glotón, ni altivo, ni perturbador, ni injurioso, ni torpe, ni derrochador, 2 sino temeroso de Dios, que sea como un padre para toda la comunidad. 3 Estará al cuidado de todo. 4No hará nada sin orden del abad. 5Cumpla lo que le mandan. 6No contriste a los hermanos. 7 Si algún hermano le pide, quizá, algo poco razonable, no le aflija menospreciándole, sino que se lo negará con humildad, dándole las razones de su denegación. 8Vigile sobre su propia alma, recordando siempre estas palabras del Apóstol: «El que presta bien sus servicios, se gana una posición distinguida». 9Cuide con todo su desvelo de los enfermos y de los niños, de los huéspedes y de los pobres, como quien sabe con toda certeza que en el día del juicio ha de dar cuenta de todos ellos. 10Considere todos los objetos y bienes del monasterio como si fueran los vasos sagrados del altar. 11Nada estime en poco. 12No se dé a la avaricia ni sea pródigo o malgaste el patrimonio del monasterio. Proceda en todo con discreción y conforme a las disposiciones del abad. 13 Sea, ante todo, humilde, y, cuando no tenga lo que le piden, dé, al menos, una buena palabra por respuesta, 14 porque escrito está: «Una buena palabra vale más que el mejor regalo». 15 Tomará bajo su responsabilidad todo aquello que el abad le confíe, pero no se permita entrometerse en lo que le haya prohibido. 16 Puntualmente y sin altivez, ha de proporcionar a los hermanos la ración establecida, para que no se escandalicen, acordándose de lo que dice la Palabra de Dios sobre el castigo de «los que escandalicen a uno de esos pequeños». 17 Si la comunidad es numerosa, se le asignarán otros monjes para que le ayuden, y así pueda desempeñar su oficio sin perder la paz del alma. 18Dése lo que se deba dar y pídase lo necesario en las horas determinadas para ello, 19 para que nadie se perturbe ni disguste en la casa de Dios.

Goloso, vanidoso, violento, injusto, ligereza, pródigo… no debería ser ningún monje, sino temerosos de Dios, sensatos, maduros, sobrios… Debería cumplir lo que se les encomienda, y no hacer nada sin encargo del abad, no contristar a los hermanos, ni menospreciar… teniendo siempre presente que hemos de dar cuenta de nuestra vida en el día del juicio final. San Benito no quiere que esperemos a que nos lo resuelvan todo, ni que atribuimos culpas a los hermanos de déficits de nuestra convivencia, eludiendo nuestra responsabilidad en la marcha de la comunidad, pues todos somos responsables, cada uno en su parcela concreta.

Si el hospedero ha de acoger a los huéspedes como a Cristo, si los cocineros deben preparar las comidas con amor, el bibliotecario tener cuidado de los libros como si fueran vasos sagrados… el mayordomo debe ejercer su tarea con discreción, y según las órdenes del abad. Lo que nos dice san Benito del mayordomo se puede aplicar a cada uno de los servicios del monasterio, es decir que cada uno debe ser responsable de la tarea que tiene encomendada, y sobre todo de vivir con fidelidad y autenticidad su vocación de monje, que es a lo que nos ha llamado el Señor, lo cual no es una actividad o tarea, sino una vocación de servicio al Señor y a los hermanos.

Las tentaciones existen y a veces puede ser cierto el refrán castellano: “la ocasión hace al ladrón”. Un mayordomo puede ser goloso o vicioso, disipador del patrimonio de la comunidad en beneficio propio… La frase de san Bernardo de que “al monje lo hace la vocación y al prelado el servicio” se puede aplicar perfectamente al mayordomo, como al prior u a otros, pues todos tenemos una responsabilidad u otra.

El mayordomo no debe olvidar que es monje, que ha venido para vivir como monje, y que la mayordomía, como cualquiera otra responsabilidad es temporal y caduca. Por ello debe estar atento a no caer en la avaricia, que “genera ídolos, es hija de la infidelidad, inventora de enfermedades, profeta de la vejez, generadora de esterilidad en la tierra, y del hambre” (Juan Clímaco, Escala Espiritual)

El mayordomo debe dar razón de las cosas con humildad, ni contristando ni menospreciando, y teniendo siempre una buena palabra, que es el mejor presente, y un presente, del que, con frecuencia, todos somos remisos en darlo.

Un mayordomo que se procurase para sí mismo caprichos personales, por pequeños que sean, y a la vez negara a los hermanos lo que pueden necesitar, sería un mal mayordomo. Un mayordomo que invoca el nombre del abad en vano, para quitarse de encima al hermano que le pide alguna cosa, sería un mal mayordomo. Un mayordomo que no tenga cuidado del patrimonio del monasterio, sería también un mal mayordomo. Un mayordomo que no procurase las cosas, o lo hiciera todo con altivez y retraso, sería un mal mayordomo. En definitiva, un mayordomo que escandalizase, no administrará bien, acabaría por perder la mayordomía, pues lo harían inevitables los sucesivos errores.

La tentación de pensar que son insustituibles, es algo factible. Es cierto que no somos muchos en la comunidad, y es necesario el esfuerzo de todos. Quizás sería mejor una rotación mayor en los decanatos, pero para algunos hay que tener ciertas aptitudes o conocimientos, pues de lo contrario, podría incidir en el funcionamiento de la comunidad. Pero es preciso estar alerta, pues esto no significa una impunidad en la nuestra responsabilidad, un elevarnos con orgullo y un aparcamiento de nuestra humildad que siempre debe guiar nuestra vida de monjes. Lo que siempre significa una responsabilidad, un compromiso delante de la comunidad, y sobre todo, delante del Señor, para quien todo está a la vista, y conoce nuestra inclinación más profunda en lo que hacemos u omitimos, y a quien no podemos engañar con justificaciones.

Escribe san Juan Clímaco: “Numerosos son los que me han engendrado; yo tengo más de un padre. Mis madres son la vanagloria, el amor a los dineros, la gula y muchas veces la lujuria. El nombre de mi padre es la ostentación. Mis hijos son el rencor, la enemistad, la tozudez, el desamor. Cuando mis adversarios, quienes ahora me tienen preso, son la mansedumbre y la dulzura. Y la que pone la trampa se llama humildad” (Escala Espiritual, 8º grado)

El mayordomo se debe dejar aprisionar por la mansedumbre y la dulzura; y ha de caer en el paraje de la humildad, pues, solamente así podrá ejercer su servicio con el temor de Dios. Y lo que vale para él, vale para el abad, para el prior, para los decanos y para cada hermano de comunidad.

domingo, 6 de noviembre de 2022

CAPÍTULO 24, CUÁL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN

 

CAPÍTULO 24

CUÁL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN

Según sea la gravedad de la falta, se ha de medir en proporción hasta dónde debe extenderse la excomunión o el castigo. 2 Pero quien tiene que apreciar la gravedad de las culpas será el abad, conforme a su criterio. 3Cuando un hermano es culpable de faltas leves, se le excluirá de su participación en la mesa común. 4Y el que así se vea privado de la comunidad durante la comida, seguirá las siguientes normas: en el oratorio no cantará ningún salmo ni antífona, ni recitará lectura alguna hasta que haya cumplido la penitencia. 5Comerá totalmente solo, después de que hayan comido los hermanos. 6De manera que, si, por ejemplo, los hermanos comen a la hora sexta, él comerá a la hora nona, y si los hermanos comen a la hora nona, él lo hará después de vísperas 7 hasta que consiga el perdón mediante una satisfacción adecuada.

 

Una sociedad sin leyes o bien sería una sociedad ideal, donde nadie atentaría contra los derechos individuales o colectivos de los otros, o bien sería una sociedad donde imperaría la ley del más fuerte.

Pensemos como nos presenta la Escritura este punto. Todo empieza con una sola norma: no comer del fruto de un determinado árbol. El hombre incumple la ley y la pena se entiende a toda la descendencia. Después Dios establece con Moisés un Decálogo, que luego el pueblo no cumplió fielmente. Esta vivencia deficitaria de la Ley divina marca toda la Historia de la Salvación. Jesucristo establece dos nomas basadas en el amor a Dios y a los hermanos. San Agustín recordando estas normas escribirá: “ama y haz lo que quieras”. Si cumplimos esta sugerencia haremos el bien y no el mal.

Para que una ley se cumpla es preciso penalizar su no cumplimiento. Esto no es un invento de la sociedad moderna. Sin penalización por el incumplimiento, la ley no serviría de nada.

Todo esto, san Benito que va a Roma a estudiar leyes, en un periodo de profunda crisis del Imperio, ya es consciente de ello a la hora de redactar la Regla, y le sale esta vena de jurista, a la vez que la dimensión comunitaria. Tiene también en cuenta otro principio del derecho, como es la proporcionalidad de la pena respecto al delito o a la falta cometida. Por esto nos habla de excluir de la mesa por faltas leves en ocasiones, o excluir del oratorio e incluso de la comunicación con los hermanos por las faltas graves.

Así deja claro que hay faltas graves y leves, y que no está dispuesto a dejarlas pasar. Pues es consciente que, a fuerza de cometer faltas leves, nos podemos acostumbrar a no darles importancia, y llegar a banalizar las graves. O sea, venir a caer en una conciencia laxa. Debeos tener presente ante quien somos responsables de nuestras faltas. ¿Delante de Dios y de la historia? Es bien cierto. Todos somos responsables delante de Dios, además Dios nos tiene siempre presentes, lo cual ya nos asegura que no podemos escapar del juicio de Dios.

El pueblo escogido, Israel, aprovecha que Moisés ha subido a la montaña, para fabricar un ídolo, lo cual no escapa a la mirada divina. Como dice la Escritura: “No hay nada que no llegue a revelarse, ni escondido que no llegue a saberse” (Mt 10,26) Y ser conscientes de que, con nuestras faltas, las que sean el principal perdedor somos nosotros mismos, cuando no las cumplimos.

Pero san Benito deja entrever otro de los principios del Derecho romano, origen del nuestro Derecho: una falta de un miembro o de un colectivo, de una comunidad perjudica al conjunto de la comunidad. Por ello es por lo que san Benito nos habla de excomunión, de una exclusión total o en parte de la comunidad.

El Papa Francisco subraya a los participantes en el Capítulo General de los Cistercienses: “tampoco para nosotros es fácil caminar en comunión y, sin embargo, no deja de sorprendernos y de alegrarnos este regalo que recibimos de ser Su comunidad, de modo que, tal como somos, no perfectos ni uniformes, sino convocados, implicados, llamados a estar o caminar detrás de Él, nuestros Maestro y Señor” (17 Octubre 2022)

“Excomunicar” es una expresión dura, aunque no se suele aplicar con frecuencia, pero sí que podemos decir que, en ocasiones, practicamos la excomunión. En este proceso podemos entrar poco a poco, paulatinamente, para acabar cayendo del todo. ^Por ejemplo: un primer paso, llegar tarde al Oficio Divino, después dejo de asistir a alguna de las horas de plegaria comunitaria, y así voy regularizando mi ausencia, hasta que llega a ser una excepción el día que asisto. Faltas leves, en un principio, que es tornan en falta grave. Grave, no solo porque va contra la Regla y porque afecta a toda la comunidad, sino porque me excomunico.

Como nos dice el Papa francisco a los miembros del Capítulo General estar en comunión es “un caminar juntos detrás del Señor, para estar con Él, escucharlo, observarlo”.

Observar a Jesús. Como un niño observa a sus padres, o a su mejor amigo. Observar al Señor, su manera de ser, su rostro ple de amor y de paz, en ocasiones indignado delante la hipocresía y la cerrazón.,. y este observa vivirlo juntos, no individualmente sino en comunidad. Cada uno con su ritmo, con su propia historia, única e irrepetible, pero todos juntos. Como los Doce que estaban siempre con Jesús e iban con Él. Ellos no se habían elegido, sino el mismo Jesús. No siempre era fácil estar de acuerdo, había diferencias, durezas de corazón, orgullo… También nosotros somos así. (17 Octubre 2022)

Ciertamente, para nosotros la dureza como el orgullo, la hipocresía, la cerrazón, son enemigos de la comunión, son en realidad excomumión. Procuremos en lugar de regar estas malas hierbas, cuidar la buena semilla de nuestra vocación. Miremos de evadirnos de la tentación de caer en las faltas leves, para evitar las más graves… Que el Señor nos ayude; pues solo en Él encontramos la eficacia y el amor total, absoluto-

domingo, 30 de octubre de 2022

CAPÍTULO 17, CUÁNTOS SALMOS SE HAN DE CANTAR A DICHAS HORAS

 

CAPÍTULO 17

CUÁNTOS SALMOS SE HAN DE CANTAR A DICHAS HORAS

Ya hemos determinado cómo se ha de ordenar la salmodia para los nocturnos y laudes. Vamos a ocuparnos ahora de las otras horas. 2A la hora de prima se dirán tres salmos separadamente, esto es, no con un solo gloria, 3 y el himno de la misma hora después del verso «Dios mío, ven en mi auxilio». 4Acabados los tres salmos, se recita una lectura, el verso, Kyrie eleison y las fórmulas conclusivas. 5A tercia, sexta y nona se celebrará el oficio de la misma manera/es decir, el verso, los himnos propios de cada tres salmos, la lectura y el verso, Kyrie eleison y las fórmulas finales. 6 Si la comunidad es numerosa, los salmos se cantarán con antífonas; pero, si es reducida, seguidos. 7Mas la synaxis vespertina constará de cuatro salmos con antífona. 8 Después se recita una lectura; luego, el responsorio, el himno ambrosiano, el verso, el cántico evangélico, las preces litánicas y se concluye con la oración dominical. 9 Las completas comprenderán la recitación de tres salmos. Estos salmos han de decirse seguidos, sin antífona. 10Después del himno correspondiente a esta hora, una lectura, el verso, Kyrie eleison y se acaba con la bendición.

San Benito nos habla del ordenamiento de la salmodia en las otras horas del Oficio Divino: Vísperas, Competas y las Horas Menores, que entonces incluía también Prima, suprimida con la reforma del Concilio Vaticano II.

San Benito llama la atención aquí a otros aspectos comunes del Oficio Divino, como el Kyrie Eleison, la despedida y la bendición final, a los que habitualmente, quizás, no les prestamos tanta atención.

El verso del inicio: Deus in adiutorium meum intende, y la respuesta: Deus ad adiuvandum me festina, es el primer verso del salmo 69. Y durante siglos ha sido la introducción de cada hora del breviario. A la vez que se recitan o cantan se hace la señal de la Cruz. De esta manera, nos ponemos en presencia del Señor. La tradición dice que san Benito introdujo esta costumbre en el oficio monástico, y que san Gregorio la extendió a todas las iglesias romanas, Juan Casiano (Colaciones X, 10) por su parte, dice que desde los primeros tiempos del cristianismo los monjes utilizaron esta introducción, y, muy probablemente, fuera del Oficio, como una especie de jaculatoria.

Al poner esta súplica al comienzo de cada hora, la Iglesia implora la ayuda de Dios, sobre todo para evitar las distracciones, siguiendo el consejo de san Benito según la  Regla: “Creemos que Dios está presente en todas partes y que “los ojos del Señor en todo lugar contemplan los buenos y los malos”, pero esto, lo creemos, sobre todo sin duda alguna cuando estamos en el Oficio  Divino” (RB 19,1-2)  Una invocación al Señor para que esté con nosotros y nos ayude especialmente durante la plegaria, y nos ayude a orar, a servir al Señor con temor y a salmodiar con gusto. (Cf. RB 19,3-4)

El objetivo de la plegaria continua es el de santificar la jornada, ponernos en todo momento en presencia del Señor, y nada mejor para concienciarnos que orar e invocar su ayuda.

Santificar el día con nuestra plegaria, nuestro trabajo, con la lectura de la Palabra de Dios, no es tarea fácil. A menudo nos relajamos y llegamos a pensar que es suficiente que estar en la presencia del Señor no es algo necesario de modo permanente, sino en determinados momentos. Es humano relajarse, estar en la presencia del Señor no quiere decir estar en una tensión permanente, como nos hace ver de modo explícito el salmo 27: “Tú me hablas dentro del corazón”, “buscad mi presencia”, buscarla en lo que deseo, Señor” ( Sal 27,8)

Y para sentirnos en su presencia, a lo largo de la Regla nos ofrece diversos consejos. Por ejemplo, en el capítulo 19 sobre la actitud en la salmodia, o en el 20 sobre la reverencia en la plegaria, que concluyen los 12 capítulos dedicados al Oficio Divino, y que vienen a ser como un resumen del resto de la  Regla en lo que respecta a la presencia del Señor.

Escribe André Louf (La vida espiritual) que la plegaria cristiana no nace de una necesidad del hombre de dirigirse a Dios, sino del hecho de que Dios se ha dirigido al hombre mediante su Palabra, y éste preside toda su plegaria. Dios toma la iniciativa y espera que el hombre esté atento y acoja su gracia.

Cristianos y hebreos disponen de una escuela y de un método de plegaria que procede del espíritu de Dios, de una Palabra que es un reflejo de la intervención de Dios en la historia, en la Iglesia y en cada uno de nosotros.

Orar con el salterio no significa leerlo o recitarlo, sino que pide penetrar en su sentido, hacerlo nuestro, lo cual lo conseguimos haciéndolo nuestro. Pues, ¿qué sentido tiene recitar o cantar salmos sin sentimiento?

A menudo no somos muy conscientes de la riqueza que supone nuestra plegaria con los salmos, que viene a ser la misma que hacía Jesús cuando se retiraba a orar, y pasaba las noches orando. Por ello, es una pérdida infravalorar el Oficio Divino, no poner todos nuestros sentidos en esta plegaria; o me disipo permaneciendo mudo pensando en otras cosas, con la mirada perdida en el infinito, cuando me está interpelando el mismo Dios a través de los salmos.

Los salmos son para interiorizarlos, lo cual supone un esfuerzo por nuestra parte[J1] , que supone la repuesta de Dios que nos interpelas a través de su Palabra. Solamente si el salmo llega hasta el corazón nace en nosotros la verdadera plegaria.

La plegaria no es para el monje una obligación, es una necesidad vital. De la plegaria nace la plegaria personal en el día a día; ambas van unidas. Esto nos pide y exige alcanzar este clima para poder vivir y decir en verdad: “Bendecimos al Señor, demos gracias a Dios”, porque es entonces verdaderamente cuando lo hemos bendecido y por ello le damos gracias por habernos acompañado y encontrarlo en cada salmo. Y de este santificaremos el día, de lo contrario esta santificación quedará sin ser una realidad.                                                                                                                             

 

 

 


 [J1]

domingo, 2 de octubre de 2022

CAPÍTULO 2, 23-29 COMO HA DE SER EL ABAD

 

CAPÍTULO 2, 23-29

COMO HA DE SER EL ABAD

El abad debe imitar en su pastoral el modelo del Apóstol cuando dice: «Reprende, exhorta, amonesta». 24 Es decir, que, adoptando diversas actitudes, según las circunstancias, amable unas veces y rígido otras, se mostrará exigente, como un maestro inexorable, y entrañable, con el afecto de un padre bondadoso. 25 En concreto: que a los indisciplinados y turbulentos debe corregirlos más duramente; en cambio, a los obedientes, sumisos y pacientes debe estimularles a que avancen más y más. Pero le amonestamos a que reprenda y castigue a los negligentes y a los despectivos. 26 Y no encubra los pecados de los delincuentes, sino que tan pronto como empiecen a brotar, arránquelos de raíz con toda su habilidad, acordándose de la condenación de Helí, sacerdote de Siló, 27A los más virtuosos y sensatos corríjales de palabra, amonestándoles una o dos veces; 28 pero a los audaces, insolentes, orgullosos y desobedientes reprímales en cuanto se manifieste el vicio, consciente de estas palabras de la Escritura: «Sólo con palabras no escarmienta el necio». 29Y también: «Da unos palos a tu hijo, y lo librarás de la muerte».

Reprender, interpelar, y exhortar. Es decir, reprender duramente o exhortar a progresar más y más, incluso, no son palabras banales. Sino más bien gruesas y parece que san Benito hace bueno el refrán castellano: ”Quién bien te quiere, te hará llorar”. Las palabras para san Benito son importantes, así la palabra “abad” sale 135 veces en la Regla, mientras que “Dios” sale 93 y Cristo solo 21, en un texto cristocéntrico. Por estos datos es evidente la relevancia que san Benito otorga al abad.

Pero, como enseña san Benito, el prelado lo hace la necesidad, mientras que al monje lo hace la vocación, por lo cual el abad no debe perder nunca de vista su propia vocación en medio de otras vocaciones, ni su propia fragilidad. No debe perder de vista que también él puede ser, ora inquieto, ora pacífico, o desobediente o sufrido, delicado u obstinado… pero no lo aleja de los hermanos, sino que le acerca al hacerlo consciente de su fragilidad, y sus debilidades tanto físicas como morales. La fragilidad no es un fallo, sino que lo será más bien desconocernos débiles y frágiles, pues esto nos impide avanzar hacia Cristo, al refugiarnos en nuestra autosatisfacción.

San Benito saca su enseñanza de la Escritura, de la historia de Elí. Era el sumo sacerdote conocedor de la ley de Dios, pero si en su vida fue fiel en ejecutar el servicio sacerdotal, parece que en el libro primero de Samuel nos lo presenta débil y excesivamente indulgente con sus hijos, pues no administraba la disciplina que estos necesitaban, lo cual disgustó al Señor. Todavía más:  cuando sus hijos se convierten en claros violadores de la ley de Dios, el disgusto fue mayor, así como el rechazo por parte de Dios. El libro de Samuel nos muestra como la no reprensión puede reportar males peores.

Muchos conceptos de la Regla, el llamado código penal, nos da la impresión de no ser de actualidad, pero lo que no ha pasado es lo que motiva a san Benito a plantearlos, pues hoy podemos llegar a ser indisciplinados, obstinados, orgullosos o desobedientes.

San Benito nos habla de llegar juntos a la vida eterna; de aquí la importancia de enderezar nuestro camino, para que nuestros errores, nuestras faltas no nos afecten tanto a nosotros como a la comunidad.

Ciertamente, hay faltas que afectan a toda la Iglesia, a su credibilidad, a la capacidad de ser referente moral. Pero también hay faltas menores en la vida de la comunidad que afectan a todos y que repercuten en nuestro objetivo principal de buscar a Dios en el espacio monástico, en una vida de plegaria, trabajo y contacto con la Palabra de Dios.

Comentando este capítulo Dom Delatte escribe que el poder del abad es divino, es decir incierto y a la vez cierto. Incierto en tanto que el concepto de poder deriva directamente de Dios, lo cual llevó a excesos, y es algo ya superado, pero es cierto que todos tenemos un poder divino. Dios nos ha llamado a la fe, a la vida comunitaria, a jugar un papel dentro de la Iglesia, lo cual lo solemos olvidar. No podemos hacer vacaciones de Dios. La fe es para vivirla a tiempo completo; es normal que haya momentos de obediencia y otros de desobediencia, de indisciplina… en que será necesario recibir un correctivo, y otros momentos en que seremos merecedores de una exhortación.

Puede parecer tarea imposible aceptar la corrección, recibirla o darla. Para poder recibirla necesitamos sentirnos débiles, pecadores, y ser capaces de corregirnos, no ya porque le parezca al abad sino porque nos lo pide nuestra voluntad de acercarnos a Dios.

Puede parecer una tarea imposible, pero no es así, pue el mismo san Benito nos da al inicio del capítulo segundo la clave de interpretación, el modelo del Apóstol san Pablo, es decir reflejar nuestra imagen en la comunidad apostólica, en los primeros años de la Iglesia, donde todo era de todos, y se daba a cada uno según sus necesidades, y se aprendía a vivir en comunidad. Pues aquella primera Iglesia no tuvo unos inicios fáciles; y su cabeza, Pedro, no era la perfección personificada, sino más bien temeroso y a veces desbordado por la realidad que vivía y que le sobrepasaba.

Escribía nuestro Abad General sobre la escena de Pedro en el lago de Tiberiades: “Pedro vio con certeza que Jesús creía en su amor, que creía en él desde la primera respuesta, desde el primer encuentro. Solo después de tres años vividos con Él, de haberlo visto padecer, de su muerte, de que lo había negado… solo ahora, descubre que Jesús necesitaba de su amor. Pedro ya no tendría solamente una misión que cumplir, amar a Jesucristo, responder a su sed de amor. Era como si Jesús le dijera: ”Puedes negarme mil veces, puedes negarme durante toda tu vida, pero no te olvides nunca de amarme, ni me prives de tu amor” (Simón, llamado Pedro, p. 122-123)

La clave de la relación de Jesús con Pedro o Pablo no es otra que la del amor. No debemos actuar por miedo a la reprensión, sino por amor a Cristo; y movidos por este amor luchar para vencer inquietudes, indisciplinas y desobediencias, y abrazarnos a la paciencia con la que participaremos en los sufrimientos de Cristo.

Como escribe el Sirácida: “Hijo mío, si te propones de servir al Señor, prepárate para la prueba. Levanta tu corazón, sé valiente y no te llenes de temor en los momentos difíciles.  Agárrate, levanta tu corazón, sé valiente y no te espantes en los momentos difíciles, pues al final serás ensalzado. Agárrate al Señor, sé valiente, que al final serás enaltecido. Acepta todo lo que te pueda venir y sé paciente, cuando te veas humillados, porque con el fuego se prueba el oro, y en el horno de la humillación se prueban los escogidos” (Eclo 2,1-5)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 25 de septiembre de 2022

PRÓLOGO, 1-7

 

PRÓLOGO

Pról 1-7

Escucha, hijo, estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, 2 para que por tu obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu indolente desobediencia. 3A ti, pues, se dirigen estas mis palabras, quienquiera que seas, si es que te has decidido a renunciar a tus propias voluntades y esgrimes las potentísimas y gloriosas armas de la obediencia para servir al verdadero rey, Cristo el Señor. 4Ante todo, cuando te dispones a realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy insistente y apremiante que él la lleve a término, 5 para que, por haberse dignado contarnos ya en el número de sus hijos, jamás se vea obligado a afligirse por nuestras malas acciones. 6 Porque, efectivamente, en todo momento hemos de estar a punto para servirle en la obediencia con los dones que ha depositado en nosotros, de manera que no sólo no llegue a desheredarnos algún día como padre airado, a pesar de ser sus hijos, 7 sino que ni como señor temible, encolerizado por nuestras maldades, nos entregue al castigo eterno por ser unos siervos miserables empeñados en no seguirle a su gloria.

 

“Rueda el mundo y vuelve al Born” (Plaza popular de Barcelona)  Es un refrán catalán que significa que es bueno tener inquietudes por ver y conocer cosas nuevas, pero que finalmente acabaremos por volver a casa con los nuestros…  Cuatro veces al año volvemos a comenzar la lectura de la Regla, texto que nos resulta de lo más familiar, pero que, como enseña san Benito, no es suficiente su lectura, sino dispone el oído a lo que espera de nosotros el Maestro, que para san Benito es el mismo Cristo que nos invita a vivir los consejos evangélicos.

San Benito se nos dirige partiendo de tres premisas: para escuchar hemos de renunciar a nuestros propios deseos, militar para el Señor y tomar las fuertes y espléndidas armas de la obediencia. Un compromiso que manifiesta la firme voluntad de volver por la obediencia a Aquel de quien nos habíamos apartado por la desobediencia.

Nos quiere dejar con claridad que en la vida hay dos caminos: uno que nos lleva hacia Dios y otro que nos aleja de Él, y nos lleva al infierno. Pero no padecemos por escoger el camino correcto y mantenernos firmes en nuestra decisión ya que tenemos la ayuda inigualable del Señor. Por esto, necesitamos orar para obtener esta ayuda para el camino. La plegaria es compañera de camino imprescindible para avanzar y tener la garantía de avanzar con firmeza y diligencia, por el camino de los mandamientos hacia la gloria.” La plegaria, nos dice san Juan Crisóstomo, es el bien supremo, que consiste en un diálogo con Dios y es equivalente a una unión íntima con Él.” (Cfr Homilía 6, sobre la oración)

San Benito subraya con la primera palabra de la Regla la receptividad que debemos tener a lo largo de nuestra vida. La escucha siempre ocupa un lugar preferente en nuestra vida, para actuar de acuerdo a lo escuchado.

Hay una deferencia fundamental entre escuchar y sentir.  Sentimos muchas cosas a lo largo del día, pero la escucha tiene una dimensión más profunda, que es la de estar atento a aquello que es fundamental para nuestra vida.

San Benito nos quiere como oyentes de la Palabra, oyentes atentos, pues solamente la escucha lleva a la obediencia. Si hemos de estar atentos para obedecer, es preciso estar siempre atentos en la escucha. Y si debemos y queremos escuchar es preciso crear unas condiciones aptas para la escucha. Algo parecido a lo que sucede en un teatro, que al empezar se apagan las luces, se hace silencio y se ilumina la escena para que se esté atento a lo que hablan los actores. Pues si consideramos que cuando se trata de escuchar la Palabra del Señor la actitud de escuchar es más trascendente, pues, en este caso, el argumento de la obra fa referencia a nuestra vida, a nuestra propia salvación.

Nuestro camino monástico debe estar marcado por la escucha. La Lectio Divina es un momento privilegiado para esta escucha. Lo mismo que la Liturgia. Dos momentos fuertes de escucha, que precisan de evitar las distracciones. Pues si precisamos de escuchar, dice Aquinata Bockmann es porque Dios nos habla, y cuando Él habla no debe haber otra actitud que la de una escucha atenta.

Dom Delatte escribe que hay otras reglas con un carácter más impersonal, que tienen un matiz más legislativo, son más secas, pero san Benito desde la primera palabra, ya nos quiere poner en contacto directo con el mismo Señor.

No es fácil mantener la escucha atenta, es preciso ejercitarse, practicarla, pero perseverando en la búsqueda de Aquel que se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, y al que no debemos contristar nunca con nuestras malas obras. Sabiendo, por otra parte, lo fácil que es deslizarse hacia las malas obras, en el placer momentáneo de una distracción o disipación, que nos aleja de nuestra centralidad en Cristo.

Hemos sido hechos hijos de Dios por el bautismo, nos recuerda san Benito, pero esto no nos da la garantía total, pues con el bautismo y la profesión monástica se nos abren las puestas de una relación con Dios, con su Palabra, sus Sacramentos… pero precisamos de una relación personal. De aquí la necesidad de una escucha activa, de plegaria y de obediencia, a fin de no irritar al Señor.

Hoy iniciamos una nueva lectura de la Regla, que son cuatro veces al año. Empezamos con esta invitación a una actitud de escucha. Pongamos atención, seamos puntuales para llegar a su lectura. Este momento, no es un momento secundario de nuestra jornada, sino más bien un momento de serenarnos, de recoger el día en un momento de paz…

 San Benito nos habla de mantener la oreja atenta, no solo a lo que él nos dice, que ya es importante, sino de mantenerla a lo que nos quiere decir el Señor. Como decía el Papa Benedicto XVI el 9 de Julio de 2008: “Hoy buscando el verdadero progreso, escuchamos también la Regla de san Benito como una luz que nos guía en nuestro camino. El monje grande continúa siendo un verdadero maestro en la escuela donde podemos aprender a ser expertos en un verdadero humanismo”.