domingo, 24 de febrero de 2019

CAPÍTULO 49 LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA


CAPÍTULO 49

LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA

Aunque de suyo la vida del monje debería ser en todo tiempo una observancia cuaresmal, 2 no obstante, ya que son pocos los que tienen esa virtud, recomendamos que durante los días de cuaresma todos juntos lleven una vida íntegra en toda pureza 3 y que en estos días santos borren las negligencias del resto del año. 4 Lo cual cumpliremos dignamente si reprimimos todos los vicios y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia. 5 Por eso durante estos días impongámonos alguna cosa más a la tarea normal de nuestra servidumbre: oraciones especiales, abstinencia en la comida y en la bebida, 6 de suerte que cada uno, según su propia voluntad, ofrezca a Dios, con gozo del Espíritu Santo, algo por encima de la norma que se haya impuesto; 7 es decir, que norma que se haya impuesto; 7 es decir, que prive a su cuerpo algo de la comida, de la bebida, del sueño, de las conversaciones y bromas y espere la santa Pascua con el gozo de un anhelo espiritual. 8 Pero esto que cada uno ofrece debe proponérselo a su abad para hacerlo con la ayuda de su oración y su conformidad, 9 pues aquello que se realiza sin el beneplácito del padre espiritual será considerado como presunción y vanagloria e indigno de recompensa; 10 por eso, todo debe hacerse con el consentimiento del abad.

Escuchábamos estos días en el refectorio en la lectura del libro “La eternidad de las horas” sobre la vida cartujana; en concreto el capítulo referido a la larga caminada anual. Dom Leo, uno de los novicios, dirigiéndose a un postulante le dice: “me he de acostumbrar al ritmo, todo es cuestión de ritmo”.

San Benito nos presenta la vida monástica como algo semejante a una larga caminata, durante la cual subiremos o bajaremos “colinas”, y nuestro ánimo, un día estará alto y otro bajo; quizás alguna parte se nos hará pesada, y otras, en cambio, ligeras, pero si mantenemos el ritmo, si no aflojamos, si no desesperamos nunca de la misericordia de Dios, descubriremos que una vez superamos el momento, gracias a nuestro esfuerzo, el paisaje se torna mejor que el que hemos dejado atrás, y así cada etapa.

Para caminar nos pide san Benito hacerlo esforzándonos, como si en todo tiempo estuviéramos en Cuaresma, como si siempre tuviéramos delante una colina para subir, pero con ganas de llevarlo a cabo, sin perder nunca el ritmo ni la ilusión. Parece fácil, pero a veces, en la práctica, no lo es tanto. La misma Regla, el mismo ritmo de nuestra vida nos ayuda, pero debemos dejarnos ayudar aceptando el ritmo que san Benito piensa para nuestra vida, y que es fruto de una larga experiencia personal. Si empezamos a caminar ahora sí, ahora no, si un día corremos y otro nos despistamos, corremos el riesgo de perder el ritmo, y puede pasar que no volvamos a recuperarlo.

¿Qué sucede, entonces?  Que nos atrofiamos espiritualmente, que vamos cojos y cada día nos cuesta más dar un paso, cada etapa una misión más imposible, para, finalmente, no llegar nunca a la meta, víctimas de la artrosis espiritual que nos ganamos a pulso. Nada, dice, de quejarnos que otro avanza, pues si no ponemos todo el corazón, todo el esfuerzo por nuestra parte, nunca llegaremos a la meta.

No es sólo teoría espiritual, sino la cruda realidad. Así podemos tener dificultades ciertas para participar, por ejemplo, en maitines, que nos cuesta levantarnos…, entonces necesitamos pedir la ayuda del Señor para discernir si son dificultades insalvables, y después que nos dé fuerza para levantarnos de la postración, porque puede suceder que un día no nos podamos levantar para acudir ni una sola vez, lo cual es triste, muy triste, pues perdemos una etapa del paseo espiritual diario. Y así en otras muchas cosas.

La caminata empieza con nuestro ingreso en el monasterio, pero también se inicia cada día, cuando todavía no se ha desvanecido la noche y cuando nuestra boca está llamada a proclamar la alabanza al Señor. Si nos incorporamos más tarde tendremos que correr y vamos a tener la sensación de un ahogo interior que nos impide avanzar. No hacemos solos el camino cada mañana, sino con una comunidad, y bajo la guía del Evangelio y de la Regla, que nos marcan la ruta, como aquellos mapas que fascinaban a uno de los novicios cartujanos de la lectura del refectorio, porque le permitían conocer la ruta y planear la caminata. Cada mañana y cada tarde tenemos la ocasión de profundizar por medio de la Lectio en estos mapas que guían nuestra ruta, profundizando en la Palabra de Dios, porque no debemos de olvidar que “hacemos sus caminos siguiendo la guía del Evangelio, a fin de merecer contemplar Aquel que nos llama a su reino”, como nos dice san Benito (RB Pro,21)

Son pocos quienes tienen fortaleza, dice la Regla, por lo tanto, es necesario que nos ayudemos a caminar con la oración, con la lectura y con una alegría plena de delicia espiritual, celosos por el Oficio divino, no menospreciarlo, no ausentándonos, perseverando, para no caer en la tentación de lanzar la toalla a la primera o a la segunda dificultad, abandonando temerosos, o cayendo en una vida acomodada de baja intensidad espiritual. Entonces, no hacemos camino, no avanzamos y corremos el riesgo de no llegar a ver nunca a Aquel que nos ha llamado.

No hay ningún camino espiritual en el podamos detenernos o descansar a medio camino como si hubiéramos llegado a la meta. A Dios no llegamos nunca sino es al final del camino, de la vida. El camino que recorremos es un camino de conversión y si no vamos avanzando, nuestra vida vendrá a ser estéril, vacía y falsa. Para avanzar con cierta seguridad no hace falta obsesionarnos por llegar a la meta ni detenernos para mirar un pasado que ya ha pasado, y seguro que no volverá, y que podemos idealizar para comodidad nuestra.

Cada día Dios nos presenta un nuevo reto en donde nos dice lo que quiere de nosotros, y no nos pide escalar altas montañas, sino la constancia, sin presunción ni vanagloria. Porque otro riesgo en el camino es considerarnos por encima de los otros y entonces creer que no necesitamos avanzar más hacia Dios, que ya no es necesario dar más de nosotros al Señor, porque hemos llegado a la cima, cuando, de hecho, nos falta mucho para culminar. Intentemos de vivir siempre nuestra vida con toda pureza, con una intensidad cuaresmal, evitando, tanto como podamos, las negligencias con la ayuda de Cristo.



domingo, 17 de febrero de 2019

CAPÍTULO 44 CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS


CAPÍTULO 44

CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS

El que haya sido excomulgado del oratorio y de la mesa común por faltas graves, a la hora en que se celebra la obra de Dios en el oratorio permanecerá postrado ante la puerta sin decir palabra, 2 limitándose a poner la cabeza pegada al suelo, echado a los pies de todos los que salen del oratorio. 3 Y así lo seguirá haciendo hasta que el abad juzgue que ya ha satisfecho suficientemente. 4 Y cuando el abad le ordene que debe comparecer, se arrojará a sus plantas, y luego a las de todos los monjes, para que oren por él. 5 Entonces, si el abad así lo dispone, se le admitirá en el coro, en el lugar que el mismo abad determine. 6 Pero no podrá recitar en el oratorio ningún salmo ni lectura o cualquier otra cosa mientras no se lo mande de nuevo el abad. 7 Y en todos los oficios, al terminar la obra de Dios, se postrará en el suelo en el mismo lugar donde está; 8 así hará satisfacción hasta que de nuevo le ordene el abad que cese ya en su satisfacción.  9 Los que por faltas leves son excomulgados solamente de la mesa, han de satisfacer en el oratorio hasta que reciban orden del abad. 10 Así lo seguirán haciendo hasta que les dé su bendición y les diga: «Bastante».

Culpas graves, faltas leves, excomunicaciones… Procedimientos penitenciales propios de la Iglesia del siglo VI. Todo un procedimiento de expiación para hacer penitencia, y un tiempo para la reincorporación a la Iglesia de manera pública. Pues, si ha habido reconciliación ello implica necesariamente un reconocimiento previo de la culpa y un propósito de enmienda que nos da la posibilidad de volver a la comunión con la Iglesia y la comunidad, si es el caso. Cuando fallamos en este terreno necesitamos hacer, vivir, un proceso de reconciliación. Si salimos, si nos apartamos, necesitamos volver a entrar de nuevo. Fundamentalmente es algo que nos proporciona ya el sacramento de la Penitencia. Pero san Benito nos habla también de gestos concretos, como la postración a la puerta del oratorio, en silencio -siempre el silencio presente en la Regla – y hacerlo a los pies de todos, lanzándonos a tierra allí donde nos encontramos, no atreviéndonos a entonar ningún salmo, ni lectura. Son procedimientos propuestos por san Benito que hoy en día nos pueden parecer exagerados o extremos.

La causa, o el motivo, por el cual san Benito nos propone la enmienda para recuperar la comunión, no está tan caducado, sino, por el contrario, todavía tiene actualidad. Otra cosa diferente es que hoy tenga para nosotros la excomunión un sentido diferente; incluso lo podemos creer positivo cuando muy a menudo nos lo autoaplicamos de modo erróneo, equivocado, no como un castigo, no para expiar una falta o dar satisfacción, sino que por pereza, por desidia, por falta de perseverancia, nos excomunicamos a nosotros mismos, y faltamos así a la caridad con los demás, al Oficio divino, a la mesa, al silencio, a la prudencia con los huéspedes, no recitando ni salmo ni lectura, la boca cerrada mientras eleva alabanzas al Señor. Creemos otorgarnos una especie de licencia para romper nuestra rutina, una especie de premio a nosotros mismos o de protesta sorda, como un falso ejercicio de nuestra libertad. Y la excomunicación no es eso, no debería ser así, no lo es para san Benito.

A lo largo de los capítulos precedentes la Regla nos ha hablado de la medida en el comer y en la bebida, o sea del riesgo de caer en el empacho y en la embriaguez. Nos ha advertido de no hablar después de Completes guardando el gran silencio; de no hacer tarde al Oficio divino, o a la mesa, hacerse presente, pues a San Benito no le pasa por la mente que deliberadamente nos ausentemos.

Estas son las faltas para san Benito que nos deben mover a la compunción, al propósito de enmienda y a la corrección. Estamos dentro del apartado de la Regla que nos habla de la organización del monasterio, y san Benito considera que para que éste funcione es necesaria nuestra voluntad explícita de cumplir los preceptos descritos en la Regla, o por lo menos está en actitud de cumplirlos.

No es casual que nos hable aquí del gesto de la postración, un gesto importante, fuerte, que ejecutamos, por ejemplo, en el Viernes Santo durante la celebración de la Pasión del Señor, un gesto que realizamos el día de nuestra vestición de hábito, de la profesión temporal o de la solemne, y hacemos también delante de cada hermano para que también él nos reciba. San Benito nos indica así que una excomunión pide en cierto sentido una nueva admisión a la comunidad, y, a la vez, la aceptación de cada uno de los hermanos.

Todo y que puede parecer obsoleto este capítulo, nos habla del reconocimiento de las faltas; de dar satisfacción, como un camino para volver al orden habitual. Para todo esto nos puede ayudar la humildad. Para vivir en comunidad hemos de ser conscientes de que somos pecadores, pero, a la vez, debemos luchar para estar siempre en un camino de conversión, no rendirnos nunca, no acomodarnos a la inercia del error, del pecado; solamente, vigilando nuestros actos conseguiremos que no se hagan costumbre en nuestra existencia y dominen nuestro carácter. Ciertamente, podemos volver a caer, pero cal vigilar para librarnos de las caídas y si lo hacemos volver a levantarnos. Como monjes y como cristianos, forma parte de nuestra vocación: luchar para levantarse siempre que sea necesario y seguir caminando, no desesperando nunca de la misericordia de Dios.

Al fin y al cabo, excomunicarnos no es separarnos, y podemos caer en muchas pequeñas cosas que si se nos convierten en hábito pueden resultar graves.

Nos decía san Juan Crisóstomo en las lecturas de Maitines de estos días:

“el que se separa un poco, tan solo un poco, se aleja cada vez más… En consecuencia, este poco no es un poco, sino que puede llegar a ser un todo. Entonces, cuando cometemos un pecado leve o somos perezosos, no lo pasemos por alto sin darle importancia, por el hecho de ser una cosa mínima, pues si la descuidamos se volverá grande… No despreciamos nunca las cosas pequeñas para no caer en las grandes, para no caer en una somnolencia total. Pues después resulta difícil escapar si no es con mucha atención y vigilancia, y no solo por la distancia, sino también por las dificultades inherentes al lugar donde hemos caído. El pecado es un abismo profundo y nos lleva en un vértigo rápido hacia el fondo. Y de la misma manera que quienes caen en un pozo no salen fácilmente, sino que tienen necesidad de que otros los saquen, asimismo a quienes caen en la profundidad del pecado les pasa lo mismo… Pero estemos seguros de que Dios nos ayuda” (Hom. Sobre Carta a los Corintios)



domingo, 10 de febrero de 2019

CAPÍTULO 37 LOS ANCIANOS Y NIÑOS


CAPÍTULO 37

LOS ANCIANOS Y NIÑOS

A pesar de que la misma naturaleza humana se inclina de por sí a la indulgencia con  estas dos edades, la de los ancianos y la de los niños, debe velar también por ellos la autoridad de la regla. 2 Siempre se ha de tener en cuenta su debilidad, y de ningún modo se atendrán al rigor de la regla en lo referente a la alimentación, 3 sino que se tendrá con ellos una bondadosa consideración y comerán antes de las horas reglamentarias.

Hijo mío, cumple tu deber, ocúpate de él, envejece en tu tarea (Eclo 11,20
La vejez, como la vida, es un regalo de Dios.

De nuevo san Benito nos habla de la edad y de la fragilidad que comporta, de la debilidad de los niños y de los ancianos. No contempla san Benito una relajación en el cumplimiento integral de la Regla.

Decía mi abuela que “es triste hacerse viejo, pero es más triste no llegar a serlo”. Pero nosotros no elegimos una u otra cosa. Es un don de Dios. Envejecer es algo que nos puede suceder a todos; cumplir años no es un mérito nuestro, pero si lo es llegar con los deberes hechos. Todo dependerá de como hayamos cargado la mochila de nuestra vida. Si lo hacemos con flores de bondad, el servicio y el amor a Cristo y a los hermanos, nos será más ligera, por el contrario, si hemos puesto las rocas del egoísmo, la murmuración y la pereza espiritual se nos hará agobiante avanzar hacia el final de nuestros días.

En la sociedad actual se calcula que quien nazca ahora llegará con cierta facilidad a los cien años, es decir que la vida se alarga, pero esto no implica que se alargue también la cualidad de la vida, pues en muchos casos la ancianidad viene a ser un proceso que se alarga en un tiempo durante el cual se van perdiendo facultades, tanto físicas como mentales; cuesta hacer lo que ante hacíamos con facilidad, alguna parte del cuerpo ya no responde, se olvidan las cosas… debilidades físicas y morales, que diría san Benito.

“La juventud y la flor de la vida pasarán pronto (Ecl 11,10)
Convivimos con la vejez.

Una de la tres grandes riquezas de nuestra vida comunitaria es la convivencia de diversas generaciones biológicas y monásticas. Hemos tenido la suerte de convivir con las primeras vocaciones venidas después de la restauración de la vida monástica en Poblet el año 1940, por lo menos con las que ha sobrevivido y han permanecido en el monasterio, ya que otras van abandonar la vida en el monasterio. Una suerte, que nuestros hermanos mayores en el monasterio no tuvieron porque el corte de 105 años de vida monástica impidió la sucesión normal de las generaciones de monjes, a causa de la desamortización.  Hecho que suplieron como pudieron, agarrándose a la referencia a otros monasterios, a donde fueron a estudiar, pues era importante ese punto de referencia.

“Inicia al joven en el camino que ha de seguir: no se apartará ni en su vejez (Prov 22,6)
Necesitamos aceptar la vejez

Decía san Juan Pablo II, en su Carta a los ancianos, que la vejez también tiene sus ventajas porque atenúa el ímpetu de las pasiones, aumenta la sabiduría y la capacidad de dar consejos  más maduros, o por lo menos así debería ser, pues no siempre sucede así, ya que depende de como haya llegado a la ancianidad. Por experiencia familiar y de vida comunitaria todos sabemos que no todos envejecen igual; hay quien lo acepta y quien no; que se rebela y lo pasa mal; otros, en cambio, se hacen más bondadosos. Todos podemos recordar ejemplos. Incluso los hay que desean sentirse ancianos antes de tiempo, o al contrario, que no desea ser considerado como tal.

Tampoco nuestra sociedad favorece la valoración de la vejez; vivimos en una época narcisista y autorreferencial, en la que más pronto o más tarde todo se sustituye por algo más nuevo. No dejamos espacio al dolor, por la enfermedad o el malestar, por el sufrimiento, por la vejez o por la muerte; nos inquieta y a la vez nos da miedo. Es una época de “usar y tirar”; y la sociedad más que convivir con los ancianos de manera familiar, a menudo los aparca en residencias o sociosanitarios, donde poco a poco van quedando en el olvido.

Honrar a los ancianos supone, decía san Juan Pablo II un triple deber: acogerlos, asistirlos y valorarlos, y esto, de alguna manera lo hemos de ir logrando.

¡Oh muerte, eres bienvenida para el hombre necesitado y con falta de fuerzas, para el anciano agotado que tiene inquietud por todo, que se rebela y se le ha acabado la paciencia!  (Eclo 41,2)
La vejez es la puerta de la eternidad

“Si la vida es una peregrinación hacia la patria celestial, la ancianidad es el tiempo en que se mira con más naturalidad el umbral de la eternidad”.  (CA,14)

El Señor nos invita a vivir la vejez como un tiempo de gracia y de esperanza hacia una vida mas plena. De nosotros depende vivirla o prepararnos para vivirla así. Porque también podemos vivirla preocupados, angustiados, con miedos, protestas, y, entonces,  nos hacemos a nosotros mismos un mal servicio, y peor a los hermanos. Como dice san Benito, es por el honor a Dios que somos servidos y no debemos contristar con nuestras exigencias a los hermanos. (cf RB 36,4)

“La corona de los ancianos es su experiencia, y la veneración del Señor, su motivo de gloria” (Eclo 25,6)
La ancianidad es mirar el pasado con gratitud y el futuro con esperanza.

La vejez es también un tiempo para la reflexión. A lo largo de la vida hacemos el bien y el mal, aciertos y errores, momentos agradables y desagradables… La ancianidad es un tiempo que Dios nos da para reconciliarnos con nuestra propia historia, analizándola con serenidad, que no implica necesariamente autocomplacencia, pero también debe estar lejos de caer en una acusación de lo que hemos hecho o dejado de hacer, de crearnos un sentimiento de culpabilidad que nos impediría la serenidad necesaria para prepararnos para el encuentro con el Señor.

Nuestro pasado no lo podemos cambiar, pero podemos cambiar nuestra manera de ver y sanear nuestra memoria reconciliándonos con nosotros mismos y con Dios. Esto no implica una huida triunfalista hacia adelante como si todo lo hubiéramos hecho bien, ni tampoco una flagelación por los errores del pasado. Es preciso practicar un arrepentimiento liberador, abriéndonos a la infinita misericordia de Dios, no desesperando nunca de su misericordia. Él sabe realmente cual ha sido nuestra vida, aunque nosotros hayamos escondido determinados aspectos ante los demás y quizás también ante nosotros mismos.

“La ancianidad es la edad más hermosa porque con ella llegamos a la vigilia el día eterno” decía san Juan XXIII.

Escribe Nancy Klein en el libre “La eternidad de las horas” recogiendo la reflexión de unos candidatos a la vida cartujana delante de la muerte de un miembro de la comunidad que “solamente existe el ahora y la muerte. No hay nada más, hic et nunc. Como monje, además, cada día me acerco más a la muerte”, decía el protagonista.

Preparémonos, pues, por si el Señor nos concede llegar a la ancianidad, si nos hace este regalo, y vivamos la vejez, si hemos llegado, con serenidad y generosidad, siendo instrumentos del Espíritu.

domingo, 3 de febrero de 2019

CAPÍTULO 30 CORRECCIÓN DE LOS NIÑOS PEQUEÑOS


CAPÍTULO 30


CORRECCIÓN DE LOS NIÑOS PEQUEÑOS

Cada edad y cada inteligencia debe ser tratada de una manera apropiada. 2Por tanto, siempre que los niños y adolescentes, o aquellos que no llegan a comprender lo que es la excomunión, cometieren una falta, 3serán escarmentados con rigurosos ayunos o castigados con ásperos azotes para que se corrijan.

San Benito nos habla en este capítulo final del código penal de la Regla, de dos aspectos: la edad y el entendimiento. A lo largo de la Regla, san Benito nos habla de los niños y de los ancianos. En su época que un niño fuera donado por su familia a un monasterio no era algo extraño, sino más bien habitual. Pero la edad que verdaderamente interesa a san Benito es la espiritual. Por ejemplo, deja bien claro cuando habla del orden de la comunidad donde no se tiene en cuenta el tener más edad física, sino aquella que es resultado de la entrada en el monasterio, y que debería corresponder a la madurez espiritual.

No se trata en nuestros días de alcanzarla con mortificaciones, ayunos rigurosos o castigos de azotes; ya la misma vida nos va castigando, o por lo menos nos pone a prueba. Pero sí que la madurez espiritual sigue siendo algo a conseguir.

Realmente ¿llegamos un día a esta madurez? Por experiencia personal o comunitaria diría que no, que no llegamos nunca o que llegan muy pocos. No es que sea un problema exclusivo de la vida monástica o consagrada, pues el mismo problema está presente en la vida de todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Por ejemplo, alguno nos podría venir a explicar su desasosiego personal con un relato que sería, más o menos, así como éste que es inventado:

“Yo de joven tuve un primer amor, un amor de juventud, poco maduro, que no llegó a buen puerto. Pasados unos años conocí una buena chica, y llegué a creer que era mi gran amor, pero pasados unos diez años no me sentía correspondido; veía que ya no me valoraba como yo creía que debía ser valorado, y busqué una nueva relación, una amiga íntima, y marché con ella. Pasados unos años, en este caso bastante menos de diez, tampoco me sentía valorado, y empecé a creer sinceramente que debía volver a mi gran amor. Así lo hice, y así lo expliqué. Pasaron de nuevo los años, y me presentaron otra muchacha, pero por una razón u otra resultó un amor imposible. Mi desasosiego, entonces, fue tan grande que de nuevo consideré que lo que creía mi gran amor no me correspondía como merecía, y volví a otra relación, con la amiga con quien estuve unos años, buscando en ella lo que yo quería y si me valoraba” 

Cuando nos planteamos un relato como éste, ciertamente fingido, y no buscamos ningún protagonista concreto porque no lo encontraremos, probablemente responderíamos que esa persona concreta lo que debe hacer es aclararse, centrarse, plantearse bien a quien ama, si es que realmente ama a alguien, además de sí mismo; y pensar también si no va haciendo mal a una u otra persona que encuentra en el camino, además de hacerse daño a sí misma. Esta situación puede pasar, y pasa realmente en muchas relaciones de pareja. Y se hacen daño a sí mismo, sobre todo si hay hijos.

Pero nosotros tampoco estamos exentos de padecer situaciones semejantes en la vida monástica. Son crisis espirituales, personales, crisis de vocación, que si las llevamos bien pueden llevarnos a crecer, pero mal llevadas o eternizadas no nos llevan a buen puerto.

Pretender que el entusiasmo que tenemos en los primeros años de vida monástica se prolonguen en el tiempo es una ilusión. En su comentario al capítulo sobre el “buen celo” el abad Casiá Mª. Just lo analiza de manera brillante con un paralelismo con el enamoramiento humano. Primero hay una fase de enamorado, ciego, porque si nuestra vocación viene a ser un proceso intelectual la cosa no va bien; después, una fase de un cierto elevado rechazo y finalmente una tercera fase de asentamiento, a donde debemos llegar para tener un cierto equilibrio. Si no superamos la fase de rechazo, puede producirse la huida y cerrarnos en nuestro interior, para no situar la inquietud y desasosiego en nuestro corazón e intentar focalizarlo en un enemigo exterior, en los otros, en las estructuras, en la rutina…Una segunda reacción puede ser el aferramiento estricto al complimiento, pero vacío de todo contenido espiritual, o por lo menos una vida interior muy pobre. Esta segunda situación sería sobrevivir o malvivir, quizás porque no tenemos ni la valentía de enfrentarnos a nuestra crisis personal, ni el empuje de buscar otro marco de vida. Una tercera posibilidad sería más o menos como la del relato: pensar en otro lugar, en otro monasterio, otra comunidad… Todos tenemos experiencia de idealizar situaciones pasadas, la cuales, si somos sinceros, tampoco llegamos a vivirlas con alegría y plenitud, sino buscando evadirnos de ellas.

A cada edad y a cada entendimiento estas crisis se pueden presentar de una u otra manera. ¿Cómo hacerlo para que nos sean un motivo de crecimiento espiritual? ¿cómo no caer en la acedía que nos pone el alma mal de manera crónica?

Pienso que no se trata de recurrir a mortificaciones, ayunos rigurosos o castigos con azotes. No es un buen camino. El secreto, más bien, es confiarnos en el Señor con generosidad y humildad. Todos sabemos el relato de un hermano nuestro que más de una vez ha preparado las maletas para marchar del monasterio, pero a pesar de las dificultades que en su momento le parecían insalvables, tuvo de coraje de esperar al día siguiente y este “esperar el día siguiente”, y esperemos que sea así, le ha devuelto la serenidad y la luz.

En el libro sobre la vida consagrada, el Papa dice que seguramente ninguna vocación es sinceramente generosa al cien por cien, en sus inicios; pero sabiendo esto es preciso que lo sea en cierto porcentaje para avanzar y llegar a ese noventa u ochenta por cien que nos permita vivir con alegría nuestra vida. Vivir intensamente la plegaria comunitaria y personal, el trabajo y el contacto con la Palabra de Dios. Superar nuestra cerrazón de corazón que nos pueden hacer padecer mucho. Es la manera de confiar plenamente en el  Señor, en su ayuda inestimable e insustituible para avanzar hacia Él.

Como nos dice Cesáreo de Arlés: “Nosotros que hemos estado enriquecidos por la misericordia divina con beneficios tan grandes, sin ningún mérito, colaboremos con Él según nuestras posibilidades, de manera que la gracia de un amor tan grande no sea de provecho y no merecedora de castigo”