domingo, 3 de junio de 2018

CAPÍTULO 54 SI EL MONJE HA DE RECIBIR CARTAS O CUALQUIER OTRA COSA



CAPÍTULO 54
SI EL MONJE HA DE RECIBIR CARTAS
O CUALQUIER OTRA COSA

Sl monje no le está permitido de ninguna manera recibir, ni de sus padres, ni de cualquier otra persona, ni de entre los monjes mismos, cartas, eulogias, ni otro obsequio cualquiera, sin autorización del abad. 2 Y ni aunque sean sus padres quienes le envían alguna cosa, se atreverá a recibirla sin haberlo puesto antes en conocimiento del abad. 'Pero, aun cuando disponga que se acepte, podrá el abad entregarla a quien desee. 3 No se contriste por ello el hermano a quien había sido dirigida, para no dejar resquicio el diablo. 4 Y el que se atreviere a proceder de otro modo, sea sometido a sanción de regla.

Aquinata Böckman en su comentario a la Regla afirma que si nos hicieran esta pregunta hoy, sin saber nada de san Benito, nuestra respuesta, evidentemente, sería que podemos recibir cartas u otra cosa, como todos; pero por sorprendente que sea para nuestra sociedad hoy, san Benito responde que no, de ninguna manera.

El derecho a la propiedad está reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que en su art. 17 die que “toda persona, individual o colectivamente tiene derecho a la propiedad, y que nadie puede ser privado arbitrariamente de su propiedad”. Vivimos, de hecho, en una sociedad en la que la posesión de las cosas se considera como la medida del éxito; tanto tienes tanto vales, sería el baremo. El culto a la autosuficiencia sin límites esconde, de hecho, una dura esclavitud, donde el amor es el dinero, y donde quien cree poseer, de hecho, es poseído por los bienes que cree obtener, pero que en realidad le esclavizan ferozmente, haciéndole desear cada vez más, no teniendo nunca suficiente y al precio que sea. Lo observamos, con frecuencia, en la vida pública, en aquellos que además deberían solamente tener como objetivo el bien público, pero solamente piensan a nivel personal sin limitación alguna.

La estructura monástica en este terreno tiene también algo que decir, hoy, a la sociedad que nos rodea, pues incluso el objetivo del monasterio en su actividad económica no es el de ganar dineros, ni remunerar accionistas, ni repartir dividendos, sino mejorar y favorecer el servicio que se quiere ofrecer, manteniendo el patrimonio, para que pueda continuar la actividad que se lleva a cabo; esto dicho con los criterios economistas de quienes hacen una lectura de la Regla tomándola como modelo empresarial, que es un punto de vista que está de actualidad.

San Benito quiere que no falte lo necesario, pero circunscritos a lo que es necesario. La idea de suficiente es un valor perdido hace tiempo en nuestra mentalidad como sociedad, y no hace falta decir la relación que esto puede tener en la dependencia de Dios. Si unos tienen más, mucho más, muchos otros no tienen ni lo suficiente para vivir, y así vamos poco a poco, o quizás no tan despacio hacia un mundo cada vez menos igual, más injusto. Nada más lejos de la idea de san Benito, pues su igualitarismo asimétrico tiene como eje el poder gozar de lo suficiente para nuestras necesidades., pero no más.

Decía el cardenal Jose Ratzinger que “la desigualdad en el reparto de los bienes de la tierra, la pobreza creciente, el empobrecimiento, el agotamiento de la tierra y sus recursos, el hambre, las enfermedades que amenazan a todos, el choque de culturas… Todo esto muestra que el aumento de nuestras posibilidades no tiene correspondencia con un desarrollo equivalente a nuestra energía moral. La fuerza moral no ha crecido simultáneamente con el desarrollo de la ciencia, más bien ha disminuido, porque la mentalidad técnica cierra la moral en un ámbito subjetivo, y por el contrario necesitamos justamente una moral pública, una moral que sepa responder a las amenazas que se ciernen sobre nuestra existencia.

Esta moral que no protege de los peligros de nuestra sociedad, de que el materialismo guíe nuestra vida, es lo que plasma san Benito, no solo en este capítulo de hoy, sino también, fundamentalmente, en el 33 y el 34, donde califica la propiedad como un vicio que ha de ser extirpado de raíz en el monasterio, teniendo siempre presente las debilidades, no haciendo acepción de personas, sino procurando que cada uno tenga lo que necesita; dando el que no necesita tanto gracias a Dios, y sintiéndose humillado el que necesita más por su debilidad, antes que enorgulleciéndose por lo que le dan. La praxis de la pobreza no es un fin en si misma, sino medio de obtener la libertad y adquirir la capacidad de compartir, a imagen de la primera comunidad cristiana, donde todos los creyentes vivían y tenían todo al servicio de todos (cf Hech 2,44)

Toda la tradición monástica da una gran importancia a la liberación interior del monje, a la que se llega con instrumentos tales como el abandono de los bienes y la vida en común. Reservarse, en este campo puede llevar a situaciones de riesgo, a infidelidades graves, que todos tenemos presentes. Saber desprenderse de lo innecesario, saber compartir no tan solo los objetos, los medios, los instrumentos, sino también el tiempo, es un medio de seguir a Cristo con más libertad. Con el tiempo lo tenemos más complicado. La tacañería para compartir el tiempo, para dedicarlo a Dios o a los otros está presente en nuestra vida. El equilibrio entre vida privada y vida comunitaria no es fácil, podríamos incluso decir que somos las personas que tenemos menos vida privada, salvando la privacidad, la intimidad de nuestra celda, que hay que preservar de toda invitación, no en el sentido de hacer vida separada, sino de ser un espacio para el descanso o la plegaria personal, un espacio inviolable para los demás, excepto el superior cuando es un caso de necesidad.

Me explicaba mi madre que cuando era pequeña iba al colegio religioso y las monjas les ponían a prueba la ascesis, su abnegación con una práctica que decían “pasa Dios”. En medio del patio por ejemplo una monja decía “pasa Dios” y todas las alumnas debía dejar lo que estaban haciendo, fuera la pelota si jugaban, o el bocadillo si almorzaban. Dios pasa muchas veces durante el día junto a nosotros, la campana nos lo anuncia para ir a su encuentro en la plegaria o en el trabajo, y nosotros, perezosos, como diría san Benito, nos cuesta dejar nuestro tiempo, dejar de dormir un poco, ir a la primera plegaria del día, cortar una conversación porque se ha hecho la hora del trabajo, volver a casa a tiempo si hemos salido, dejar una visita porque tenemos un servicio, dedicar tiempos a los otros antes que a nosotros mismos y tantas otras cosas.

El monje es aquel a quien no le es lícito hacer lo que quiere, ni es dueño de su cuerpo ni de su voluntad, nos dice la Regla (RB 34,4); podríamos añadir, ni de su tiempo. Pero este desasimiento lo hemos aceptado voluntariamente no como un fin sino como un medio que nos debe servir para acercarnos a Dios, para no anteponer nada a Cristo.

Recordemos siempre que esta actitud que hemos asumido libremente, debe expresarse y nutrirse con hecho concretos de renuncia y disponibilidad. Renunciando a la carrera de poseer, a depender de otros fuera de la comunidad, renunciando a lo superfluo, a nuestro tiempo, todo siempre para vivir intensamente, generosamente, libremente con la mirada fija en Jesucristo. Nos lo decía el Apóstol Pedro: “No os amoldéis a las antiguas pasiones de cuando vivíais en la ignorancia. Haceos como aquel que es santo y os ha llamado. También vosotros sed santos en toda vuestra manera de vivir (1Pe 2,14-15) Somos realmente libres, pero no para utilizar la libertad como un velo para encubrir la malicia, sino para vivir como sirvientes de Dios (1Pe 2,16)



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