domingo, 27 de agosto de 2023

CAPÍTULO 47, LA LLAMADA PARA LA OBRA DE DIOS

 

CAPÍTULO 47

LA LLAMADA PARA LA OBRA DE DIOS

Es responsabilidad del abad que se dé a su tiempo la señal para la obra de Dios, tanto de día como de noche, o bien haciéndolo él personalmente o encargándoselo a un hermano tan diligente, que todo se realice a las horas correspondientes. 2 Los salmos y antífonas se recitarán, después del abad, por aquellos que hayan sido designados y según su orden de precedencia. 3 No se meterá a cantar o leer sino el que sea capaz de cumplir este oficio con edificación de los oyentes. 4 Y se hará con humildad, gravedad y reverencia y por aquel a quien se lo encargue el abad.

 

Tiene este capítulo dos partes bien definidas: la primera hace referencia a la señal que debe hacerse para empezar el Oficio, y la segunda como recitar, cantar o leer los Salmos.

 

Parece extraño que san Benito se ocupe de esta señal para empezar el Oficio, pero muestra el interés por que todo se lleve a cabo en las horas correspondientes. Ya advierte también sobre esto, en el capítulo 43, sobre quienes llegan tarde.

Micaela Puzicha comenta sobre la exactitud de la hora como un tema verdaderamente importante en la antigüedad, y no solo hoy, cuando estamos acostumbrados a que el reloj o la campana marcan el ritmo de nuestra jornada, como una representación de la voz de Dios.

La misma Escritura, dice esta comentarista de la Regla, nos habla de como en la antigüedad se hacía una señal para anunciar o invitar a la alabanza. La llamada no se hacía solo con la voz, sino que se empleaban diferentes instrumentos, como la trompa, trompetas o los cuernos. Tenemos referencias concretas, por ejemplo, en los Salmos:

 

“Tocad los cuernos para la luna nueva, y anunciando el día de gran fiesta” (Sal 81,1)

 

En el monaquismo antiguo también se daba la señal para empezar. De aquí la creencia de que los grandes relojes de pesos y ruedas se inventan en Occidente hacia finales del s. X

por el monje benedictino Gerbert, que vendrá más tarde a ser el primer papa francés de la historia, con el nombre de Silvestre II, aunque ya se conocían relojes mecánicos antes del imperio bizantino.

De este monje, llegado a Papa, se escribe que viajó a la corte del Conde de Barcelona, Borrell II, donde permanece tres años, residiendo en el monasterio de Santa María de Ripoll; y parece que ya sabía de la necesidad de dar la hora con exactitud.

En la época de Pacomio un monje se encargaba de dar la señal para levantarse con una trompeta o tuba. En tiempos de Basilio era un hermano quien recorría el dormitorio despertando a los monjes. Casiano habla de llamar a las puertas de las celdas. Un servicio que solía hacerse orientados solamente por posición de las estrellas.

Al final la palabra “Vigilias” viene de la acción de vigilar, ya que algún monje tenía que estar atento a la hora y cuando era el momento de despertarse para asistir al Oficio.

 

Anécdotas que vienen a destacar la importancia y, a la vez, la dificultad de precisar el horario en tiempo de san Benito, y percibir los esfuerzos para determinar con cierta exactitud el inicio del Oficio. Hoy, todo es más fácil con relojes y campanas de más precisión, pero no faltan ocasiones en que tengamos la tentación de seguir durmiendo o retardar la asistencia al oratorio con el riesgo de llegar con el Oficio ya iniciado, y dar lugar a las consiguientes molestias.

 

Una segunda parte del capítulo está dedicada al recitado de los Salmos y antífonas. Hay que hacerlo por orden y por parte de quienes tienen la responsabilidad de ello con humildad, gravedad y respeto.

Edificar a quien escucha es el objetivo es lo más específico de este servicio, y no como un motivo de orgullo personal.

 

Escribe Niceto de Reims: “Salmodiamos con los sentidos bien atentos y la inteligencia bien despierta… de manera que el salmo debe ser cantado no solo con “espíritu”, es decir con el sonido de la voz, sino también con la “mente”, meditando interiormente lo que salmodiamos, para que no suceda que, dominada la mente con pensamientos extraños, lo hagamos infructuosamente. Todo debe celebrarse como quien se sabe en presencia de Dios y no con el deseo de complacer a los hombres, o a sí mismo”.  (Sobre el bien de la salmodia)

 

El objetivo de la lectura o el canto es el de edificar a los oyentes, lo cual implica que los presentes deben ser oyentes activos. A unos lectores edificadores deben corresponder unos oyentes deseosos de ser edificados, ya que es la escucha de la Palabra de Dios o de los Padres de la Iglesia, que son dos pilares fundamentales de nuestra fe: Escritura y Tradición.

 Por lo tanto, en el coro, presbiterio, sala capitular o refectorio, es importante la puntualidad, y evitar las precipitaciones, sino conscientes de la importancia de lo que vamos a hacer y vivirlo responsablemente.

 

Escribía el abad Dom Prospero Gueranguer en su obra “Nociones de la vida religiosa y monástica”:

“Los hermanos no amarán nada por encima del servicio divino y lo contemplarán como el trabajo más noble y útil del día. Comprenderán que después de haber abandonado todo por Dios, su primer cuidado debe ser el de estar atentos a vivir esta relación con Dios. El celo que pondrán en el servicio divino dará la medida de su fidelidad a su vocación” (capítulo 12)

 

Es por esto que san Benito recalca la importancia del Oficio Divino, al que no hay que anteponer nada, al que debemos de llegar puntuales, y durante el cual debemos estar atentos para que nos sea provechoso a nosotros y a nuestros hermanos de comunidad, y también a quienes nos escuchan, sea presencialmente o a través de medios telemáticos.

sábado, 19 de agosto de 2023

CAPÍTULO 40, LA RACIÓN DE BEBIDA

 

CAPÍTULO 40

LA RACIÓN DE BEBIDA

 

Cada cual tiene de Dios un don particular, uno de una manera y otro de otra (1ª Cor 7,7); 2 por eso, con algún escrúpulo fijamos para otros la medida del sustento; 3sin embargo, considerando la flaqueza de los débiles, creemos que basta a cada cual una hemina de vino al día. 4Pero aquellos a quienes da Dios el poder de abstenerse, sepan que tendrán especial galardón. 5Mas si la necesidad del lugar, o el trabajo, o el calor del estío exigieren más, esté ello a la discreción del superior, procurando que jamás se dé lugar a la saciedad o a la embriaguez.6Aunque leemos que el vino es en absoluto impropio de monjes, sin embargo, como en nuestros tiempos no se les puede convencer de ello, convengamos siquiera en no beber hasta la saciedad, sino con moderación: 7porque el vino hace apostatar  aun a los sabios (Si 19,2). 8No obstante, donde las condiciones del lugar no permitan adquirir siquiera la sobredicha medida, sino mucho menos o nada absolutamente, bendigan a Dios los que allí viven y no murmuren; Advertimos, sobre todo: que eviten a todo trance la murmuración-

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En cuatro capítulos habla san Benito sobre cómo deben ser las comidas, horario…. Habla de huir de los excesos, de la embriaguez… Establece un mínimo para todos, y también un máximo, sobre todo cuando se trata de la bebida. Y teniendo siempre en cuenta la flaqueza de los débiles, las condiciones del lugar o la pesadez del trabajo.

Al hablar de la bebida se refiere al vino. No es pecaminoso, pero considera que no es propio de monjes. La misma Escritura habla del fruto de la viña como un don de Dios, símbolo de la salud escatológica y de comunión con el Señor. Pero es algo peligroso cuando crea dependencia en nuestra vida.

La concupiscencia pierde y hace claudicar incluso a los sabios. Cuando un miembro de una comunidad tiene un problema con la bebida o con otra dependencia física o afectiva, en un momento u otro acaba por afectar a toda la comunidad, pues crea un problema de convivencia y de salud corporal y espiritual. Toda dependencia es peligrosa, es algo que deja claro en su Regla san Benito. De aquí la importancia que tiene la moderación en la vida del monje, lo cual es importante, sobre todo en los aspectos materiales, en las ambiciones, afán de poseer… que nos extravían en nuestro camino de la vida eterna.

San Benito conoce la naturaleza humana, y sabe que la situación sería mejor sin vino en la vida del monje, pero ante la dificultad de entender, por lo menos pide no caer en la saciedad o embriaguez. Esto lleva, en algunos monasterios a apostar por una fórmula válida, como puede ser el prescindir del vino en Adviento o Cuaresma. Lo cual puede ser una opción a considerar, pues no deja de ser una privación importante, o mortificación.

San Agustín, en su Regla, apuesta por beber solamente los sábados y domingos, y prescindir los días restantes de la semana.

San Bernardo escribe en relación a este tema:

“Concretando, todo dependerá de que los monjes más rigoristas dejen de murmurar, y los más relajados corten con lo que es superfluo. Así cada uno conservará el don que posee, sin juzgar a quien no tiene; si el que ya ha optado por ser bueno no envidia a quienes son mejores, y quien se cree mejor no menosprecia la bondad del otro; si quienes pueden vivir más rigurosamente no vilipendian a quienes no pueden hacerlo, y estos admiran a los primeros, pero sin pretender imitarlos temerariamente. Así, quienes ya profesan una vida más rigorosa no les está permitido descender a otra menos exigente sin caer en la apostasía. Lo que no quiere decir que se haya de llegar a la conclusión de que todos debería de pasar de observantes menores a observantes mayores, siempre que no se caiga en la rutina” (“Apología a l`Abat  Guillem, XII, 30).

También es cierto, que, en la vida regular y bien regulada, a veces tenemos la tentación de caer en determinados vicios, buscando, consciente o inconscientemente, una cierta ligereza en el rito habitual, o una cierta compensación o consolación, como se decía antes.

También es cierto que, si vamos perdiendo profundidad espiritual en nuestra vida, y centrando más en lo material, en la comida o bebida, puede influir en nuestro estado de ánimo.

Necesitaríamos a veces, si caemos en un exceso de carnalidad, analizar el estado de nuestra vocación, antes de correr el peligro de caer en la desilusión o estados más graves. Considerando fríamente el tema es ridículo que una comida, o una bebida, influya en nuestro estado de ánimo espiritual, pero en ocasiones puede ser una realidad.

Esto enlazaría con la última idea que san Benito manifiesta en este capítulo, y que viene a ser la de caer en la murmuración.

Este es un concepto que san Benito utiliza trece veces a lo largo de la Regla, lo cual ya habla por sí solo de la importancia que da a la devastación de este vicio, madre de todos los vicios.

Por lo tanto, en cuanto hace a la bebida, si no podemos estar sin vino o con menos cantidad lo más positivo será bendecir a Dios.

Para san Bernardo la murmuración es una espada de tres cortes, y que de golpe nos produce tres heridas. La herida de la murmuración, como pecado, la herida de la difamación, que suele quitar la honra o el buen nombre; y la herida de quien escucha la murmuración y muestra una complacencia, lo cual también es caer en el pecado (cfr, Sermón 24).

Un motivo más, pues para alejarnos de la murmuración y evitar en esta materia una embriaguez, practicando hacia ella una tolerancia cero.

 

domingo, 13 de agosto de 2023

CAPÍTULO 33, SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD

 

CAPÍTULO 33

SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD

 

Hay un vicio que por encima de todo se debe arrancar de raíz en el monasterio, 2a fin de que nadie se atreva a dar o recibir cosa alguna sin autorización del abad, 3ni a poseer nada en propiedad, absolutamente nada: ni un libro, ni tablillas, ni estilete; nada absolutamente, 4puesto que ni siquiera les está permitido disponer libremente ni de su propio cuerpo ni de su propia voluntad. 5Porque todo cuanto necesiten deben esperarlo

del padre del monasterio, y no pueden lícitamente poseer cosa alguna que el abad no les haya dado o permitido.6Sean comunes todas las cosas para todos, como está escrito, y nadie diga o considere que algo es suyo. 7Y, si se advierte que alguien se complace en este vicio tan detestable, sea amonestado por primera y segunda vez; 8pero, si no se enmienda, quedará sometido a corrección..

 

Los seres humanos tenemos una tendencia a la posesión, a considerar determinadas cosas como propias. Tendencia que aparece ya en la infancia, estimulada a veces, por los mismos padres y maestros, con su intención de responsabilizarnos en nuestras cosas.

 

Esta tendencia no desaparece con el paso de los años, y llega incluso a la vida monástica, donde no se debe considerar nada como propio. Vemos en hermanos que llegan a cierta edad, cuando la mente ya no controla ciertas reacciones, que llegan a sentir hasta una cierta persecución con respecto a lo que consideran suyo, que creen que les han robado, cuando, de hecho, han olvidado donde lo dejaron.

 

Una situación poco en consonancia con la Regla que dice de los monjes: “unos hombres a quién no es lícito hacer lo que quieren con su cuerpo o su voluntad” . Evidentemente al hacerse mayor el monje pierde facultades, y no se le han de exigir cosas que están por encima de sus posibilidades, pero es curioso que quien ha vivido una vida de desprendimiento se “ate” ahora a cosas como exclusivamente suyas.

 

Poseer es una tentación en la que todos tenemos el riesgo de caer. Recurriendo a familiares, amigos, o conocidos, que puede ser objeto de nuestra petición. Y lo importante no es lo que pedimos o la cantidad, sino la misma naturaleza de un hecho que busca satisfacer esta tendencia nuestra a poseer.

 

Un vició que presenta imágenes diversas. Apropiarnos de una responsabilidad confiada temporalmente por la comunidad: cosas materiales, capacidad de decisión… Podríamos considerar en esta línea la figura del cellerario o mayordomo, pero también contemplar otras responsabilidades: cocina, hospedería, biblioteca, portería…  sobre las que podemos proyectar nuestras ambiciones de posesión, influencia en los hermanos buscando el propio provecho personal.

 

¿Cómo vencer esta tentación?

 

Se trata, sobre todo, de un trabajo personal en nuestros hábitos diarios, así como en nuestra vida espiritual. Una vida interior y comunitaria dentro de un sano equilibrio en todos sus aspectos: Oficio, plegaria personal, trabajo, descanso…

Si vamos buscando, física y espiritualmente, en nuestro entorno, sin una actitud clara y decidida, el resultado positivo final será más difícil.

 

También podemos encontrar una ayuda en los hermanos de comunidad: en la fidelidad a la Regla, lo que incluye que cada uno dé todo lo necesario, no lo superfluo o el capricho, a quien le pide. Y puede ser, en este caso, muy amplia la casuística vivida en la comunidad.

 

“Mi voluntad perversa se volvió pasión, y ésta se hizo pasión, que, servida, se hizo costumbre, y un costumbre no contrariado se hizo necesidad”  (San Agustín, Las Confesiones VIII,5)

Los siguientes indicios nos ayudan a reconocer que todavía vive en nosotros:  “un hermano nos pide un manuscrito para leer, o hacer uso de un objeto que nos pertenece. Su petición nos entristece, y se lo negamos: no hay duda que estamos cogidos por la avaricia… Comparemos nuestra austeridad con la relajación del otro, y apunta en nuestra alma un pensamiento de altivez: es seguro que todavía somos víctimas de la soberbia”  (XIX, XII)

 

Ciertamente, hemos renunciado a formar una familia, a disponer de un poder económico que nos dé una independencia, hemos aceptado de poseerlo todo en común, y de compartir, para que cada uno tenga lo que necesita. También, mirando en positivo, tenemos lo que necesitamos; hay otros hermanos que se preocupan de que sea así, y no estamos ligados a una sociedad de consumo… Una vida monástica sincera y fiel, sana y equilibrada, implica renuncias, pero hay más a ganar que a perder, pues hemos aceptado vivir en una comunidad, con una actitud de servicio.

 

Pues, al final de la jornada, lo que vale es el balance final; y en esta línea debemos considerar si seguimos o no, fielmente a Cristo. Llamados por el Padre nuestro legado no es dejar algo material en la celda, sino la presentación de nuestro balance espiritual ante Él.