CAPÍTULO
40
LA
RACIÓN DE BEBIDA
Cada cual tiene de Dios
un don particular, uno de una manera y otro de otra (1ª Cor 7,7); 2 por eso,
con algún escrúpulo fijamos para otros la medida del sustento; 3 sin embargo,
considerando la flaqueza de los débiles, creemos que basta a cada cual una
hemina de vino al día. 4 Pero aquellos a quienes da Dios el poder de
abstenerse, sepan que tendrán especial galardón. 5Mas si la necesidad del
lugar, o el trabajo, o el calor del estío exigieren más, esté ello a la
discreción del superior, procurando que jamás se dé lugar a la saciedad o a la
embriaguez. 6Aunque leemos que el vino es en absoluto impropio de monjes, sin
embargo, como en nuestros tiempos no se les puede convencer de ello,
convengamos siquiera en no beber hasta la saciedad, sino con moderación: 7
porque el vino hace apostatar aun a los sabios (Si 19,2). 8No obstante, donde las
condiciones del lugar no permitan adquirir siquiera la sobredicha medida, sino
mucho menos o nada absolutamente, bendigan a Dios los que allí viven y no
murmuren; 9 advertimos, sobre todo: que eviten a todo trance la murmuración
San Benito sabe que
cualquier aspecto de nuestra vida tiene su importancia; que la vida del monje
se estructura con pequeñas cosas, y todas debe formar todo un conjunto. La
literatura, el cine han representado a menudo el monje como comedor y bebedor,
pero esta caricatura no corresponde al pensamiento de san Benito, y tampoco a
la realidad.
Las comidas tienen su
importancia. En las primeras comunidades cristianas venía a ser un momento y
una experiencia singular, importante. Esta tradición se mantiene en la vida
monástica. Ya, el mismo refectorio aparece como una estancia sobria, a la vez
que solemne, pues desde siempre se le consideró como el marco de un acto
comunitario importante.
Cuatro capítulos
seguidos, dedica san Benito al tema de las comidas. Primero nos habla del
escenario de la “música ambiental”, pues a la vez que alimentamos nuestro
cuerpo no nos olvidamos de alimentar nuestro espíritu en la escucha de la
lectura. Pero es preciso alimentar también nuestros cuerpos con medida, sin
excesos que nos lleven a una saciedad poco edificante.
Como escribe Guillermo
de Saint Thierry a los Hermanos del Monte Dei:
“Tanto si coméis o bebéis o hacéis cualquier otra cosa hacedlo todo
en nombre del Señor, santa y religiosamente. Y mientras tu cuerpo toma su
alimento, que tu alma no descuide el suyo, que asimile un pensamiento sacado
del recuerdo de la bondad del Señor, o bien una palabra de la Escritura, algo
que la fortalezca, cuando la medite o simplemente la recuerde”.
Tener un plato en la
mesa, cada monje, o un lecho para dormir, que ahora nos puede parecer algo muy
normal, no lo era tanto en el tiempo de san Benito. Incluso para gran parte de
la saciedad medieval era un lujo poder hacer dos o tres comidas al día y tener
un lecho para descansar. La mayor parte de la población dormía en tierra encima
de la paja, aprovechando el calor de los animales domésticos o incluso el de
las mismas personas, cuando no se veían obligados a dormir en el mismo suelo a
la intemperie. En tales circunstancias tener un plato asegurado a la mesa venía
a constituir un privilegio.
San Benito quiere que
los monjes sean conscientes de todo esto, y que no se entreguen a un comer y
beber abundantes y sin sentido. Incluso para san Benito lo ideal sería poder
prescindir de beber vino, pero es consciente de que esto es un ideal, habida
cuenta de nuestras debilidades físicas o morales. Sabe que el vino no es propio
de monjes, pero también es consciente de que es algo nada fácil de hacerlo
entender, por lo cual opta por aquello que es más factible: guardar siempre la
debida medida.
Aquí, también san
Benito es un buen representante de la tradición romana, en cuya civilización
nace y se forma. En Roma beber vino no era un acto trivial como lo puede ser
ahora en nuestros tiempos. El vino formaba parte de la cultura y de la
sociedad, como un medio de cohesión del ambiente. Ya de siempre, los antiguos
habían atribuido al vino propiedades curativas variadas. Tan importante como
beber era la manera de beber, lo cual venía a distinguir al ciudadano romano
civilizado del bárbaro. Se exigía “decorum”, es decir, orden, racionalidad y
equilibrio. Es la mesura de la que habla san Benito. La costumbre romana era
mezclar el vino con agua o hierbas, porque los ciudadanos romanos beber el vino
puro era considerado como propio de bárbaros.
Ciertamente, en una
vida rutinaria, pequeñas o no pequeñas cosas pueden representar un aliciente.
San Benito no habla de pasar gana o sed, pues ya cuando habla del comer y beber
tiene muy presente la necesidad del trabajo o las características climáticas,
las condiciones del lugar, o que hay algún otro plato alternativo. Simplemente,
nos viene a decir que no hagamos de esto un objetivo primordial, que ocupen su
lugar apropiado y no hacer de todo ello el centro de nuestra existencia. Es lo
mismo que dice el Apóstol cuando afirma
que “los alimentos son para el vientre, y el vientre para los alimentos
(1Cor 6,13), o que es propio de los enemigos de Cristo aquellos de los que
“su fin será la perdición, su dios es el vientre, y se glorían de las partes
vergonzosas” (Filp 3,19), o aún añade que “es bueno de no comer carne ni
beber vino, si tu hermano se va a escandalizar” (Rom 14,21)
Como escribe san
Bernardo: “es preciso ¡buscar aquella saciedad que no cansa, curiosidad insaciable
y tranquila, deseo eterno que nunca se calma ni conoce limitación, sobria
embriaguez que no se ahoga en vino no destila alcohol, sino que quema en Dios”.
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