domingo, 18 de julio de 2021

CAPÍTULO 7,62-70 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7,62-70

LA HUMILDAD

El duodécimo grado de humildad es que el monje, además de ser humilde en su interior, lo manifieste siempre con su porte exterior a cuantos le vean; 63 es decir, que durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del monasterio, en el huerto, cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. creyéndose en todo momento reo de sus propios pecados, piensa que se encuentra ya en el tremendo juicio de Dios, 65 diciendo sin cesar en la intimidad de su corazón lo mismo que aquel recaudador de arbitrios decía con la mirada clavada en tierra: «Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar mis ojos hacia el cielo». 66Y también aquello del profeta: «He sido totalmente abatido y humillado». 67Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a ese grado de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor»; 68 gracias al cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; 69 no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa connaturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. 70Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero, purificado ya de sus vicios y pecados.

Llegar a la caridad de Dios, la caridad perfecta que echa fuera el temor, y llegar a cumplirla sin esfuerzo, como por costumbre del bien y gusto de las virtudes, es el objetivo de los doce grados de la humildad. Actuar siguiendo la voluntad de Dios, no por temor sino por convicción, por gusto. Se llega cuando la caridad envuelve toda nuestra vida, cuerpo y alma, en el monasterio y fuera de él. Se llega cuando somos conscientes de nuestro carácter de pecadores a la vez que de la misericordia de Dios.

Escribe san Agustín: “ no tengamos la presunción que vivimos rectamente y sin pecado. El testimonio a favor de nuestra vida es el hecho de reconocer nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que no se preocupan de sus pecados para fijarse en los de los demás. No buscan la corrección propia sino lo que podemos “morder” en los otros. Al no poder excusarnos, estamos siempre dispuestos a acusar a los otros”.  (Sermón 19, 2-3)

Esta consciencia de nuestras culpas, de nuestros pecados es la que condiciona nuestra subida de los grados de humildad, y cuando nos falta esta conciencia de pecado es muy fácil bajar de golpe estos grados y subir los de la soberbia, como muestra san Bernardo.

Para san Bernardo la humildad es una virtud que incita al hombre a valorar la justa medida de él mismo, y a partir de aquí avanzar de virtud en virtud hasta llegar a la cima de la humildad siguiendo la ley de aquel legislador, el Señor, amable y recto, que dicta la ley que nos orienta hacia la verdad. Nos dice que la humildad tiene dos complementos necesarios, como son el pan del dolor y el vino de la compunción. Nos habla de la humildad como de un banquete donde se sirve el sólido alimento de la sabiduría, amasada con la flor de harina y el vino que alegra el corazón del hombre; donde la caridad es el plato principal de las almas imperfectas; pero a veces somos incapaces de comida sólida y necesitamos leche en lugar de pan, y aceite en lugar de vino. Es la impureza, la ausencia de nuestro sentimiento de pecadores el que nos impide saborear la dulzura de la caridad.

1.    Sentimos curiosidad y estamos atentos a todo lo que no debería tener interés para nosotros, en lugar de mostrar humildad y bajar la mirada.

2.    Tenemos ligereza de espíritu e indiscretos con las palabras, sin importarnos herir a los otros, en lugar de decir pocas palabras y sabias, y sin vocear.

3.    Somos de risa fácil, en lugar de contenerla y evitar la risa de los otros.

4.    Hablamos mucho y con vanagloria, cuando deberíamos reprimir la lengua, guardar silencio y no hablar hasta ser preguntados.

5.    Buscamos singularizarnos, buscando nuestra gloria en lugar de no hacer sino lo que nos anima la Regla y el ejemplo de los ancianos.

6.    Somos arrogantes y nos creemos mejores que los demás, cuando deberíamos recordarnos, y sentirlo en el corazón, que somos los últimos y los más viles.

7.    Somos presuntuosos y nos metemos donde no se nos llama, cuando deberíamos contentarnos con lo más bajo y tenernos por operarios inhábiles e indignos.

8.    Nos esforzarnos por justificar nuestros pecados, cuando no deberíamos de esconderlos, sino manifestarlos humildemente, tanto si son de pensamiento, como de palabra, obra u omisión.

9.    Rechazamos y huimos de las cosas ásperas y duras en las dificultades, en lugar de abrazarnos con la paciencia y no echarnos atrás.

10. Nos rebelamos contra los superiores y hermanos cuando deberíamos obedecer imitando al Señor.

11. Buscamos de sentirnos libres en lugar de no satisfacer nuestros propios deseos y responder con hechos a la palabra del Señor que nos llama a hacer su voluntad.

12. Tenemos el hábito de pecar, cuando deberíamos de evitarlo por temor de Dios.

La escala de la humildad es mucho más fácil bajarla, al contrario de la soberbia, y a veces olvidamos que al bajarla nos alejamos de Dios. Como escribe san Bernardo también nosotros tenemos más experiencia en las bajadas que en las subidas, aunque nuestra vida está arraigada en el día a día de una vida normal, pero que debe estar comprometida, encarnada, donde los peldaños de esta humildad son nuestro cuerpo y nuestra alma, pues por aquí sube y baja nuestra vida.

El objetivo final, recogiendo el pensamiento de san Juan Clímaco no es una simple honradez moral, un ideal de moderación y filantropía, sino la participación en la cruz y resurrección de Cristo y en la deificación de todo el ser.

Escribe san Lorenzo de Brindisi: “Si queremos obrar así, debemos tener siempre presente nuestro final. Pues teniendo presente la muerte, sabremos discernir las mentiras del mundo, y llevaremos nuestra vida por los caminos de la santidad y de la justicia” (Hom. 2 en Domingo IX después de Pentecostés)

Como dice san Benito nos ha de impulsar siempre, en todo momento y lugar el deseo de subir a la vida eterna, y per eso tomamos el camino estrecho (R 5,10)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 11 de julio de 2021

CAPÍTULO 7, 44-48 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7, 44-48

LA HUMILDAD

El quinto grado de humildad es que el monje con una humilde confesión manifieste a su abad los malos pensamientos que le vienen al corazón y las malas obras realizadas ocultamente. 45 La Escritura nos exhorta a ello cuando nos dice: «Manifiesta al Señor tus pasos y confía en él». 46Y también dice el profeta: «Confesaos al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia». 47Y en otro lugar dice: «Te manifesté mi delito y dejé de ocultar mi injusticia. 48Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señor mi propia injusticia, y tú perdonaste la malicia de mi pecado».

Escribe Dom Pierre Miquel que en la Regla hay un capítulo sobre cómo debe ser el abad, otro sobre el Prior, y un tercero referente al mayordomo, pero no lo hay acerca de cómo debe ser el monje. (Conocer Benito, p.221)

Primero hay que partir de que el abad, el prior y el mayordomo son monjes, y que su vida física y monástica tiene un antes y un después de los cargos que ocupan, o de los servicios que prestan. Como dice san Bernardo, el monje lo hace la vocación y al abad el servicio, lo cual es válido para toda responsabilidad en una comunidad, pues, a veces, el servicio puede ser un peligro para la misma vocación monástica si no cuida su salud espiritual. Los elementos que nos ayudan a mantener esta salud espiritual los deja bien explícitos san Benito en los capítulos IV sobre los Instrumentos de las buenas obras, y en el VI sobre la humildad. Todo gira en torno a estas dos premisas:  las buenas obras y la humildad.

San Benito sabe bien que a lo largo de nuestra vida de monjes nos vienen al pensamiento cosas malas: de pensamiento, palabra, obra y misión. Es algo que sabe bien san Benito. En este quinto grado de la humildad, una vez hemos pasado por el temor de Dios, por hacer su voluntad, por ser obedientes, nos dice que nos debemos sentir débiles, pecadores y confiar en la misericordia del Señor.

No nos habla aquí de la confesión sacramental, ni tampoco de lo que podría afectar a un capítulo de culpas comunitario, sino de lo que puede ser la raíz de los malos pensamientos, que son la fuente de donde nacen nuestros pecados y faltas.

Todos los pecados que ensucian nuestra alma, nos alejan de Dios, y nacen de nuestros malos pensamientos: la mentira, falsedad, ofensa, vanagloria, soberbia… tiene su origen en el pensamiento.

“Vigila tus pensamientos, vendrán a ser palabras; vigila tus palabras, vendrán a ser acciones; vigila tus acciones, vendrán a ser hábitos; vigila tus hábitos, vendrán a ser tu carácter; vigila tu carácter, vendrá a ser tu destino” (Lao Tse, pensador chino del s. VI antes Cristo) Y es que si no tuviéramos malos pensamientos sería muy difícil pecar.

¿Cuántas veces nos servimos de la frase: “no he podido más y me ha salido lo que llevaba dentro desde hace tiempo”, para justificarnos ante un hermano con quien hemos tenido un problema?

Necesitamos practicar el temor de Dios y la paciencia, buscar siempre de hacer la voluntad del Señor; nos lo dice san Benito antes de llegar a este grado de la humildad. A veces, incluso parece que nos molesta hasta nuestra vocación, pues cuando nos asaltan los malos pensamientos acabamos por perder la claridad que habíamos conseguido. Es preciso quitarlos de nosotros.

Pero en este breve grado san Benito no se detiene solo en los malos pensamientos, sino en las faltas cometidas en secreto, aquellas que creemos no ve ninguno, o que quedan en la impunidad. San Mateo en el capítulo VI de su evangelio nos dice que el Padre ve lo que hacemos secretamente, y sabe lo que estamos haciendo, el bien o el mal. Nuestras acciones malas no quedan nunca ni ocultas ni impunes. Por lo tanto, lo más acertado es confesarlas y limpiar nuestra conciencia acudiendo a la misericordia de Dios, de la cual nunca debemos desesperar.

Escribía Dom Godofredo, abad del Cister:

Demos a conocer, en primer lugar, los malos pensamientos que nos molestan, y a los que resistimos; de lo cuales, por tanto, no somos culpables. Estas tentaciones las tienen todos, y aunque no consentimos en ellas cuando nos asaltan nos humillan… Hay pensamientos que nos obsesionan, nos persiguen sin dejarnos un momento de reposo… “”cuando soy débil es cuando soy realmente fuerte”, escribe san Pablo (2Cor 12,10). He aquí la humildad práctica reflexionada en la desconfianza hacia uno mismo y en la confianza en Dios… Cuando tropezamos en las pruebas del cuarto grado es cuando sentimos nuestra miseria, creyéndonos capaces de todo y tenemos vergüenza de nosotros mismos. Son momentos fáciles para perder el coraje, y son precisamente los momentos en que necesitamos dar testimonio de nuestra absoluta confianza en la misericordia de Dios” (La humildad según san Benito, p. 213-214)

 

 

 

 

domingo, 4 de julio de 2021

CAPÍTULO 5 LA OBEDIENCIA

 

CAPÍTULO 5

LA OBEDIENCIA

El primer grado de humildad es la obediencia sin demora. 2 Exactamente, la que corresponde a quienes nada conciben más amable que Cristo. 3 Estos, por razón del santo servicio que han profesado, o por temor del infierno, o por el deseo de la vida eterna en la gloria, 4 son incapaces de diferir la realización inmediata de una orden tan pronto como ésta emana del superior, igual que si se lo mandara el mismo Dios. 5De ellos dice el Señor: «Nada más escucharme con sus oídos, me obedeció». 6Y dirigiéndose a los maestros espirituales: «Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí». 7 Los que tienen esta disposición prescinden al punto de sus intereses particulares, renuncian a su propia voluntad 8 y, desocupando sus manos, dejan sin acabar lo que están haciendo por caminar con las obras tras la voz del que manda con pasos tan ágiles como su obediencia. 9Y como en un momento, con la rapidez que imprime el temor de Dios, hacen coincidir ambas cosas a la vez: el mandato del maestro y su total ejecución por parte del discípulo. 10 Es que les consume el anhelo de caminar hacia la vida eterna, 11 y por eso eligen con toda su decisión el camino estrecho al que se refiere el Señor: «Estrecha es la senda que conduce a la vida». 12 Por esta razón no viven a su antojo ni obedecen a sus deseos y apetencias, sino que, dejándose llevar por el juicio y la voluntad de otro, pasan su vida en los cenobios y desean que les gobierne un abad. 13 Ellos son, los que indudablemente imitan al Señor, que dijo de sí mismo: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió». 14 Pero incluso este tipo de obediencia sólo será grata a Dios y dulce para los hombres cuando se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta. 15 Porque la obediencia que se tributa a los superiores, al mismo Dios se tributa, como él mismo lo dijo: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha». 16 Y los discípulos deben ofrecerla de buen grado, porque «Dios ama al que da con alegría». 17 Efectivamente, el discípulo que obedece de mala gana y murmura, no ya con la boca, sino sólo con el corazón, 18 aunque cumpla materialmente lo preceptuado, ya no será agradable a Dios, pues ve su corazón que murmura, 19 y no conseguirá premio alguno de esa obediencia. Es más, cae en el castigo correspondiente a los murmuradores, si no se corrige y hace satisfacción.

La obediencia es propia de aquellos que no aman nada tanto como a Cristo, y son impulsados por el deseo de la vida eterna. Nuestra opción no pretende la aniquilación de nuestra personalidad, ni la pérdida de nuestra libertad, sino, todo lo contrario, desarrollarlas, huyendo de las limitaciones humanas, fruto de las debilidades tanto físicas como morales que todos arrastramos.

Escuchamos estos días en el refectorio, en la lectura, el testimonio de cristianos comprometidos que desafían al régimen nacionalsocialista de Alemania, arriesgando la propia vida. Eran obedientes al mandamiento del Señor, y por esto rechazaron el colaborar con este régimen que iba contra la ley de Dios, aunque una parte de la sociedad, e incluso de la misma Iglesia más preocupada de lo efímero de esta vida, no estaba en dicha línea de rechazo.

Como escribía el Papa Pío XI, el año 1931:

“La paz interior, esta paz que nace de la plena y clara conciencia que uno tiene de estar en el bando de la verdad y de la justicia, y de combatir y sufrir por ellas, esta paz que solo puede dar el Rey divino, y que el mundo es incapaz de dar, esta paz bendita y benefactora, gracias a la bondad y la misericordia de Dios, no nos ha abandonado nunca, y tenemos la esperanza que, suceda el que suceda, no nos abandonará jamás, pero bien sabéis vosotros, venerables hermanos, que esta paz nos da un libre acceso a los disgustos más amargos”. (No tenemos necesidad, 2)

Nuestra opción es por una obediencia que nos lleva a la paz interior. Es una obediencia que pone en práctica la Palabra escuchada, meditada y aplicada, superando la prevención de nuestra sociedad, y rechazando las obediencias malsanas que sucumben a los intereses materialistas. El tema de la obediencia suscita siempre el debate entre lo permitido y lo prohibido, sobre los derechos y los deberes… Todos tenemos un maestro común que es a quien debemos obedecer y que es el Cristo, a quien no debemos anteponer nada.

Algunos comentaristas lo escenifican con el ejemplo de una orquesta donde cada uno tiene un papel concreto, y debe seguir las normas de la música, el ritmo, la armonía, y todo con una partitura, que en nuestro caso sería la Regla de san Benito. No se pide en una orquesta que cada músico toque los instrumentos, sino que toque lo que le corresponde, y todos interpretar la misma pieza musical. Nuestra obediencia viene a ser una obediencia en las pequeñas cosas de cada día.

Y quien tiene una responsabilidad está llamado a cumplirla con diligencia y eficacia. Obedecer de buen grado, nos dice san Benito, pues si lo hacemos murmurando nuestro servicio no será agradable al Señor. Hay responsabilidades más y menos importantes, pero todas, llevadas a cabo con el buen espíritu de una sana obediencia, son agradables al Señor.

Es muy importante la responsabilidad, y está bien que recordemos el texto de Mt 21, sobre los dos hijos enviados por el padre a la viña. Y no son tan complicados los servicios que se nos encomiendan: atender a la portería, hacer la limpieza… que si la hacemos mal puede ser más bien perjudicial que positivo para la comunidad. Y llevar a cabo un buen servicio quiere decir asimismo tener cuidado del material que se nos confía, como si fueran “vasos sagrados”, dice san Benito.

A nadie se le obliga a ser monje, pero lo que nos pide san Benito es ser coherentes y responsables delante de Dios y de la comunidad. Obedecer es acoger libremente un ideal que engloba todas las dimensiones de la persona humana, una obediencia a Dios para santificarnos. Ciertamente, a veces hay órdenes que no apasionan, pero en la vida hay momentos de todo y las renuncias forman parte de la misma realización humana. Es esta obediencia de las pequeñas cosas la que mayoritariamente nos pide el Señor y que debemos intentar de cumplir venciendo nuestras debilidades. El aspecto utilitario de la obediencia es ayudar al buen funcionamiento del monasterio, una utilidad que es evidente en las cosas concretas y ordinarias.

Es la santificación del día a día, que diría san Jose María, o la santificación de la puerta de al lado en expresión del Papa Francisco. Escribe Oliveto Gerardín, que la enfermedad del individualismo nos afecta a todos, y cada uno debe olvidar la idea de que la libertad individual consiste en poder vivir como uno quiere, siempre y cuando no moleste a los demás; nuestra obediencia es la que toma distancia real con respecto a los propios deseos, la que es soberana, y en sí misma libertad plena, exigente y responsable. (Confesiones de un monje joven, p.133-140)