domingo, 28 de octubre de 2018

CAPÍTULO 15 EN QUÉ TIEMPOS SE DIRÁ ALELUYA

CAPÍTULO 15

EN QUÉ TIEMPOS SE DIRÁ ALELUYA

Desde la santa Pascua hasta Pentecostés se dirá el aleluya sin interrupción tanto en los salmos como en los responsorios. 2Pero desde Pentecostés hasta el principio de la cuaresma solamente se dirá todas las noches con los seis últimos salmos del oficio nocturno. 3Mas los domingos, menos en cuaresma, han de decirse con aleluya los cánticos, laudes, prima, tercia, sexta y nona; las vísperas, en cambio, con antífona. 4Los responsorios nunca se dirán con aleluya, a no ser desde Pascua hasta Pentecostés.

Por un lado, puede sorprender que san Benito dedique un capítulo concreto al Aleluya; pero, por otro lado, si somos conscientes de la cantidad de veces que decimos esta palabra a lo largo del día, de la semana y del año, veremos que tiene en nuestra vida, en nuestra liturgia, una importancia muy especial, ya sea por su presencia o por su ausencia durante el tiempo de Cuaresma.

Escribe san Agustín, que Aleluya quiere decir “alabanza a Dios”; una palabra que expresa la alegría pascual, que viene a ser como un pregustar la liturgia celestial, una palabra que incluso sirve como distintivo de los cristianos que pertenecen a la misma fe.
Seguramente san Benito se ha situado en medio de los capítulos dedicados a las Vigilias y a los Laudes que hemos escuchado a lo largo de esta semana, por una parte, y la composición del Oficio Divino por otra parte.  El capítulo se inicia y acaba con un recuerdo del tiempo pascual, subrayando de este modo que este tiempo es el tiempo central de toda la vida litúrgica, un tiempo que recordamos de manera especial cada domingo, remarcando el carácter pascual de la celebración dominical, donde el Aleluya acompaña los cantos de las horas centrales del día, como Laudes, Prima, Tercia Sexta y Nona. San Benito gradúa las celebraciones, y destaca el recuerdo pascual cada día y de manera especial cada semana en la celebración dominical. Esta relación entre el ritmo de nuestra plegaria y el ritmo de la naturaleza, de la creación de Dios no es extraña a san Benito. La noche nos recuerda la muerte; y hacemos una referencia en Completas; el amanecer la vigilia junto al sepulcro de Cristo, y Laudes, con la salida del sol, la resurrección y la creación representada por el nuevo día.

Así sucede que cada día hacemos memoria, por un lado, del gran misterio de la redención, y por otro de nuestra propia vida. Este carácter de memoria se acentúa a lo largo de la semana y tiene su plenitud en el Año Litúrgico con la Pascua como el verdadero centro.

Por esto, como por otras causas, el Oficio Divino adquiere pleno sentido, es participado y vivido en su totalidad. Si dejamos de hacerlo, Dios no lo quiera, nuestra vida de plegaria sería incompleta. Evidentemente, hay causas que nos pueden impedir de participar de manera puntual, como la salud, pero dejarnos arrastrar por el riesgo de una ausencia más voluble e indefinida, nos deja huérfanos de la plenitud de nuestra vida que nos ofrece el Oficio Divino, celebrado en comunidad.

San Benito insiste en otros capítulos de la Regla, pues sabe muy bien del riesgo del abandono, y de lo peligroso que viene a ser para nuestra vida de monjes.

Escribe san Juan Clímaco: “Estemos atentos y podemos advertir que al sentir la señal de la trompeta celestial llamando a las oraciones matinales, los monjes se reúnen visiblemente; pero los demonios se reúnen también invisiblemente; algunos de ellos se colocan al costado de nuestro lecho y nos invitan a reposar un poco más: “Espera -nos dicen- a que acabe el introito”. Otros, buscan provocarnos el sueño cuando estamos en la plegaria; otros, nos provocan mal de estómago para distraernos; otros, a hablar en la iglesia, o tener pensamientos vergonzosos; otros, nos llevan a reclinarnos en la pared y abrir la boca a menudo; otros, a reír durante la oración; otros, a orar precipitadamente, y otros a hacerlo muy lentamente, no por devoción sino por capricho, y agarrándose a nuestra boca de tal manera la cierran que con dificultad la podemos abrir. Solamente quien piensa que está en presencia de Dios y ora con verdadero sentimiento se mantendrá inmóvil como una columna, y ninguno de estos demonios que acabamos de aludir podrá desviarlo” (Escala espiritual, 18,3)

Seguramente San Juan Clímaco tiene razón. A causa de los demonios olvidamos con frecuencia que estamos en la presencia de Dios, que hablamos con Dios; a menudo olvidamos la idea de que cuando suena la campana que nos convoca ala iglesia, a la plegaria, no es otro que Cristo, nuestro modelo, con quien nos hemos comprometido a no anteponerle nada. De hecho, podríamos decir que nuestra profesión la renovamos cada mañana al escuchar la campana; la escuchamos todos, pero hay quien toma la opción de darse media vuelta, movido por el demonio, diría san Juan Clímaco, o bien de acudir al encuentro con el Señor. Cada uno puede valorar personalmente si puede o no puede, si su ausencia es voluntaria u obligada, y Dios es quien conoce la verdad. Sorprende, no obstante, que algunos hermanos de edad suficiente para justificar su ausencia no fallan nunca, o bien si fallan por cuestión de salud, llevan esta ausencia como una especie de amputación, de limitación en su vida de monjes.

San Benito nos habla hoy del Aleluya, de alegría. Es esta alegría de sentirnos llamados por Dios al recinto monástico, que nos debe llevar a vivir la delicia de ir a su encuentro de manera privilegiada, cuando somos convocados por medio de esta voz suya que es la campana, y de participar en la plegaria con la mayor plenitud posible.

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