domingo, 18 de diciembre de 2022

CAPÍTULO 64 LA INSTITUCIÓN DEL ABAD.

 

CAPÍTULO 64

LA INSTITUCIÓN DEL ABAD.

En la ordenación del abad siempre ha de seguirse como norma que sea instituido aquel a quien toda la comunidad unánimemente elija inspirada por el temor de Dios, o bien una parte de la comunidad, aunque pequeña, pero con un criterio más recto. 2 La elección se hará teniendo en cuenta los méritos de vida y la prudencia de doctrina del que ha de ser instituido, aunque sea el último por su precedencia en el orden de la comunidad. 3 Pero, aun siendo toda la comunidad unánime en elegir a una persona cómplice de sus desórdenes, Dios no lo permita, 4 cuando esos desórdenes lleguen de alguna manera a conocimiento del obispo a cuya diócesis pertenece el monasterio, o de los abades, o de los cristianos del contorno, 5 impidan que prevalezca la conspiración de los mal intencionados e instituyan en la casa de Dios un administrador digno, 6 seguros de que recibirán por ello una buena recompensa, si es que lo hacen desinteresadamente y por celo de Dios; así como, al contrario, cometerían un pecado si son negligentes en hacerlo. 7 El abad que ha sido instituido como tal ha de pensar siempre en la carga que sobre sí le han puesto y a quién ha de rendir cuentas de su administración; 8 y sepa que más le corresponde servir que presidir. 9 Es menester, por tanto, que conozca perfectamente la ley divina, para que sepa y tenga dónde sacar cosas nuevas y viejas; que sea desinteresado, sobrio, misericordioso, 10 y «haga prevalecer siempre la misericordia sobre el rigor de la justicia», para que a él le traten la misma manera. 11 Aborrezca los vicios, pero ame a los hermanos. 12 Incluso, cuando tenga que corregir algo, proceda con prudencia y no sea extremoso en nada, no sea que, por querer raer demasiado la herrumbre, rompa la vasija. 13 No pierda nunca de vista su propia fragilidad y recuerde que no debe quebrar la caña hendida. 14 Con esto no queremos decir que deje crecer los vicios, sino que los extirpe con prudencia y amor, para que vea lo más conveniente para cada uno, como ya hemos dicho. 15 Y procure ser más amado que temido. 16 No sea agitado ni inquieto, no sea inmoderado ni tercer no sea envidioso ni suspicaz, porque nunca estará en paz. 17 Sea previsor y circunspecto en las órdenes que deba dar, y, tanto cuando se relacione con las cosas divinas como con los asuntos seculares, tome sus decisiones con discernimiento y moderación, 18 pensando en la discreción de Jacob cuando decía: «Si fatigo a mis rebaños sacándoles de su paso, morirán en un día». 19 Recogiendo, pues, estos testimonios y otros que nos recomiendan la discreción, madre de las virtudes, ponga moderación en todo, de manera que los fuertes deseen aun más y los débiles no se desanimen. 20 Y por encima de todo ha de observar esta regla en todos sus puntos, 21 para que, después de haber llevado bien su administración, pueda escuchar al Señor lo mismo que el siervo fiel por haber suministrado a sus horas el trigo para sus compañeros de servicio: 22 «Os aseguro que le confiará la administración de todos sus bienes».

Escribía el abad Mauro en su testamento: “Ahora ya no me queda sino acogerme a la misericordia de Dios, ya que no puedo hacer ningún acto de reparación. No hay tiempo para rectificar, mi mirar atrás porque la vida va en un sentido único. Solo me queda asumir mis desaciertos, reconocer la trama de mis miserables acciones que preferiría no recordar por defectuosas, imperfectas, erróneas, necias, ridículas, es decir paja seca quemada en las brasas de Cristo fuego, y nada más”.

Asumir la imperfección, los propios defectos no es fácil. San Benito pone el listón muy alto, y cuando leemos el capítulo segundo o el sesenta y cuatro, parece como si pidiera al abad un nivel de virtudes que no pueden darse en tan alta calidad. Ya la misma elección que debe ser por el mérito de vida y sabiduría de doctrina, pone alerta sobre el criterio de valoración que se puede tener de una persona, y siempre será necesario atender a la misericordia de Dios, de la cual no debemos desesperar.

La estructura de una comunidad es casi una excepción hoy en la Iglesia, pero en los primeros años del cristianismo hasta la entrada de la Edad Media, se elegían los obispos y los capítulos catedrales de manera muy diferente de nuestros días, con sede episcopales vacante durante años y un proceso de nombramiento opaco.

Antes de san Benito eran sistemas diversos. Aquinata Bockmann de un superior elegido por el anterior superior, todavía en vida, como si eligiese un heredero, en línea con ciertas monarquías de la antigüedad o la Edad Media, o con el donante de tierras al monasterio, todo lo cual se prestaba a la manipulación. Esta manipulación siempre puede volver a ser actual en todo tiempo, incluido el nuestro.

Lo que nos deja claro san Benito es que deben impedirse los desórdenes. Vivimos siempre en un equilibrio inestable. Es humana, muy humana, la tentación de ir probando la resistencia del Abad o Prior, con pequeñas cosas de la vida monástica de cada día: asistencia, puntualidad… Es tema principal y primero la necesidad de ser fieles a nuestra vocación.

Hemos venido al monasterio sintiéndonos llamados por el Señor a ser monjes, pero, como nos recuerda san Benito somos almas enfermas y las tentaciones no nos abandonan nunca. Cada día debemos renovar nuestro celo por Dios, el buen celo que debe guiar nuestra vida y vivirla como un regalo que el mismo Señor nos ha hecho. No dar importancia a los pequeños vicios acaba por generar otros más grandes, y de aquí venir a una inestabilidad espiritual que puede hacer peligrar nuestra vocación, y nuestra alma.

La turbulencia, la preocupación, exageración, obstinación generan la pérdida de paz. Es un riesgo, dice san Benito para el abad, o para todo el que tiene una responsabilidad.

¿Cómo podemos ayudar a mantener en un buen nivel la vida monástica? Manteniendo el ritmo de la jornada sabiamente diseñada por san Benito: plegaria, trabajo, contacto con la Palabra, descanso. Es preciso cuidar esto aspectos para no deslizarnos hacia la indolencia, la rutina,,, y, en definitiva, una crisis personal y comunitaria. Vivir la vida monástica con discreción, es vivir virtuosamente, y viene a ser el buen camino a la vida eterna.

Como nos recuerda el abad Mauro en su testamento: “Hacer la lectura del propio comportamiento de toda la vida, de las actitudes mantenidas, de los sentimientos que las han alimentado, de las motivaciones que me han llevado a actuar casi por una especie de determinismo bajo el impulso del defecto de fábrica es comenzar la recapitulación en Cristo y encontrar nuevas motivaciones, nuevos sentimientos, nuevas actitudes, nuevo comportamiento, en una palabra, la transformación en Cristo”

Cristo, como punto de partida y como meta no puede haber nada mejor, y con esta centralidad en Cristo que aparece a lo largo de toda la Regla debemos analizar nuestra vida de monjes y de creyentes; conscientes de la distancia que nos separa del modelo, y sabiendo que nunca vamos a este horizonte, pero siempre teniéndolo como referencia principal.

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