domingo, 7 de enero de 2018

CAPÍTULO 4 CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS



CAPÍTULO 4

CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS
DE LAS BUENAS OBRAS

Ante todo, «amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas», 2y además «al prójimo como a sí mismo». 3Y no matar. 4No cometer adulterio. 5No hurtar. 6No codiciar. 7No levantar falso testimonio, 8Honrar a todos los hombres. 9y «no hacer a otro lo que uno no desea para sí mismo». 10Negarse sí mismo para seguir a Cristo. 11Castigar el cuerpo. 12No darse a los placeres, 13amar el ayuno. 14Aliviar a los pobres, 15vestir al desnudo, 16visitar a los enfermos, 17dar sepultura a los muertos, 18ayudar al atribulado, 19consolar al afligido. 20Hacerse ajeno a la conducta del mundo, 21no anteponer nada al amor de Cristo. 22No consumar los impulsos de la ira 23ni guardar resentimiento alguno. 24No abrigar en el corazón doblez alguna, 25no dar paz fingida, 26no cejar en la caridad. 27No jurar, por temor a hacerlo en falso; 28decir la verdad con el corazón y con los labios. 29No devolver mal por mal, 30no inferir injuria a otro e incluso sobrellevar con paciencia las que a uno mismo le hagan, 31amar a los enemigos, 32no maldecir a los que le maldicen, antes bien bendecirles; 33soportar la persecución por causa de la justicia. 34No ser orgulloso, 35ni dado al vino, 36ni glotón, 37ni dormilón, 38ni perezoso, 39ni murmurador, 40ni detractor. 41Poner la esperanza en Dios. 42Cuando se viera en sí mismo algo bueno, atribuirlo a Dios y no a uno mismo; 43el mal, en cambio, imputárselo a sí mismo, sabiendo que siempre es una obra personal. 44Temer el día del juicio, 45sentir terror del infierno, 46anhelar la vida eterna con toda la codicia espiritual, 47tener cada día presente ante los ojos a la muerte. 48Vigilar a todas horas la propia conducta, 49estar cierto de que Dios nos está mirando en todo lugar. 50Cuando sobrevengan al corazón los malos pensamientos, estrellarlos inmediatamente contra Cristo y descubrirlos al anciano espiritual. 51Abstenerse de palabras malas y deshonestas, 52no ser amigo de hablar mucho, 53no decir necedades o cosas que exciten la risa, 54 no gustar de reír mucho o estrepitosamente. 55Escuchar con gusto las lecturas santas, 56postrarse con frecuencia para orar, 57confesar cada día a Dios en la oración con lágrimas y gemidos las culpas pasadas, 58y de esas mismas culpas corregirse en adelante. 59No poner por obra los deseos de la carne, 60aborrecer la propia voluntad, 61obedecer en todo los preceptos del abad, aun en el caso de que él obrase de otro modo, lo cual Dios quiera que no suceda, acordándose de aquel precepto del Señor: «Haced todo lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen». 62No desear que le tengan a uno por santo sin serlo, sino llegar a serlo efectivamente, para ser así llamado con verdad. 63Practicar con los hechos de cada día los preceptos del Señor; 64amar la castidad, 65no aborrecer a nadie, 66no tener celos, 67no obrar por envidia, 68no ser pendenciero, 69evitar toda altivez. 70Venerar a los ancianos, 71amar a los jóvenes. 72Orar por los enemigos en el amor de Cristo, 73hacer las paces antes de acabar el día con quien se haya tenido alguna discordia. 74Y jamás desesperar de la misericordia de Dios.75Estos son los instrumentos del arte espiritual. 76Si los manejamos incesantemente día y noche y los devolvemos en el día del juicio, recibiremos del Señor la recompensa que tiene prometida: 77«Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento las cosas que Dios tiene preparadas para aquellos que le aman». 78Pero el taller donde hemos de trabajar incansablemente en todo esto es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.

“Maestro bueno, ¿Qué he de hacer para alcanzar a vida eterna? (Mc 10,17) pregunta el joven rico a Jesús.
Hoy, también san Benito nos responde de modo concreto qué significa hacer obras buenas. Una lista que podríamos repasar al final de cada día, marcando lo que hemos hecho bien y lo que hicimos mal, o lo que dejamos de hacer. “Mira cuales son los instrumentos de vida espiritual”, concluye san Benito. Y el lugar, el obrador para practicarlos es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad. Dos conceptos muy ligados a los votos que hacemos, y que dejamos sobre el altar el día de nuestra profesión solemne como una representación de la ofrenda de nuestra vida a Dios.

También, para los Padres Cistercienses el monasterio es, por excelencia, la Escuela de caridad. Sabemos lo que hemos de hacer y donde lo debemos de hacer, pero el mismo san Benito nos lo dice: esto no es fácil, es un trabajo, y a lo largo del camino hemos de mantener la confianza en el Señor, “no desesperar nunca de la misericordia de Dios”, una frase que nos resulta ya familiar.

El tono del capítulo es algo singular, y se podría resumir con los verbos temer y desear, que resumen la mayor  parte de las motivaciones humanas. Hablamos, pensamos, entre el temor y el deseo, y debemos discernir si nuestro temor es fundado o no, y si nuestro deseo es justo y regulado. Temer y desear no es malo, lo que hace falta es hacerlo de modo justo y para ello tenemos necesidad de un  trabajo interior, ser conscientes de que Cristo nos ha liberado de los temores infundados y deseos mal expresados.

Todo el capítulo tiene una fisonomía particular, una serie de preceptos cortos, casi siempre formulados de acuerdo al mismo esquema, y que los monjes podían aprender de memoria. Una enseñanza en forma de proverbios muy apreciados por los cristianos y monjes de la antigüedad.

San Benito da aquí a la palabra “instrumentos” el sentido corriente de un utensilio de trabajo. Estos utensilios no son más que juicios que indican los buenos trabajos que se han de llevar a cabo para acceder a la perfección de la vida cristiana. Al final del capítulo se les llama con más precisión instrumentos para el arte espiritual, un arte que ha de ser entendido en el sentido correcto de un trabajo metódico  y cualificado, unos ejercicios complejos para alcanzar la caridad perfecta. San Benito no halla la motivación y su significado fundamental en el miedo, sino en el amor de Dios: la caridad perfecta como objetivo del ascetismo monástico.

El capítulo nos muestra un catálogo de 74 instrumentos de buenas obras que, sin preámbulo alguno, comienza con el primer precepto de la caridad y acaba con el de no desesperar nunca de la misericordia de Dios. Muchos de estos preceptos pertenecen a la vida moral común de todos los cristianos, la perfección que se busca a través de los preceptos evangélicos. La mayoría de las frases están tomadas de la Escritura; otras de los Padres de la Iglesia o de otros autores monásticos.

Nos podemos encontrar, como nos indica la abadesa  Montserrat Viñas,  con cinco grupos además del Decálogo y la regla de oro, aunque algunos preceptos son intercambiables.

Los versos 1-8 corresponden al Decálogo, finalizando con el 9 que es la regla de oro: “aquello que uno no quiere que le hagan a él, que éste no lo haga a otro”. Un segundo grupo puede ser una ayuda para dominarnos por amor a Cristo y a los hermanos, viviendo con austeridad, dominando los instintos más primitivos que todos llevamos dentro. Un tercer grupo son las obras concretas de misericordia que van más allá de la materialidad que proponen. El cuarto grupo se ha de aplicar como consecuencia natural de los anteriores, amando a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, buscando hacer el bien y teniendo a Cristo como el fin último de nuestra vida, lo que supone que nuestro único deseo debe  ser el de amar, no guardando resentimiento, no teniendo doblez de corazón, ni una paz fingida, ni abandonando la caridad; un grupo dedicado al amor fraterno y la pureza de corazón. El último grupo tiene un sesgo más escatológico: es la espera gozosa del Señor en quien hemos puesto toda nuestra esperanza; una espera atenta que nos ayuda a tener un sano temor de Dios y nos sitúa en el tiempo que se nos da para convertirnos.

El valor de estas máximas, pero todas ellas están centradas en lo esencial que es el amor a Dios y al prójimo.

El monje es, en definitiva, un trabajador de Dios y para Dios, que, en el obrador del monasterio y en comunión con otros trabajadores que forman su comunidad, lleva a cabo una obra totalmente espiritual utilizado instrumentos espirituales, como son las virtudes, trabajando con esperanza y confiando en la gracia y en la misericordia del Señor, de manera que un día pueda recibir la recompensa de su trabajo.

Esta es, pues, nuestra tarea concreta de cada día, de manera que podamos alcanzar aquello que ningún ojo ha visto, ni oreja ha sentido, ni el corazón del hombre ha presentido, lo que Dios tiene preparado para los que le aman. Por esto, ante todo, debemos amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas… Entonces todo lo restante nos resultará más fácil.











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