domingo, 7 de octubre de 2018

CAPÍTULO 6 LA PRÁCTICA DEL SILENCIO


CAPÍTULO 6

LA PRÁCTICA DEL SILENCIO

Cumplamos nosotros lo que dijo el profeta: «Yo me dije: vigilaré mi proceder para no pecar con la lengua. Pondré una mordaza a mi boca. Enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun de cosas buenas». 2Enseña aquí el profeta que, si hay ocasiones en las cuales debemos renunciar a las conversaciones buenas por exigirlo así la misma taciturnidad, cuánto más deberemos abstenernos de las malas conversaciones por el castigo que merece el pecado. 3Por lo tanto, dada la importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos perfectos licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones honestas, santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de gravedad. 4Porque escrito está: «En mucho charlar no faltará pecado». 5Y en otro lugar: «Muerte y vida están en poder de la lengua». 6Además, hablar y enseñar incumbe al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y escuchar.7Por eso, cuando sea necesario preguntar algo al superior, debe hacerse con toda humildad y respetuosa sumisión. 8Pero las chocarrerías, las palabras ociosas y las que provocan la risa, las condenamos en todo lugar a reclusión perpetua. Y no consentimos que el discípulo abra su boca para semejantes expresiones.

“Las palabras de vuestro murmullo solo se pueden escuchar en un gran silencio”, escribía Guido el cartujano, inspirándose en el libro de Job, cuya lectura hemos escuchado estos días en la Eucaristía y el refectorio. San Benito nos habla hoy tanto de refrenar nuestra lengua como de practicar el silencio. Pues nos ayudan a la soledad, a la conversión, a la paz, a la tranquilidad. Se oponen al barullo, a las groserías y las palabras ociosas. “Hay un tiempo de callar y un tiempo de hablar”, escribe Cohelet (Ecl 3,7b)

Ciertamente, vivimos en una época de contaminación sonora, donde el ruido se hace señor de todo nuestro entorno, un ruido que nos aísla más que nos comunica. Qué más da que lo que se dice sea interesante o no, cierto o falso, si nos enriquece o empobrece, en el fondo tenemos miedo al silencio, a estar con nosotros mismos, con miedo a escuchar la voz de la conciencia, de aquella “inquilina”, que dice Mafalda, que todos tenemos en nuestro interior.

Miedo a una soledad que no es tal, porque Dios está siempre con nosotros. Por esto, el miedo al silencio, viene a ser miedo a estar a solas con Dios. Se explica de un postulante cartujano que al quedar por primera vez solo en la desangelada celda del monasterio que le habían asignado se dijo a sí mismo: “Yo sólo, y, con una poco de suerte, con Dios”. Sí, es una suerte, un gran regalo. Escribía Tomás Merton: “Cuando te encuentras realmente solo estás con Dios” (Pensamientos de la soledad, 15)

Dios siempre está a nuestro alcance, y a menudo es el ruido que nos rodea, nuestro propio ruido, lo que nos impide escucharlo y sentirlo. El ruido puede ser exterior, pero también interior. San Benito nos alerta acerca de hablar por hablar, de evitar las palabras ociosas, pero no llegamos a evitarlas; y son a menudo palabras de aquellas que san Benito condena siempre a eterna reclusión, y que a nosotros nos cuesta excluir, por lo menos en determinados lugares o momentos de la jornada, porque, quizás a menudo, como sucede en nuestra sociedad, nos incomoda el silencio.

El verdadero silencio es el exterior, pero también el interior. No es un silencio porque sí, sino un silencio cuyo único objetivo es dejar espacio, dar paso a la voz de Dios, que nos habla en el silencio, como nos habla en la salmodia a través de la Palabra y en la Eucaristía. Nos enfrentamos cada día con las veleidades de nuestra imaginación, de sus fluctuaciones, de la sensibilidad que asalta nuestro pensamiento. Nuestro ruido interior es el que a menudo nos impide de hacer silencio para dar lugar a la voz de Dios; un ruido que nace de los recuerdos, de la curiosidad, de las inquietudes. A menudo recordar es un gozo, pero en ocasiones es recordar momentos malos, amargos, y entonces más que ayudar es mortificarnos. La generosidad del amor ha de superar los hechos concretos que nos han hecho mal y recordarlos siempre bajo el prisma de que Dios está a nuestro lado y que nos habla y nos recuerda su eterna e infinita misericordia, pidiéndonos que lo seamos también así con nuestros hermanos. ¡Es bello, pero a la vez difícil, pasar página, borrar el rencor! Tenemos siempre la tentación de gritar fuerte: “ni olvido ni perdón”, cuando nunca un cristiano, un creyente en la infinita misericordia divina puede suscribir esa frase, porque entonces nosotros mismos nos cerramos al perdón de Dios. Leemos en el libro del Eclesiástico: “No se puede aprobar la indignación injusta, porque el impulso de la indignación lleva a la ruina. El hombre paciente se sabe controlar hasta el momento oportuno, y al final experimenta la alegría; se guarda las palabras hasta la hora justa y todos celebran su buen juicio” (Ecl 1,22-24).

Otro obstáculo para el silencio interior es la curiosidad, o el chismorreo. No podemos privarnos, y nos iría bien resistir a la curiosidad de las noticias vanas, de querer saberlo todo sobre la conducta de los otros. Escribía un monje: “si no te comunican noticias de algo o de alguno no las pidas”. ¡Qué suerte tener la fuerza de evitar el oleaje de las noticias! Preocuparnos fundamentalmente de lo que es responsabilidad nuestra, y de amar a los hermanos con un mismo amor. No buscando saber quien va y viene, qué pasa, quién es este huésped, de dónde es… Amemos y valoremos a los que hacen las cosas de las que todos nos beneficiamos: quien cocina, o quien sirve, quien limpia la ropa, o reparte el correo, quien hace de portero o acoge a los forasteros, quien hace de cantor, o cuida de la biblioteca… Todo un rosario de pequeñas cosas, que en el fondo no son tan pequeñas, pues gracias a ellas funciona la comunidad. Ciertamente, podemos pensar que nosotros lo haríamos diferente, pero quienes lo hacen si es con responsabilidad y dedicación merecen nuestro agradecimientos y respeto. Por lo tanto, alejemos toda tentación de murmuración, y si es necesario informémonos sin buscar con intenciones torcidas los defectos de los otros, ignorando los propios.

Si todo esto lo vamos consiguiendo dejaremos más espacio a Dios, el silencio será más amplio y la voz de Dios resonará con más intensidad y profundidad. También nos puede ayudar hacer callar nuestra inquietud, nuestra preocupación, que, a veces, puede envenenar nuestra existencia. Sean las que sean nuestras responsabilidades, no dejemos que la preocupación nos quite la paz. Nos ayudará a ello hacer las cosas con generosidad, no buscando nuestra comodidad, ni nuestra satisfacción, sino la de los demás, la de la comunidad. Poniendo los cinco sentidos en lo que hacemos, pero haciendo lo que toca cuando toca, y evitando que la preocupación de nuestras ocupaciones nos impida orar con la intensidad necesaria. Por encima de todo centrarnos en Cristo, sobre todo en aquellos momentos que a lo largo de la jornada le pertenecen de una manera más especial. Como escribe Orígenes: “Pensemos en Dios con quien hablamos humilde y reverencialmente, en la certeza de que somos escuchados. (Opúsculo sobre la plegaria)

La plegaria, la lectura de la Palabra o el gran silencio entre Completas y Laudes. Todo nos ayudará a la serenidad de nuestra alma y a estar más pendientes de Dios. Escribe Tomás Merton: “Un silencio que no está abierto a Dios, deja de hablarnos de él… A él se le encuentra cuando se le busca, y cuando dejamos de buscarlo se desvanece de nosotros. Lo sentimos solamente cuando dejamos escucharlo, y, si pensamos que nuestra esperanza queda satisfecha dejamos de escuchar, y él deja de manifestarse” (Pensamientos de la soledad, 5)

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