CAPÍTULO
28
DE LOS
QUE CORREGIDOS MUCHAS VECES NO QUIEREN ENMENDARSE
Si un hermano ha sido
corregido frecuentemente por cualquier culpa, e incluso excomulgado, y no se
enmienda, se le aplicará un castigo más duro, es decir, se le someterá al castigo
de los azotes. 2Y si, ni aún así, se corrigiere, o si quizá, lo que Dios no
permita, hinchado de soberbia, pretendiere llegar a justificar su conducta, en
ese caso el abad tendrá que obrar como todo médico sabio. 3 Si después de haber
recurrido a las cataplasmas y ungüentos de las exhortaciones, a los
medicamentos de las Escrituras divinas y, por último, al cauterio de la
excomunión y a los golpes de los azotes, 4 aun así ve que no consigue nada con
sus desvelos, recurra también a lo que es más eficaz: su oración personal por
él junto con la de todos los hermanos, 5 para que el Señor, que todo lo puede,
le dé la salud al hermano enfermo. 6 Pero, si ni entonces sanase, tome ya el
abad el cuchillo de la amputación, como dice el Apóstol: «Echad de vuestro
grupo al malvado». 7Y en otro lugar: «Si el infiel quiere separarse, que se
separe», 8 no sea que una oveja enferma contamine a todo el rebaño.
Son los últimos capítulos del
Código penal de la Regla, y san Benito nos habla de los diversos tipos de faltas,
de cómo enmendarse, de cómo tratar al hermano excomulgado, tanto el abad como
la comunidad.
A menudo pecamos, somos
corregidos; en este tema no debemos tener reparo de utilizar este término de
pecado. Todos tenemos experiencia, por activa y por pasiva, todos somos
corregidos, aunque no nos guste. Detrás de una falta, y, sobre todo, detrás del
orgullo que nos puede llevar a defender nuestra conducta equivocada, no hay
sino una causa: el alejamiento de Dios. Cuando faltamos nos anteponemos
nosotros al Cristo, que es lo contrario de lo que nos dice san Benito, en una
frase clave de nuestra vida de monjes. Se impone nuestro orgullo, nuestra
voluntad, y, a la vez, dejamos ver en el otro la imagen de Cristo de un modo
negativo.
En este capítulo, escribe
Aquinata Bockmann, nuestra capacidad de pecar llega a un punto de
desesperación, habiendo utilizado todos los medios, incluida la plegaria.
Llegado aquí, si hay un encerrarse en la propia posición, san Benito apunta
como solución la extirpación del miembro viciado, para que no se contagie todo
el rebaño.
Este capítulo nos muestra la
debilidad humana, tanto a nivel individual como a nivel comunitario, pues
cuando un hermano se muestra contumaz, y llega a un extremo, fracasa el
hermano, pero fracasa también el abad y la comunidad. No es fácil controlar
nuestro pensamiento e inclinarse a pensar mal, sembrando la semilla de la
falta.
Dos ejemplos que nos suceden
con frecuencia:
Un hermano que presta
diferentes servicios deja de prestarlos en uno u otro grado; no somos capaces
de preguntarle a él, o al superior, si le sucede algo. Damos por supuesto que
se ha vuelto vago, o rechaza a la comunidad, cuando de hecho está enfermo y no
puede atender bien a lo que estaba haciendo.
Somos lectores en el
refectorio, y el libro elegido para leer desaparece momentáneamente, y pensamos
que a alguno no le agradaba la lectura y lo ha secuestrado, cuando lo sucedido
realmente es que alguien deseaba consultar algún punto del mismo.
Pequeñas cosas, pensamientos,
que pueden ser positivos y las pensamos en negativo, nos crean un estado de
ansiedad que nos lleva a defender nuestra conducta de adversarios imaginarios.
La causa está en que confiamos más en nuestras fuerzas, en nuestra voluntad,
que en la gracia de Dios. Y esto, en definitiva, nos lleva a desesperar, aún
siendo conscientes de que ésta es inmensa, como contemplamos en la lectura del
pecado del rey David.
El Señor siempre está abierto
al perdón, pero es preciso que nosotros nos reconozcamos pecadores, y
renunciemos a llegar a la situación límite que nos describe san Benito.
Escribe el Papa Benedicto XVI:
Dios, pues, no es un soberano
inexorable que condena al culpable, sino un padre amoroso a quien debemos
estimar por su bondad siempre dispuesta al perdón. Por esto san Ambrosio
exhortaba: Que nadie pierda la confianza, que nadie desespere de las divinas
recompensas, aunque remuerdan los pecados antiguos. Dios sabe cambiar de
opinión si tú sabes obviar la culpa” (19 Octubre,2005) Confiados, pero a la
vez, arrepentidos porque el “perdón no es una negación del mal, sino una
participación en el amor salvador y transformador de Dios que reconcilia y cura
(27 Abril 2012)
La conversión siempre es
posible; es preciso desearla de todo corazón. Como escribe san Elredo:
¿Puede haber milagro más
grande que la transformación admirable de nuestro ser, por la cual, en un
momento, el hombre impuro deviene puro, de soberbio humilde, de irascible
paciente, de impío santo? Pero no se atribuya este milagro al predicador
elocuente ni a nadie que a los ojos de la gente lleva una vida admirable, sino
que la alabanza debe recaer más bien en Aquel que sopla donde quiere, cuando
quiere e inspira el bien que quiere” (Sermón sobre el rapto de Elías)
Nuestra sociedad nos empuja,
vivimos en un mundo desconfiado que rechaza la diversidad y acaba por
convertirse en un enemigo a batir. Venir a ser malvado o infiel, según la
Escritura, citada por san Benito, no es tan difícil si nos empeñamos en un
orgullo que nos lleva a defender nuestra conducta y rechazar los remedios como
si fueran armas de destrucción masiva creadas para nosotros, cuando de hecho,
el arma más mortífera para nuestra vocación es el orgullo y la autosuficiencia.
San Benito es muy realista y sabe que un pecador endurecido puede contaminar y
llegar a poner en peligro toda una comunidad.
Como escribe también san
Elredo: “Considerad vuestra vocación, y también los frutos de ésta. Poned
atención, como fuisteis llamados por Cristo; para qué fuisteis llamados, cuál
es la realidad de vuestra vocación. Llamados por Cristo, a compartir los
sufrimientos de Cristo con la finalidad expresa de reinar eternamente con
Él” (Sermón sobre el rapto de Elías)
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