domingo, 14 de mayo de 2017

CAPÍTULO 36 LOS HERMANOS ENFERMOS



CAPÍTULO 36

LOS HERMANOS ENFERMOS

Ante todo y por encima de todo lo demás, ha de cuidarse de los enfermos, de tal manera que se les sirva como a Cristo en persona, 2 porque él mismo dijo: «Estuve enfermo, y me visitasteis»; 3 y: «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». 4 Pero piensen también los enfermos, por su parte, que se les sirve así en honor a Dios, y no sean impertinentes por sus exigencias caprichosas con los hermanos que les asisten. 5 Aunque también a éstos deben soportarles con paciencia, porque con ellos se consigue un premio mayor. 6 Por eso ha de tener el abad suma atención, para que no padezcan negligencia alguna. 7 Se destinará un lugar especial para los hermanos enfermos, y un enfermero temeroso de Dios, diligente y solícito. 8 Cuantas veces sea necesario, se les concederá la posibilidad de bañarse; pero a los que están sanos, y particularmente a los jóvenes, se les permitirá más raramente. 9 Asimismo, los enfermos muy débiles podrán tomar carne, para que se repongan; pero, cuando ya hayan convalecido, todos deben abstenerse de comer carne, como es costumbre. 10 Ponga el abad sumo empeño en que los enfermos no queden desatendidos por los mayordomos y enfermeros, pues sobre él recae la responsabilidad de toda falta cometida por sus discípulos.

Como siempre san Benito es muy directo. No habla de la enfermedad, sino de hermanos enfermos, de personas; se preocupa por el paciente, en tanto que el hermano enfermo es uno de los pequeños con quien  se identifica Jesús, como con el que tiene hambre, sed, o es forastero, desnudo o en la prisión.

No hay en la Regla, ni tampoco en el evangelio, un culto al sufrimiento por el sufrimiento. Cada vez que Jesús está delante del sufrimiento se apresta a aliviarlo. Esta es la razón de fondo para san Benito, fiel a la tradición monástica, por la gran atención que es  preciso tener hacia cualquier persona que padece una enfermedad.

Así, los hermanos enfermos tendrán una celda separada, y no estarán obligados a la abstinencia de carne. Tanto el administrador como los que atienden a los enfermos han de tener un cuidado especial con ellos. El abad, en última instancia, es el responsable de asegurarles esta buena atención.

San Benito sabe de las complicaciones que puede traer una enfermedad para una persona. Es difícil saber cómo reacciona alguien cuando se pone enfermo. La persona más fuerte puede reaccionar consternada y una persona débil puede aceptarla con valor o entereza. También san Benito, en su lista de consejos, tiene en cuenta distintas situaciones. Incluso hemos tenido experiencia de ello con nuestros hermanos, que en los últimos años han estado enfermos. Han tenido actitudes diferentes a la hora de afrontar la enfermedad.

El paciente que es objeto de toda atención, no debe olvidar que lo es porque encarna, de alguna manera, a Cristo, y ha de evitar sobrecargar a los demás con exigencias poco razonables. El paciente ha de tener también paciencia. A la vez, ante la exigencia del enfermo, conviene llevarlo con paciencia y comprensión, lo cual no siempre es fácil. Y la situación puede agravarse cuando hay un deterioro psicológico del enfermo. Todos somos enfermos en uno u otro momento, con más o menos tiempos, con más o menos esperanza de curación… Nos hallamos delante del problema del sufrimiento humano en una de sus formas más exigentes. El sufrimiento, aunque sea intenso, por ejemplo, causado por una lesión, se sabe que se cura en un cierto tiempo, y se puede soportar más fácilmente. Si sabe que el esfuerzo te permite al final cantar victoria, el esfuerzo tiene más aliciente. Pero cuando la enfermedad es grave o crónica, nos hace más conscientes de nuestras limitaciones humanas, y en consecuencia el sufrimiento adquiere un nivel más profundo.

En principio es preciso aceptarlo, y saber que será necesario  un tiempo de lucha, como el caso de Job, y que el paciente en tal caso debe luchar con su propio ritmo. A menudo surge una primera pregunta: ¿es para mí?  Esto puede implicar una no aceptación de la enfermedad, sobre todo cuando no tiene respuesta, y si la tiene, probablemente no hay tranquilidad, porque la genética o el factor  de riesgo son siempre respuestas imprecisas y de poco consuelo.

No padecer es, en cierta manera, una forma de no hacer padecer a los otros; pero las enfermedades se pueden alargar, hacerse crónicas, o ir a peor, y entonces es necesario el soporte y el calor de los hermanos. Una visita, aunque sea corta, un compartir la  Eucaristía o tantas otras pequeñas cosas.

Ciertamente, la enfermedad puede llegar en cualquier momento, pero con la edad el riesgo de la misma aumenta, unida  a la certeza de la perdida de vigor físico por la edad, y que ya van anunciando un final  próximo.

Decía ya mi abuela, que es triste hacerse viejo, y también no llegar a viejo, pues en el primer caso vamos decayendo, y en el segundo, la vida no se hace larga. A no ser que nos llegue una muerte repentina y no se llega a tener experiencia de la enfermedad. Cuántas veces pedimos al Señor que nos libre de una muerte repentina; y pienso si esto no es conveniente, a no ser por no tener tiempo de vivir una reconciliación con Dios. Ahora, referido al sufrimiento, si se pudiese elegir, muchas veces la elección sería girar la cabeza y entregar el alma a Dios, sin un gesto de dolor. Rehuimos éste al no considerarlo digno; el sufrimiento redentor, como el de  Cristo, es el único que se considera con un valor positivo y no depresivo. Y esto no debe impedirnos también asumir la llegada de una enfermedad.

San Benito plantea, sin hacer problema, que el paciente, fruto de esta rebelión inicial se torne exigente, y que a continuación lo vaya asumiendo y soportando con caridad, reconociendo en todo el proceso la presencia de Cristo.

El tiempo en que la búsqueda del sufrimiento se creía virtud o generosidad es tiempo pasado. Hoy lo consideramos una desviación de la espiritualidad, quizás debido a una mala concepción teológica y una desviación cristológica, que parece haber dado lugar en otros tiempos a ciertas neurosis.  Con pequeñas mortificaciones, cilicios o disciplinas está superado. Es más positivo trabajar la paciencia en la vida comunitaria que poner piedrecillas en los zapatos. Quizás, también, la tentación hoy es todo lo contrario: escapar a toda forma de sufrimiento, sea espiritual, psicológica o física, o bien lo disimulamos, como se busca disimular la muerte en nuestra sociedad. Pero este querer eludir el sufrimiento también puede dar lugar a neurosis.

Unos u otros excesos se oponen a la humildad en la cual se apoya san Benito. Para una persona verdaderamente humilde no tiene sentido buscar la humillación; tampoco lo tiene sentirse humillado por la pérdida de nuestras fuerzas físicas o incluso psíquicas. Es preciso aceptar cada momento de nuestra vida, no sintiendo la necesidad de humillarnos de manera artificiosa por un sufrimiento que trae la vida misma. Es preciso aprender de la enfermedad y de los enfermos.

Ciertamente, cambia cuando  uno pasa de ser el acompañante, a ser el acompañado en la enfermedad. Es algo que podemos experimentar en uno u otro momento.  Una de las ventajas de ser el acompañado es que sabes de primera mano, como te encuentras, y aquel recelo que el acompañante tiene de si el enfermo le dice la verdad como una mentira piadosa, desaparece.  También sientes el calor de la comunidad, lo cual es una experiencia que enriquece, y que no se agradece lo suficiente a los hermanos. La enfermedad nos cambia, y los enfermos también, y esto nos prepara para el mismo cambio cuando llega el momento.

Lo hemos visto en nuestra propia casa. Puedo recordar una conversación con un hermano nuestro en urgencias, que pocas horas después perdía el habla y la conciencia en parte, por un ictus. Muchas veces he pensado en todo ello, como si se me ofreciese un preciso legado, o como una última lección de un monje con muchos años de vida monástica, a un monje joven.

Todos tenemos experiencias semejantes de hermanos que nos han comunicado su angustia o su serenidad a lo largo de su enfermedad. Los enfermos nos hablan, lo hacen diciendo como afrontan la enfermedad, con su palabra o con sus silencios, o con su mirada.  También les habla y nos habla el servidor diligente y solícito a quien se le ha confiado el cuidado de los enfermos.

Pero no desaprovecho tampoco ahora dar las gracias a los hermanos que tienen este servicio de cuidar a los hermanos enfermos y a todos aquellos que acompañan una vez u otra al hospital o en las visitas medicas, o a aquellos que en cualquier otra circunstancia ayudan a los hermanos en cualquier dificultad. Son verdaderos gestos de fraternidad. 

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