domingo, 24 de febrero de 2019

CAPÍTULO 49 LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA


CAPÍTULO 49

LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA

Aunque de suyo la vida del monje debería ser en todo tiempo una observancia cuaresmal, 2 no obstante, ya que son pocos los que tienen esa virtud, recomendamos que durante los días de cuaresma todos juntos lleven una vida íntegra en toda pureza 3 y que en estos días santos borren las negligencias del resto del año. 4 Lo cual cumpliremos dignamente si reprimimos todos los vicios y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia. 5 Por eso durante estos días impongámonos alguna cosa más a la tarea normal de nuestra servidumbre: oraciones especiales, abstinencia en la comida y en la bebida, 6 de suerte que cada uno, según su propia voluntad, ofrezca a Dios, con gozo del Espíritu Santo, algo por encima de la norma que se haya impuesto; 7 es decir, que norma que se haya impuesto; 7 es decir, que prive a su cuerpo algo de la comida, de la bebida, del sueño, de las conversaciones y bromas y espere la santa Pascua con el gozo de un anhelo espiritual. 8 Pero esto que cada uno ofrece debe proponérselo a su abad para hacerlo con la ayuda de su oración y su conformidad, 9 pues aquello que se realiza sin el beneplácito del padre espiritual será considerado como presunción y vanagloria e indigno de recompensa; 10 por eso, todo debe hacerse con el consentimiento del abad.

Escuchábamos estos días en el refectorio en la lectura del libro “La eternidad de las horas” sobre la vida cartujana; en concreto el capítulo referido a la larga caminada anual. Dom Leo, uno de los novicios, dirigiéndose a un postulante le dice: “me he de acostumbrar al ritmo, todo es cuestión de ritmo”.

San Benito nos presenta la vida monástica como algo semejante a una larga caminata, durante la cual subiremos o bajaremos “colinas”, y nuestro ánimo, un día estará alto y otro bajo; quizás alguna parte se nos hará pesada, y otras, en cambio, ligeras, pero si mantenemos el ritmo, si no aflojamos, si no desesperamos nunca de la misericordia de Dios, descubriremos que una vez superamos el momento, gracias a nuestro esfuerzo, el paisaje se torna mejor que el que hemos dejado atrás, y así cada etapa.

Para caminar nos pide san Benito hacerlo esforzándonos, como si en todo tiempo estuviéramos en Cuaresma, como si siempre tuviéramos delante una colina para subir, pero con ganas de llevarlo a cabo, sin perder nunca el ritmo ni la ilusión. Parece fácil, pero a veces, en la práctica, no lo es tanto. La misma Regla, el mismo ritmo de nuestra vida nos ayuda, pero debemos dejarnos ayudar aceptando el ritmo que san Benito piensa para nuestra vida, y que es fruto de una larga experiencia personal. Si empezamos a caminar ahora sí, ahora no, si un día corremos y otro nos despistamos, corremos el riesgo de perder el ritmo, y puede pasar que no volvamos a recuperarlo.

¿Qué sucede, entonces?  Que nos atrofiamos espiritualmente, que vamos cojos y cada día nos cuesta más dar un paso, cada etapa una misión más imposible, para, finalmente, no llegar nunca a la meta, víctimas de la artrosis espiritual que nos ganamos a pulso. Nada, dice, de quejarnos que otro avanza, pues si no ponemos todo el corazón, todo el esfuerzo por nuestra parte, nunca llegaremos a la meta.

No es sólo teoría espiritual, sino la cruda realidad. Así podemos tener dificultades ciertas para participar, por ejemplo, en maitines, que nos cuesta levantarnos…, entonces necesitamos pedir la ayuda del Señor para discernir si son dificultades insalvables, y después que nos dé fuerza para levantarnos de la postración, porque puede suceder que un día no nos podamos levantar para acudir ni una sola vez, lo cual es triste, muy triste, pues perdemos una etapa del paseo espiritual diario. Y así en otras muchas cosas.

La caminata empieza con nuestro ingreso en el monasterio, pero también se inicia cada día, cuando todavía no se ha desvanecido la noche y cuando nuestra boca está llamada a proclamar la alabanza al Señor. Si nos incorporamos más tarde tendremos que correr y vamos a tener la sensación de un ahogo interior que nos impide avanzar. No hacemos solos el camino cada mañana, sino con una comunidad, y bajo la guía del Evangelio y de la Regla, que nos marcan la ruta, como aquellos mapas que fascinaban a uno de los novicios cartujanos de la lectura del refectorio, porque le permitían conocer la ruta y planear la caminata. Cada mañana y cada tarde tenemos la ocasión de profundizar por medio de la Lectio en estos mapas que guían nuestra ruta, profundizando en la Palabra de Dios, porque no debemos de olvidar que “hacemos sus caminos siguiendo la guía del Evangelio, a fin de merecer contemplar Aquel que nos llama a su reino”, como nos dice san Benito (RB Pro,21)

Son pocos quienes tienen fortaleza, dice la Regla, por lo tanto, es necesario que nos ayudemos a caminar con la oración, con la lectura y con una alegría plena de delicia espiritual, celosos por el Oficio divino, no menospreciarlo, no ausentándonos, perseverando, para no caer en la tentación de lanzar la toalla a la primera o a la segunda dificultad, abandonando temerosos, o cayendo en una vida acomodada de baja intensidad espiritual. Entonces, no hacemos camino, no avanzamos y corremos el riesgo de no llegar a ver nunca a Aquel que nos ha llamado.

No hay ningún camino espiritual en el podamos detenernos o descansar a medio camino como si hubiéramos llegado a la meta. A Dios no llegamos nunca sino es al final del camino, de la vida. El camino que recorremos es un camino de conversión y si no vamos avanzando, nuestra vida vendrá a ser estéril, vacía y falsa. Para avanzar con cierta seguridad no hace falta obsesionarnos por llegar a la meta ni detenernos para mirar un pasado que ya ha pasado, y seguro que no volverá, y que podemos idealizar para comodidad nuestra.

Cada día Dios nos presenta un nuevo reto en donde nos dice lo que quiere de nosotros, y no nos pide escalar altas montañas, sino la constancia, sin presunción ni vanagloria. Porque otro riesgo en el camino es considerarnos por encima de los otros y entonces creer que no necesitamos avanzar más hacia Dios, que ya no es necesario dar más de nosotros al Señor, porque hemos llegado a la cima, cuando, de hecho, nos falta mucho para culminar. Intentemos de vivir siempre nuestra vida con toda pureza, con una intensidad cuaresmal, evitando, tanto como podamos, las negligencias con la ayuda de Cristo.



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