domingo, 27 de septiembre de 2020

DEL PRÓLOGO DE LA REGLA DE SAN BENITO, Pról 21-38

 

DEL PRÓLOGO DE LA REGLA DE SAN BENITO,

Pról 21-38

 

1 Ciñéndonos, pues, nuestra cintura con la fe y la observancia de las buenas obras, sigamos por sus caminos, llevando como guía el Evangelio, para que merezcamos ver a Aquel que nos llamó a su reino. 22 Si deseamos habitar en el tabernáculo de este reino, hemos de saber que nunca podremos llegar allá a no ser que vayamos corriendo con las buenas obras. 23 Pero preguntemos al Señor como el profeta, diciéndole: 24 Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y descansar en tu monte santo?, 25 Escuchemos, hermanos, lo que el Señor nos responde a esta pregunta y cómo nos muestra el camino hacia esta morada, diciéndonos: 26 «Aquél que anda sin pecado y practica la justicia; 27 el que habla con sinceridad en su corazón y no engaña con su lengua; 28 el que no le hace mal a su prójimo ni presta oídos a infamias contra su semejante». 29Aquel que, cuando el malo, que es el diablo, le sugiere alguna cosa, inmediatamente le rechaza a él y a su sugerencia lejos de su corazón, «los reduce a la nada», y, agarrando sus pensamientos, los estrella contra Cristo. 30 Los que así proceden son los temerosos del Señor, y por eso no se inflan de soberbia por la rectitud de su comportamiento, antes bien, porque saben que no pueden realizar nada por sí mismos, sino por el Señor, 31 proclaman su grandeza, diciendo lo mismo que el profeta: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre, da la gloria», al igual que el apóstol Pablo, quien tampoco se atribuyó a sí mismo éxito alguno de su predicación cuando decía: «Por la gracia de Dios soy lo que soy». 32Y también afirma en otra ocasión: «E1 que presume, que presuma del Señor». 33 Por eso dice el Señor en su evangelio: «Todo aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra, se parece al hombre sensato, que edificó su caC 23 Mar 25 Jun 27 Sept. 30 Dic. 7 sa sobre la roca. 34Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca». 35Al terminar sus palabras, espera el Señor que cada día le respondamos con nuestras obras a sus santas exhortaciones. 36 Pues para eso se nos conceden como tregua los días de nuestra vida, para enmendarnos de nuestros males, 37 según nos dice el Apóstol: «¿No te das cuenta de que la paciencia de Dios te está empujando a la penitencia» 38 Efectivamente, el Señor te dice con su inagotable benignidad: «No quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva».

 

La fe y la observancia de las buenas obras son las dos herramientas que nos propone san Benito para llegar al Reino, lo cual se concreta en obrar honradamente, practicar la justicia, decir la verdad, no calumniar, no hace mal al prójimo. La lucha contra el maligne no es ajena a nuestra vida, no estamos inclinados por naturaleza a hacer el mal, pero el maligno nos tienta con frecuencia, jugando con nuestra debilidad. Por ello san Benito nos invita a estampar nuestros malos pensamientos, no a saborearlos, sino a intentar superarlos, con la ayuda de Aquel que es el único que puede ayudarnos. El camino es la confianza en Cristo, dejarnos modelar por la gracia de Dios, como dice san Pablo.

Fe y observancia son los pilares, porque la fe sin obras es muerta, como afirma la Carta de Santiago. El Señor nos alecciona, alimentándonos con su Palabra, y por eso espera de nosotros que respondamos con obras a sus exhortaciones. San Benito nos presenta la vida como un tiempo de tregua, un tiempo de gracia, que se nos ofrece para avanzar en nuestro camino del Reino. A menudo nos podemos preguntar a qué hemos venido al mundo, o a qué hemos venido al monasterio. Quizás nos venga a la memoria el monje que explicaba que había venido al monasterio para morir, pero su tiempo de tregua fue bastante largo. No venimos a mortificarnos, tampoco a mortificar a los demás, sino que venimos a hacer un camino de conversión. Una conversión que supone un cambio, que será lento o dudoso, con pasos de retroceso, pero siempre un camino hacia el Reino.

En este camino encontramos muchos tropiezos. A veces creemos que son los otros quienes nos ponen los obstáculos. No es siempre así, en general los obstáculos vienen de nosotros mismos.

¡Cuántas energías podríamos utilizar en nuestra conversión con solo dejar de criticar o vigilar lo que hacen los otros!

Comentaba una superiora que en las comunidades tenemos establecida y bien establecida la plaza de criticones y murmuradores, en donde cuando se dulcifica la visión de unos vienen a ser sustituidos por otros, de manera que se llega a dar la impresión de que no puede haber comunidad verdadera sin esa dimensión de crítica negativa, que adquiere un nuevo perfil con el aprovechamiento de las nuevas tecnologías.

Cristo no estuvo exento de críticas, al contrario; él es para nosotros el modelo, como maestro, como referencia permanente. Toda la Regla es cristocéntrica. Sentir a Cristo a nuestro lado, siempre a punto para ayudarnos cuando apuntan las dificultades con las tentaciones del maligno, los malos pensamientos… y llevarnos a esclafar todo ello en él, para que nos libre de todo ello.

¡Cuántas energías perdemos al cegarnos en poner tropiezo al prójimo, o abrir la boca para decir mal de otros!

Seguir a Cristo con las fortísimas y espléndidas armas de la obediencia, la humildad, la paciencia, huyendo a la envidia, la vanidad, la maledicencia… será el camino para merecer Aquel que nos llama a su Reino.

No somos perfectos, pero todos somos perfectibles. Tenemos posibilidades de hacer camino hacia Cristo, de hacer un camino de conversión. Tenemos unos límites que aprovecha el maligno para la tentación y perdernos. Pero también ésta es nuestra riqueza, nuestra posibilidad de salvación. A veces cuesta tanto hacer el bien como hacer el mal, o quizás cuesta más esfuerzo hacer el mal, pensar mal… Un simple y trivial hecho nos puede desestabilizar si nos limitamos a ver y querer el lado oscuro y negativo.

La plaza de murmurador y criticador siempre estará libre para acogernos a ella, ocuparla… Preguntémonos si somos más o menos felices ocupando esta plaza y sirviéndonos de ella.

San Benito nos dice que el Señor espera de nosotros la respuesta continua cada día. Aprovechemos estos días de tregua de nuestra vida, para corregir nuestras malas inclinaciones, y no perder al Señor que no quiere otra cosa que nuestra conversión.

Como escribe san Juan Crisóstomo: “cuando quieras reconstruir en ti aquella casa que Dios se edificó en el primer hombre, envuélvete en la modestia, la humildad y resplandece con la luz de la justicia, cuídate con las buenas obras, como el oro acendrado” (Hom 6 sobre la oración.

domingo, 20 de septiembre de 2020

CAPÍTULO 69 NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 69

NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO

Debe evitarse que por ningún motivo se tome un monje la libertad de defender a otro en el monasterio o de constituirse en su protector en cualquier sentido, 2 ni en el caso de que les una cualquier parentesco de consaguinidad. 3 No se permitan los monjes hacer tal cosa en modo alguno, porque podría convertirse en una ocasión de disputas muy graves. 4 El que no cumpla esto será castigado con gran severidad.

Los comentaristas de la Regla nos dicen que éste acababa con el capítulo 66, donde invita a menudo en la comunidad, para que nadie alegue ignorancia.

Se podría interpretar que estos capítulos finales son una añadidura, al ser consciente san Benito que hay aspectos de nuestra vida importantes en relación a la vida comunitaria, que no son de menor importancia. Y añadiéndolos viene a completar con la singular sugerencia del capítulo 72 sobre el buen celo, que es una buena recapitulación de la Regla.

En la escucha asidua de la Regla se pervive que san Benito no es muy amigo de particularismos, de las relaciones particulares excesivamente estrechas, e incluso advierte del peligro de las mismas.

Este capítulo, junto con el siguiente nos vienen a hablar del mismo tema: de las amistades particulares, de los grupos de presión. San Benito nos dice que de ninguna manera nos podemos tomar la libertad de defender a otro hermano, ni tampoco pegar arbitrariamente. El peligro de dar lugar a escándalos es muy grave, y lo que queremos para nosotros no lo debemos hacer a otros, concluirá aludiendo a la sabiduría de la Escritura. Nos viene, pues, a decir, que no somos nadie para erigirnos en jueces de nuestros hermanos, por lo tanto, no tenemos capacidad para absolver a o condenar a nadie. Esto no es nada fácil, y nos cuesta llevarlo a la práctica, aceptar la pluralidad, a la vez que debemos considerar que la comunión es el único objetivo que nos debe unir, la búsqueda de Dios para llegar a la vida eterna.

Dios nos llama a la vida monástica, y en esta vida los compañeros nos lo elegimos nosotros, sino que nos los pone Dios en el camino. Entonces, hacer acepción de personas, juzgarlos dignos o indignos de ser monjes no entra en nuestras atribuciones. Pero a veces creemos lo contrario, y nos consideramos con atribuciones excepcionales para decidir si otro monje debería estar o no en la comunidad, o hacer éste u otro servicio. En definitiva, el origen viene a estar en nuestra falta de humildad. Es lo que nos viene a adoctrinar el evangelio de “ver la mota en el ojo del hermano y no la viga en el propio ojo”. (Mt 7,3-5; Lc 6 41-42

San Benito nos habla de hechos concretos que ponen de relieve nuestra afección o desafección hacia otro hermano, y lo concreta en el hecho de “defender” o “pegar”, que lo podemos llevar a cabo de manera directa o indirecta.

Algo que escuchamos estos días en el refectorio a través de la lectura del libro Murmuración. También es un tema que podemos escuchar con frecuencia en las enseñanzas del Papa Francisco.

La murmuración es una agresión tanto o más grave que la física, como lo puede ser también una mala cara hacia aquellos que no “bailan” a los ritmos que nosotros marcamos. U otros actos destemplados que podemos tener hacia los demás.

El monasterio no es un lugar para llevar a cabo determinadas actitudes personales; el monasterio no es un lugar para amistades excesivamente particulares, que nos pueden llevar al malestar o a manipulaciones personales que pueden incidir en la división de la comunidad. El monasterio no es un lugar para pensamientos sobre la dignidad o indignidad de otros monjes en relación a una vida de comunidad. Y éste no es el camino del Evangelio, ni tampoco el de la Regla, sino un camino estéril, supeditado al capricho personal, que nos imposibilita de ver al hermano como imagen de Dios. En el fondo soy yo mismo sumido en mi egoísmo que doy lugar a un clima enrarecido en la vida comunitaria, creyéndome el centro de todo y de todos.

Solamente hay un hombre perfecto: Cristo, como nos recuerda el Vaticano II (GS,41). Todos nosotros estamos llamados a la perfección, a hacer camino. La afección o desafección, afinidad o no afinidad, no deben traducirse en defensas u ofensas, porque vendrían a ser siempre parciales e injustas. El juez. solamente es Dios; nosotros, por muy perfectos que nos lleguemos a creer, solo somos objetos de su juicio.

San Máximo de Turín escribe: “aquel que es consciente de tener per compañero a Cristo se avergüenza de hacer cosas malas. Cristo es nuestra ayuda en las cosas buenas; el que nos preserva en las malas” (Sermón 73)

domingo, 13 de septiembre de 2020

CAPÍTULO 62 LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 62

LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO

1 Si algún abad desea que le ordenen un sacerdote o un diácono, elija de entre sus monjes a quien sea digno de ejercer el sacerdocio. 2 Pero el que reciba ese sacramento rehúya la altivez y la soberbia, 3 y no tenga la osadía de hacer nada, sino lo que le mande el abad, consciente de que ha de estar sometido mucho más a la observancia de la regla. 4 No eche en olvido la obediencia a la regla con el pretexto de su sacerdocio, pues por eso mismo ha de avanzar más y más hacia Dios. 5 Ocupará siempre el lugar que le corresponde por su entrada en el monasterio, 6 a no ser cuando ejerce el ministerio del altar o si la deliberación de la comunidad y la voluntad del abad determinan darle un grado superior en atención a sus méritos. 7 Recuerde, sin embargo, que ha de observar lo establecido por la regla con relación a los decanos y a los prepósitos. 8 Pero si se atreviere a obrar de otro modo, no se le juzgue como sacerdote, sino como rebelde. 9 Y si advertido muchas veces no se corrigiere, se tomará como testigo al propio obispo. 10 En caso de que ni aun así se enmendare, siendo cada vez más notorias sus culpas, expúlsenlo del monasterio, 11 si en realidad su contumacia es tal, que no quiera someterse y obedecer a la regla.

Sacerdocio y vida monástica, escuchando la Regla y muchos Padres del monaquismo, dan la impresión de ser dos vocaciones de difícil convivencia. Lo que nos quiere subrayar san Benito es que venimos al monasterio para buscar a Dios en una vida monástica, y no para llevar a cabo otro tipo de función o servicio que nos apetece más, y que puede ir ahogando nuestra vocación, sino lo tenemos claro, y la ponemos en manos de Dios.

En la vida monástica el sacerdocio es un servicio a la comunidad y a la Iglesia. Sería un error ambicionarlo en una línea de “hacer carrera”, O un subterfugio para acceder al sacerdocio sino se ha podido conseguir en el seminario diocesano. Siempre, en el monasterio debe ser primero la vocación monástica, como sugiere san Benito en el capítulo sobre la admisión de los hermanos, diciendo que una vez hecha la profesión al monje no se le será permitido “sustraerse al yugo de la Regla, pues una vez pensado había podido rehusar o aceptar” (RB 58,16)

Ciertamente, en la época de san Benito la celebración de la Eucaristía diaria no era una costumbre habitual. Se conservaba la idea del cristianismo primitivo de destacar el primer día de la semana con la reunión alrededor del altar para celebrar el Día del Señor y su Resurrección. Entonces, un solo sacerdote podía atender a toda la comunidad en el servicio del altar. Pero, progresivamente, se fue pasando a la celebración diaria para cada sacerdote, de aquí el vestigio arquitectónico de las múltiples capillas en la iglesia para permitir la celebración eucarística con un mínimo de privacidad. Hoy, esta costumbre pervive en algunas cartujas y la reforma del Vaticano II se ha ido imponiendo, y con ello la concelebración, tendiendo que la eucaristía comunitaria sea el eje sobre el que bascula toda la jornada diaria con la plegaria, el trabajo y el contacto con la Palabra.

Así el Decreto Perfectae Caritatis dice que los consagrados “con el corazón y con los labios y según la mente de la Iglesia, celebren la sagrada liturgia, principalmente el misterio sacrosanto de la Eucaristía, y alimente la propia vida espiritual de esta fuente inagotable. (PC 6)

La tradición monástica se muestra siempre muy reservada sobre el acceso de los monjes al sacerdocio. Es el caso de Juan Casiano con su celebre frase de que los monjes “huyan de las mujeres y de los obispos”; de estos últimos para evitar la tentación de la ordenación (Instituc. 11,18).  También Cirilo de Escitopolis atribuye a san Sabas la frase “el principio y la raíz del amor al poder es el deseo de ser clérigo” (Vida de san Sabas 18). Con el tiempo, sobre todo a partir del siglo XIII también en nuestro Orden se establecen dos categorías de monjes: los de coro, que debían ser sacerdotes y los hermanos o laicos. Una división que venía ya desde el ingreso en la comunidad, cuando se optaba por una u otra opción, sin posibilidad de cambio posterior.

Todo este panorama finaliza con el Vaticano II, den su decreto Perfectae Caritatis:

“Los monasterios y los institutos masculinos no meramente laicales pueden admitir, según su carácter y de acuerdo con ls constituciones, clérigos y laicos, con el mismo estilo de vida y los mismos derechos y obligaciones, con excepción de aquellas que se deriven del orden sagrado” (PC, 15)

Así se pone fin a la división de monjes de coro y hermanos laicos, o de padres y hermanos, para formar una comunidad uniforme con diferentes servicios, ya que servicio es el sacerdocio.

Si san Benito hubiera vivido en el siglo XX y hubiera aplicado las resoluciones del Vaticano II, que en cierta forma retornaban a lo que él entendía por vida monástica, vemos lo que le preocuparía: evitar la vanagloria y el orgullo de la ordenación; que se atreviera a considerarse diferente del resto de hermanos; que dejará de ocupar el lugar que le corresponde por su entrada en el monasterio: que no obedeciera la Regla y las observancias establecidas…

La conclusión a la que llega san Benito es que si el monje sacerdote no actúa debidamente debe ser juzgado como rebelde y no como sacerdote. En una primera lectura puede parecer que no es un entusiasta del sacerdocio monástico, pero de hecho tiene la preocupación de los riesgos que puede haber e intenta prevenir con sus advertencias.

El que fue pastor de la Iglesia de Tarragona, el cardenal Francisco de Asís Vidal i Barraquer, del que se celebra estos días el aniversario de su muerte en el exilio suizo de Friburgo, decía a los sacerdotes:

“que vuestro ejemplo y vuestras palabras siempre libres de toda pasión, edifiquen a los fieles. Exhortad, enseñad, actuad con aquella altura y rectitud de miras, con aquella serenidad y humildad, con aquel desapasionamiento, con aquella paz y serenidad de espíritu propias de un ministro de Cristo, y dispensador de los misterios de un Dios que vino a traernos paz y amor” (Carta Pastoral de los obispos de Cataluña, 7/03/1824) .

domingo, 6 de septiembre de 2020

CAPÍTULO 55 LA ROPA Y EL CALZADO DE LOS HERMANOS

 

CAPÍTULO 55

LA ROPA Y EL CALZADO DE LOS HERMANOS

1 Ha de darse a los hermanos la ropa que corresponda a las condiciones y al clima del lugar en que viven, 2 pues en las regiones frías se necesita más que en las templadas. 3 Y es el abad quien ha de tenerlo presente. 4 Nosotros creemos que en los lugares templados les basta a los monjes con una cogulla y una túnica para cada uno – 5 la cogulla lanosa en invierno, y delgada o gastada en verano -, un escapulario para el trabajo, escarpines y zapatos para calzarse. 6 No hagan problema los monjes del color o de la tosquedad de ninguna prenda, porque se adaptarán a lo que se encuentre en la región donde viven o a lo que pueda comprarse más barato. 8 Pero el abad hará que lleven su ropa a la medida, que no sean cortas sus vestimentas, sino ajustadas a quienes las usan. 9 Cuando reciban ropa nueva devolverán siempre la vieja, para guardarla en la ropería y destinarla luego a los pobres. 10 Cada monje puede arreglarse, efectivamente, con dos túnica y dos cogullas, para que pueda cambiarse por la noche y para poder lavarlas. 11 Más de lo indicado sería superfluo y ha de suprimirse. 12 Hágase lo mismo con los escarpines y con todo lo usado cuando reciban algo nuevo. 13 Los que van a salir de viaje recibirán calzones en la ropería y los devolverán, una vez lavados, cuando regresen. 14 Tengan allí cogullas y túnicas un poco mejores que las que se usan de ordinario para entregarlas a los que van de viaje y devuélvanse al regreso. 15 Para las camas baste con una estera, una cubierta, una manta y una almohada. 16 Pero los lechos deben ser inspeccionados con frecuencia por el abad, no sea que se esconda en ellos alguna H 4 Jun. 6 Sep. 9 Dic. 2 Mar. 109 cosa como propia. 17 Y, si se encuentra a alguien algo que no haya recibido del abad, será sometido a gravísimo castigo. 18 Por eso, para extirpar de raíz este vicio de la propiedad, dará a cada monje lo que necesite; 19 o sea, cogulla, túnica, escarpines, calzado, ceñidor, cuchillo, estilete, aguja, pañuelo y tablillas; y así se elimina cualquier pretexto de necesidad. 20 Sin embargo, tenga siempre muy presente el abad aquella frase de los Hechos de los Apóstoles: «Se distribuía según lo que necesitaba cada uno». 21 Por tanto, considere también el abad la complexión más débil de los necesitados, pero no la mala voluntad de los envidiosos. 22 Y en todas sus disposiciones piense en la retribución de Dios.

Que los monjes no hagan problema, sino que se contenten”, afirma san Benito de cara a quienes han optado por una vida en la cual uno sabe, una vez hecha la profesión, que no tiene potestas ni sobre el propio cuerpo (RB 48,25) que debería vivir sin estar condicionado por algunas costumbres que dominan en nuestra sociedad. Hoy, poseer, exhibir lo que se posee, viene a ser una norma de vida, llevando esta necesidad de aparentar a hipotecar, o incluso arruinar a personas y familias. Esta crisis que padecemos lo muestra al faltar unos ingresos determinados o previstos que ha llevado a algunos a cambiar de vida, ante la pobreza y necesidad evidentes. Y puede influir esta situación en nuestra vida monástica, lo cual sería lamentable.

San Benito nos habla de tener lo necesario, y evitar lo superfluo que debe suprimirse. Pero en el aspecto de la posesión no estamos libres de la provocación de los pecados capitales. Incluso podemos aparentar una cierta pobreza, pero que no nos afecta en profundidad, pues no se trata de unos vestidos rotos o sucios, pues ya san Benito tiene previsto que cada monje tenga lo necesario, sino que más bien se trata aquí de la humildad de corazón. Nuestros orígenes son diversos. Hay quien ha padecido necesidad, y hay quien siempre ha tenido bien guardadas las espaldas. Por esto la valoración de lo que es necesario o no puede variar de una persona a otra. Ante el tener o no tener a menudo nos asalta la envidia, que viene a ser madre de la murmuración, al comparar unas personas con otras.

San Benito tiene claro que se debe tener lo necesario; lo necesario para el trabajo que se nos encomienda. Siempre podríamos tener más, estar mejor si no hubiese entrado en el monasterio. No pasar tanta calor en verano, o frío en invierno, tener varios teléfonos móviles, coches, una segunda residencia… Ciertamente hemos renunciado a ciertas cosas, pero la misma vida, en toda persona, implica siempre renuncias. Los padres renuncian a muchas cosas por los hijos: comodidades, tranquilidad, disponer de más tiempo libre. Lo mismo sucede al aceptar o desarrollar un trabajo determinado, que en ocasiones implica un horario laboral incómodo, cambiar de residencia, largos desplazamientos…

Ante todo, hay que valorar cual es el motivo de la renuncia, la razón de fondo, que en muchos casos puede ser una razón económica, pero en nuestro caso la motivación es más elevada. Esta renuncia no la hacemos valer ante la familia, los amigos o conocidos, como si fuéramos campeones de la caridad, pues es evidente que nadie de nosotros lo es; y aquí podríamos aplicar lo que nos dice san Benito cuando nos habla de los instrumentos de las buenas obras: “no que querer que le digan santo antes de serlo, sino ser primero para que después lo puedan decir con verdad”. (RB 4,62)

Nuestra renuncia es por Cristo, y debemos hacerlas con humildad, sin ninguna ostentación. Nuestro vestido a menudo nos identifica, pero no nos justifica para sacar de ello una ventaja, para buscar un reconocimiento gratuito, aunque hoy día en esta sociedad quizás más que un reconocimiento lo que podemos recibir es un rechazo.

Deberíamos mirar no solo nuestros lechos o nuestras celdas para hacernos conscientes de si nos hemos apropiado de algo que no es necesario, sino sobre todo mirar nuestro corazón para ver si la avaricia nos aprisiona, si la envidia nos está oprimiendo, o la soberbia nos reseca por dentro, o si la pereza nos impide de avanzar en el camino de la humildad, o bien si se une a la lujuria o la gula, para acabar, finalmente, en la ira que lo tergiversa todo.

Ester de Waal escribe sobre el camino de la simplicidad como uno de los ejes de la tradición cisterciense. Nos habla de aprender a desprendernos de todo aquello que es inútil y superfluo, para avanzar hacia la simplicidad interior, y no solo hacia la de más apariencia que sería la exterior. Ser monjes desde el interior del corazón y no esforzarse por serlo más que mediante una simple imagen mientras en el interior de nuestro corazón menospreciamos al hermano, que en resumidas cuentas viene a equivaler a menospreciar a Dios. Pensar siempre junto en la retribución de Dios que es lo único importante en la vida de cualquier cristiano, y por tanto mucho más en nosotros. No es la pobreza en sí misma lo que es importante, sino el espíritu de pobreza de corazón que sintoniza muy mal con cualquiera de los pecados capitales.