domingo, 31 de diciembre de 2017

PRÓLOGO, 39-50



DEL PRÓLOGO DE LA REGLA DE SAN BENITO

Prólogo. 39-50

Hemos preguntado al Señor, hermanos, quién es el que podrá hospedarse en su tienda y le hemos escuchado cuáles son las condiciones para poder morar en ella: cumplir los compromisos de todo morador de su casa. 40Por tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en el servicio de la santa obediencia a sus preceptos. 41Y como esto no es posible para nuestra naturaleza sola, hemos de pedirle al Señor que se digne concedernos la asistencia de su gracia. 42Si, huyendo de las penas del infierno, deseamos llegar a la vida eterna, 43mientras todavía estamos a tiempo y tenemos este cuerpo como domicilio y podemos cumplir todas estas a cosas a luz de la vida, 44ahora es cuando hemos de apresurarnos y poner en práctica lo que en la eternidad redundará en nuestro bien. 45Vamos a instituir, pues, una escuela del servicio divino. 46Y, al organizarla, no esperamos disponer nada que pueda ser duro, nada que pueda ser oneroso. 47Pero si, no obstante, cuando lo exija la recta razón, se encuentra algo un poco más severo con el fin de corregir los vicios o mantener la caridad, 48no abandones en seguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo estrecho. 49Mas, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios. 50De esta manera, si no nos desviamos jamás del magisterio divino y perseveramos en su doctrina y en el monasterio hasta la muerte, participaremos con nuestra paciencia en los sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con él también su reino. Amén.

¿Quién habitará en su templo?  La palabra templo es la traducción del texto en latín de la Regla que se expresa con la palabra “tabernáculo”, que significa, por extensión, casa, cámara. Hoy nos evoca en un primer significado el tabernáculo que se encuentra en la iglesia con el nombre de sagrario. Pero el sentido más profundo que le quiere dar san Benito evoca las tiendas donde vivía el pueblo de Israel durante el peregrinaje hacia la tierra prometida por el desierto, como si el monasterio viniese a ser un campamento, la morada provisional de un pueblo, una comunidad en peregrinación a la patria celestial. Y un tercer sentido enlaza también con el libro del Éxodo, con el tabernáculo como lugar de reunión, de encuentro, de Dios con el hombre. El monasterio entendido como una morada provisional para quienes hacemos camino hacia Cristo, donde Dios se nos manifiesta.

El monasterio no es para san Benito, un lugar para instalarnos, acomodarnos, sino lugar de paso, de un éxodo hacia la vida definitiva, a la vez que lugar donde Dios viene a encontrarnos, para hablar al corazón del hombre cuando éste prepara la escucha con oído atento y silencioso.

San Benito insiste en el Prólogo en la idea de la palabra, de la escucha y su cumplimiento. Una escucha abierta y activa para poder recibirla y vivir de acuerdo a ella. 

¿Cómo podemos saber que cumplimos lo que nos dice la palabra?, ¿cómo discernir si verdaderamente estamos a la escucha de la palabra, o si por el contrario es nuestra propia voz la que escuchamos, para poder hacer así nuestra voluntad?

Para san Benito el criterio fundamental es la obediencia; militar en la santa obediencia de los preceptos, para lo cual debemos preparar nuestros cuerpos, lo cual no es nada fácil, por lo cual san Benito insiste a menudo a lo largo de la Regla, pues lo contrario nos llevará a no dar fruto, o un fruto estéril, fruto de nuestra voluntad.

¿Qué quiere decir obedecer?

La Regla nos lo recalca bien en el capítulo cinco, aunque aquí en el Prólogo ya nos adelanta algo de la misma. Es un arte que necesita una preparación espiritual y física que implica a toda la persona. Así que no es algo meramente exterior, sino que debe nacer de un movimiento del corazón. San Benito piensa que esto no es fácil, y que precisamos de la gracia de Dios. Un día u otro, la obediencia se nos puede aparecer como un muro infranqueable, como algo que ataca a nuestra individualidad, y nos cerramos en la escucha, para escucharnos solo a nosotros mismos. Delante de esta tentación san Benito nos recomienda un instrumento imprescindible: la plegaria, pues un día u otro nos podemos atravesar con nuestro capricho, y vemos entonces la obediencia como algo imposible de aceptar. La podemos considerar como una injusticia, una incompatibilidad personal o un desprecio,  y nos viene entonces el sentimiento de angustia, o de que no nos aguantamos ni a nosotros mismos. En estos momentos de dificultad y desconcierto necesitamos tener conciencia de que estamos en manos de Dios, que nos aguanta, sea la que sea, nuestra situación, y que podemos recobrar el sentimiento de que deseamos llegar a la vida eterna.

Estamos en el final del año y nos viene al encuentro el Prólogo de la Regla, como si san Benito nos recordará que todavía no hemos llegado a la meta, que estamos en camino, que no hemos de huir espantados, aunque el camino es necesariamente estrecho, pero que avanzando se ensancha el corazón y se corre por el camino de los mandamientos de Dios en la inefable dulzura de su amor. Solamente cuando dejamos que Dios tome el timón y lleve la dirección de la barca de nuestra vida podemos ir salvando los obstáculos de nuestras deficiencias, y defectos, y llegar a buen puerto. No apartándonos de su enseñanza y perseverando en la paciencia.

Un punto clave de este fragmento del Prólogo es la paciencia, y el modelo de la misma es Cristo. Él nos la ha enseñado no solo con palabras, sino con hechos, desde el mismo momento de su venida, que recordamos en estos días.

La paciencia es aquella virtud, escribía san Cipriano, que modera nuestra ira, refrena nuestra lengua, dirige nuestros pensamientos, conserva nuestra paz, endereza nuestra conducta, doblega nuestras pasiones, apaga la violencia de la soberbia, apaga el fuego de la hostilidad, mantiene en la humildad a quienes avanzan, hace fuerte en la adversidad a quienes se confían ante las injusticias, nos enseña a perdonar con prontitud, a orar cuando somos nosotros los que fallamos y ofendemos, a vencer las tentaciones, a tolerar las persecuciones. La paciencia fortifica sólidamente los fundamentos de nuestra fe, levanta nuestra esperanza, encamina nuestras acciones por el camino de Cristo; en definitiva, nos lleva a perseverar como hijos de Dios, imitando su paciencia, su infinita paciencia con nosotros.

Estamos en camino, en la Escuela del servicio divino, acogidos en la tienda que es el monasterio, y para avanzar necesitamos la ayuda del Señor, que nos concede cuando se la pedimos para participar en los sufrimientos de Cristo con la obediencia y la paciencia, dos espléndidas armas, para no apartarnos nunca de su enseñanza, y perseverar en su doctrina hasta la muerte, esperando llegar a la tierra prometida, la patria definitiva y verdadera.


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