PRÓLOGO 1-7
Escucha,
hijo, estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con
gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, 2 para que
por tu obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu
indolente desobediencia. 3A ti, pues, se dirigen estas mis palabras,
quienquiera que seas, si es que te has decidido a renunciar a tus propias
voluntades y esgrimes las potentísimas y gloriosas armas de la obediencia para
servir al verdadero rey, Cristo el Señor. 4Ante todo, cuando te dispones a
realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy insistente y apremiante
que él la lleve a término, 5 para que, por haberse dignado contarnos ya en el
número de sus hijos, jamás se vea obligado a afligirse por nuestras malas acciones.
6 Porque, efectivamente, en todo momento hemos de estar a punto para servirle
en la obediencia con los dones que ha depositado en nosotros, de manera que no
sólo no llegue a desheredarnos algún día como padre airado, a pesar de ser sus
hijos, 7 sino que ni como señor temible, encolerizado por nuestras maldades,
nos entregue al castigo eterno por ser unos siervos miserables empeñados en no
seguirle a su gloria.
Cuatro
veces al año escuchamos estas palabras, dado que cuatro veces al año leemos la Regla.
Esta es la ley bajo la cual queremos militar, el yugo del que no podemos
sustraernos después de haber pensado y aceptar este compromiso. No es casual la
decisión de comenzar la primera de las lecturas un 21 de Marzo, fiesta del
tránsito de san Benito, ya que su personalidad es fundamental todavía después
de quince siglos.
Pero
no se trata de sentir sino de escuchar; porque la Regla la podemos sentir
cuatro veces, pero podemos escuchar nuestra propia voz que nos explicita
nuestro propio gusto y no el de san Benito. El autor de la Regla no desea que
le sigamos a él, sino que nos traslada su propia experiencia buscando que nos
pongamos también en manos de Dios. Benito ha escuchado atenta y generosamente
la voz del Señor, y, bajo la guía del Evangelio, nos ha dejado este manual o
inicio, como dice él, de vida monástica.
San
Gregorio Magno comienza el libro de los Diálogos definiendo a san Benito como
un hombre de Dios y un hombre para los demás. Esta humanidad es su grandeza, y
también la nuestra. En el Prólogo nos dice que el Señor se ha dignado contarnos
en el número de sus hijos, y por esto no debemos contristarlo con nuestras
malas obras, sino obedecerlo poniendo los dones recibidos al servicio de Dios y
de los hermanos.
De
esta manera san Benito, de vida venerable, bendito por la gracia de Dios, lo
consigue siguiendo la recomendación que nos hace también a nosotros, que viene
a ser el conceder la primacía en todo a Cristo. Todo el texto de la Regla
rezuma cristocentrismo. San Benito
concibe la vida del monje, la distribución de toda la jornada, en la
línea de que mediante el trabajo de la obediencia volvamos a Aquel del que nos
hemos apartado por la desobediencia.
Con la
Regla, con la visión de la vida monástica y cristiana de san Benito, llegaba a
la Iglesia y la sociedad de su tiempo, una nueva concepción, profundamente
humanista, arraigada en la tierra y en la sociedad, a la obra creada por Dios y
a los hermanos, pero a la vez dirigida hacia el Reino, hacia la vida eterna que
es nuestra meta. Este viaje hacia la vida eterna nos lo propone hacerlo
profundamente arraigados en el mundo, y contemplándolo como una obra de Dios, y
viviendo en él como lo vivió Cristo. No es fácil el camino en este clave; por
esto san Benito nos va dando insrumentos para avanzar correctamente, a la vez
que nos advierte de los peligros, que no son ciertamente pocos.
Los
que nos debe mover siempre es buscar a Dios, darnos a Dios, procurar servirlo
en los hermanos, lo cual no podemos llevarlo a cabo si no estamos en una
actitud de escucha, pues es Dios quien nos llama a esta vida. Si en nuestro
proceso vocacional o incluso a lo largo de nuestra vida monástica, comenzamos
por calcular como vivir en el monasterio, como desearía que fuese la comunidad…
estamos entonces más atentos a nuestra propia voz que a la voz de Dios.
¿Qué
quiere Dios de nosotros?
Esta
es la pregunta clave, pero con frecuencia nos la podemos formular en sentido
inverso, diciéndonos: ¿Qué quiero yo de Dios? Con este planteamiento solamente
habría una respuesta posible: “que me salve”.
Preparar
el oído del corazón, saber escuchar, acoger de buen grado y ponerlo en
práctica, es, en definitiva, la vocación o la vida monástica. La iniciativa la
tiene siempre Dios; es a él a quien debemos escuchar, No somos nosotros los que
elegimos; es Dios quien nos elige y nos marca el camino. Pero en nosotros está
el responder a su llamada. Con frecuencia sentimos de algún candidato a la vida
monástica que se siente monje desde el fondo de su corazón, pero que en este
momento no se ve con ánimo de tomar la decisión, que quizás si la comunidad
cambiara en cierto sentido, o hubiera otro superior… podría tomar la decisión
de incorporarnos a la larga espera de la corona futura, en expresión de san
Juan Crisóstomo.
Renunciando
a los propios deseos para militar por Cristo, así debemos caminar, nos dice san
Benito, el hombre que ha estado tentado y que libre ya de toda tentación de
hacer su voluntad, no quiere anteponer nada a la voluntad del Señor. Él, que nos
dirige ahora su palabra llena de experiencia, de sabiduría y de bondad.