CAPÍTULO
69
NADIE
SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO
Debe evitarse que por
ningún motivo se tome un monje la libertad de defender a otro en el monasterio
o de constituirse en su protector en cualquier sentido, 2 ni en el caso de que
les una cualquier parentesco de consaguinidad. 3 No se permitan los monjes hacer
tal cosa en modo alguno, porque podría convertirse en una ocasión de disputas
muy graves. 4 El que no cumpla esto será castigado con gran severidad.
Los comentaristas de la
Regla nos dicen que éste acababa con el capítulo 66, donde invita a menudo en la
comunidad, para que nadie alegue ignorancia.
Se podría interpretar
que estos capítulos finales son una añadidura, al ser consciente san Benito que
hay aspectos de nuestra vida importantes en relación a la vida comunitaria, que
no son de menor importancia. Y añadiéndolos viene a completar con la singular
sugerencia del capítulo 72 sobre el buen celo, que es una buena recapitulación
de la Regla.
En la escucha asidua de
la Regla se pervive que san Benito no es muy amigo de particularismos, de las
relaciones particulares excesivamente estrechas, e incluso advierte del peligro
de las mismas.
Este capítulo, junto
con el siguiente nos vienen a hablar del mismo tema: de las amistades
particulares, de los grupos de presión. San Benito nos dice que de ninguna
manera nos podemos tomar la libertad de defender a otro hermano, ni tampoco
pegar arbitrariamente. El peligro de dar lugar a escándalos es muy grave, y lo
que queremos para nosotros no lo debemos hacer a otros, concluirá aludiendo a
la sabiduría de la Escritura. Nos viene, pues, a decir, que no somos nadie para
erigirnos en jueces de nuestros hermanos, por lo tanto, no tenemos capacidad
para absolver a o condenar a nadie. Esto no es nada fácil, y nos cuesta
llevarlo a la práctica, aceptar la pluralidad, a la vez que debemos considerar
que la comunión es el único objetivo que nos debe unir, la búsqueda de Dios
para llegar a la vida eterna.
Dios nos llama a la
vida monástica, y en esta vida los compañeros nos lo elegimos nosotros, sino
que nos los pone Dios en el camino. Entonces, hacer acepción de personas,
juzgarlos dignos o indignos de ser monjes no entra en nuestras atribuciones.
Pero a veces creemos lo contrario, y nos consideramos con atribuciones
excepcionales para decidir si otro monje debería estar o no en la comunidad, o
hacer éste u otro servicio. En definitiva, el origen viene a estar en nuestra
falta de humildad. Es lo que nos viene a adoctrinar el evangelio de “ver la
mota en el ojo del hermano y no la viga en el propio ojo”. (Mt 7,3-5; Lc 6
41-42
San Benito nos habla de
hechos concretos que ponen de relieve nuestra afección o desafección hacia otro
hermano, y lo concreta en el hecho de “defender” o “pegar”, que lo podemos
llevar a cabo de manera directa o indirecta.
Algo que escuchamos
estos días en el refectorio a través de la lectura del libro Murmuración.
También es un tema que podemos escuchar con frecuencia en las enseñanzas del
Papa Francisco.
La murmuración es una
agresión tanto o más grave que la física, como lo puede ser también una mala
cara hacia aquellos que no “bailan” a los ritmos que nosotros marcamos. U otros
actos destemplados que podemos tener hacia los demás.
El monasterio no es un
lugar para llevar a cabo determinadas actitudes personales; el monasterio no es
un lugar para amistades excesivamente particulares, que nos pueden llevar al
malestar o a manipulaciones personales que pueden incidir en la división de la
comunidad. El monasterio no es un lugar para pensamientos sobre la dignidad o
indignidad de otros monjes en relación a una vida de comunidad. Y éste no es el
camino del Evangelio, ni tampoco el de la Regla, sino un camino estéril,
supeditado al capricho personal, que nos imposibilita de ver al hermano como
imagen de Dios. En el fondo soy yo mismo sumido en mi egoísmo que doy lugar a
un clima enrarecido en la vida comunitaria, creyéndome el centro de todo y de
todos.
Solamente hay un hombre
perfecto: Cristo, como nos recuerda el Vaticano II (GS,41). Todos nosotros
estamos llamados a la perfección, a hacer camino. La afección o desafección,
afinidad o no afinidad, no deben traducirse en defensas u ofensas, porque
vendrían a ser siempre parciales e injustas. El juez. solamente es Dios;
nosotros, por muy perfectos que nos lleguemos a creer, solo somos objetos de su
juicio.
San Máximo de Turín
escribe: “aquel que es consciente de tener per compañero a Cristo se
avergüenza de hacer cosas malas. Cristo es nuestra ayuda en las cosas buenas;
el que nos preserva en las malas” (Sermón 73)
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