CAPÍTULO
23
LA
EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS
Si algún hermano
recalcitrante, o desobediente, o soberbio, o murmurador, o infractor en algo de
la santa regla y de los preceptos de los ancianos demostrara con ello una
actitud despectiva, 2 siguiendo el mandato del Señor, sea amonestado por sus
ancianos por primera y segunda vez. 3Y, si no se corrigiere, se le reprenderá
públicamente. 4 Pero, si ni aún así se enmendare, incurrirá en excomunión, en
el caso de que sea capaz de comprender el alcance de esta pena. 5 Pero, si es
un obstinado, se le aplicarán castigos corporales.
Si
vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. Por eso,
tanto si vivimos como si morimos somos del Señor. (Rom 14,8)
Esta frase del Apóstol.
Puede resumir bien lo que debería resumir nuestra vida. Compartir la vida
divina, no anteponer nada a Cristo; es el resumen de nuestra vocación.
Ciertamente, Dios vive su propia vida, y nosotros solo podemos aspirar a
imitarla; pero aún aspirando a imitar a Dios, somos libres a lo largo de
nuestra existencia, nos salen obstáculos, o los creamos, pero esto que es
humano no viene a ser lo más grave, sino que lo grave sería la falta de
contrición y de reconocimiento de las faltas que nos empuja a alejarnos de la
vida en Cristo, vida divina, que debe ser siempre nuestro objetivo. Con
palabras de san Bernardo: “la culpa no está en el sentimiento, sino en el
consentimiento”.
San Benito sabe que
faltamos, y quiere que nos arrepintamos, que nos corrijamos y volvamos a
centrar nuestra vida en Cristo. Lo que de palabra puede parece fácil, de obra
quizás ya no es tanto, pues el orgullo, la autosuficiencia, nos llevan hacia la
desobediencia, murmuración, menosprecio de los otros. No arrepentirnos es
menospreciar la misericordia de Dios. Con frecuencia valoramos las cosas en
función de lo que nos sirven o satisfacen nuestras pasiones… Los talentos y los
dones de Dios se nos dan, no para satisfacer nuestro ego, sino para servir y
vivir en el Señor.
El pecado, en el fondo,
es una muestra de ingratitud. Pecamos cuando nos servimos de los talentos
espirituales, intelectuales y físicos, no para dar gloria a Dios, cumpliendo su
voluntad, sino para oponernos mediante nuestra desobediencia. ¿A quién hacemos
mal cuando pecamos? En primer lugar, a nosotros mismos, pues optamos por una
satisfacción efímera, olvidando la enseñanza de san Benito cuando se refiere a
la intención pura y el celo por Dios, que nos llevan a la recompensa. (cfr. RB
64,6) Además, provocamos el mal en la comunidad, al ser negligentes en nuestra
tarea, faltando al deber de caridad y buscando nuestro propio interés.
¿Cómo alejarnos de las
faltas?, ¿cómo no caer en ellas, y vencerlas?
No es suficiente con nuestro
esfuerzo, necesitamos la gracia de Dios, que debemos buscar en una relación
personal con él, en una escucha atenta a su Palabra. Escuchar la Palabra, nos
pide un esfuerzo, estar atentos… Nos ayuda a esto la plegaria. Menospreciar el
Oficio Divino no es arriesgar nuestra salud y la de los hermanos solamente,
sino anteponer nuestra voluntad a la de Dios, que queda de manifiesto en la
ausencia del Oficio o anteponer tareas personales que nos hacen llegar tarde…
La plegaria, como el
mismo ritmo de nuestra vida, marcado, claramente por la Regla, nos ayuda a
adquirir unos principios claros, que, aunque se refieran a pequeñas cosas, en
el fondo son de vital importancia para nuestra vida monástica.
En cada obligación, en
cada acontecimiento podemos encontrar la huella de Dios, su providencia, su
tolerancia, su voluntad. Si vivimos con fe las pequeñas cosas, incluso las que
consideramos insignificantes se convierten en grandes en la presencia de Dios.
Otra ayuda importante
es el uso frecuente del sacramento de la penitencia, que no solo nos perdona
las faltas cometidas, sino que el arrepentimiento nos prepara y predispone para
no recaer, pero el arrepentimiento nos pide reconocernos pecadores a nosotros
mismos y no a los otros.
Nos dice un apotegma
anónimo:
“Aquellos
que desean salvarse no se ocupan de los defectos del prójimo sino siempre de
las propias faltas, y así progresan. Tal era aquel monje que viendo pecar a su
hermano decía gimiendo: “¡desgraciado de mí!, hoy él y mañana, seguramente,
yo”. ¡Ved qué prudencia! ¡qué presencia de Espíritu! Como ha hallado el camino de no juzgar al
hermano al decir: “Mañana, seguramente yo”, porque se inspira en el temor y la
inquietud por el pecado que teme cometer y así evita enjuiciar al prójimo. Pero
no contento con eso se humilla por debajo del hermano añadiendo: “él ha hecho
penitencia por su falta, pero yo no la hago, ni llegaré a hacerla, seguramente
porque no tengo la suficiente voluntad para hacer penitencia” (Doroteo de Gaza,
Conferencias VI,75)
Tenemos recursos para
vencer la voluntad de pecar. El recurso de la excomunión debería ser siempre el
último, aunque la plantee san Benito para hacernos conscientes de la gravedad
de la falta. Nos debe ayudar sobre todo mantener el amor a Cristo, pues el amor
no se contenta con evitar el mal, pues se eleva por encima de la obligación y
nos da el impulso necesario para obtener la fuerza y los medios necesarios para
obrar el bien, superando los obstáculos y evitando todo aquello que pueda
romper nuestra relación con Cristo. ( Cfr Baur, Benito, En la intimidad con
Dios, p. 63-83)
Resumiendo, todo nos
debería llevar a poder decir, siempre y en todo momento, como el Apóstol: “Para
mi vivir es Cristo” (Fl 1,21)
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