domingo, 16 de diciembre de 2018

CAPÍTULO 62 LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO

CAPÍTULO 62

LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO

Si algún abad desea que le ordenen un sacerdote o un diácono, elija de entre sus monjes a quien sea digno de ejercer el sacerdocio. 2 Pero el que reciba ese sacramento rehuya la altivez y la soberbia, 3 y no tenga la osadía de hacer nada, sino lo que le mande el abad, consciente de que ha de estar sometido mucho más a la observancia de la regla.4 No eche en olvido la obediencia a la regla con el pretexto de su sacerdocio, pues por eso mismo ha de avanzar más y más hacia Dios. 5 Ocupará siempre el lugar que le corresponde por su entrada en el monasterio, 6 a no ser cuando ejerce el ministerio del altar o si la deliberación de la comunidad y la voluntad del abad determinan darle un grado superior en atención a sus méritos. 7 Recuerde, sin embargo, que ha de observar lo establecido por la regla con relación a los decanos y a los prepósitos. 8 Pero si se atreviere a obrar de otro modo, no se le juzgue como sacerdote, sino como rebelde. 9 Y si advertido muchas veces no se corrigiere, se tomará como testigo al propio obispo. 10 En caso de que ni aun así se enmendare, siendo cada vez más notorias sus culpas, expúlsenlo del monasterio, 11 si en realidad su contumacia es tal, que no quiera someterse y obedecer a la regla.

Al abad corresponde pedir que le ordenen un sacerdote o un diácono, y elegir uno digno de entre los monjes. Al ordenado le corresponde evitar la vanagloria y el orgullo, no atreverse a hacer nada que no le mande el abad, saber que tiene que estar más sujeto a la observancia regular, no olvidar la obediencia a la Regla, avanzar hacia Dios, ocupar el lugar que le corresponde por su entrada en el monasterio y saber que debe observar la norma establecida para los decanos, es decir, ser de buena reputación, vida santa, y no llenarse de orgullo (cfr RB 21). Si todo esto no cumple debe ser juzgado como rebelde y si no atiende a las amonestaciones debe ser expulsado del monasterio.

No lo pone fácil san Benito, y es que, para él, el sacerdocio no es intrínseco al monaquismo. Su modelo es un monaquismo laical, y seguramente que solamente obligado por la necesidad, ante dificultades que debería representar el servicio de un presbítero a la comunidad fuera de ésta, admite que se ordene a alguno de la comunidad para este servicio.

Quizás pudo influir también la voluntad de que los monasterios fuesen jurídicamente autónomos dentro de las diócesis, y que sus sacerdotes estuvieran solamente ligados a la comunidad para este servicio.

San Benito, todavía lo pone más difícil cuando se trata de algún sacerdote que desea entrar en el monasterio, pues no ve claro su encaje en el mismo, como dice el capítulo LX.

En el capítulo dedicado a los sacerdotes del monasterio, san Benito considera estos desde dos puntos de vista: el primero es el riesgo que puede suponer la condición de presbítero para su vida de monje. El segundo es la dignidad, considerando el sacerdocio como una llamada al servicio de la comunidad que permita evitar los riesgos y “avanzar progresivamente hacia Dios”. El reto es vivir las dos dimensiones, presbiteral y monástica, en una única vocación de manera armónica y provechosa; que la vida de monje alimente el ministerio sacerdotal, y el sacerdocio la vida monástica, en palabras del obispo emérito Juan María Uriarte.

Escribía el abad Mauro Esteva que la misma existencia de muchos artículos y reflexiones alrededor del sacerdocio en la vida monástica, implica ya que existe un problema. El mismo Papa san Pablo VI en plena discusión de tema de retorno de la vida monástica a sus raíces según la pauta del Vaticano II dirigiéndose a los superiores mayores decía:

“En el monaquismo y, en este caso, incluso si el monje era ordenado, éste no estaba destinado a ejercer un servicio pastoral… por ello la realización del monacato sin el sacerdocio no se debe ver como una desviación, por el hecho de que durante siglos en Occidente la mayoría de los monjes era ordenados sacerdotes. Tampoco se ha de tomar como una norma general llamar a los monjes al sacerdocio según las necesidades del ministerio pastoral en el interior y exterior del monasterio. Si el monaquismo se ha asociado con el sacerdocio esto sucede por la percepción de la armonía entre la consagración religiosa y la sacerdotal. La unión en la misma persona de la consagración religiosa, que ofrece todo a Dios, y el carácter sacerdotal, la configura de manera especial a Cristo, que es sacerdote a la vez que víctima” (18 Noviembre de 1966)

Ya en el año 1959, unos años antes del Vaticano II, en un congreso sobre la vida monástica celebrado en Roma se planteaba la pregunta: ¿Tiene sentido que un monje sea presbítero, si el monje ya es una forma de vida completa y suficiente en sí misma? ¿Es compatible una y otra cosa?

El abad Mauro Esteva en su tesis presentada el año 1969 en el Pontificio Instituto de san Anselmo, destacaba sobre el tema dos posturas fundamentales: una más a favor de la ordenación de los monjes, que no considera incompatible con la vida monástica, y la postura más favorable a mantener el sentido laical de las comunidades monásticas.

Por razones históricas se había producido un movimiento de clericalización en las comunidades monásticas masculinas, que había venid a ser excesiva para algunos, como una desviación respecto al origen del monacato. Pero en este tema siempre surge la duda razonable, ya que la mayor parte de los estudios han sido hechos por monjes que son presbíteros.

Ciertamente, la vida del monje es suficiente por sí misma y la vida de una comunidad monástica, por si misma, no es ni laical ni clerical, aunque nuestro Orden es clerical. Nuestras Constituciones solo exigen el sacerdocio para el abad y el maestro de novicios, lo que es todo un síntoma. Cabe que, si el abad lo cree oportuno, haya alguien que desee vivir la vocación monástica como ministro ordenado. Ambas vocaciones son compatibles, pero también es cierto que, a veces, un excesivo número de ordenados sacerdotes en una comunidad puede dar la impresión de que monje y presbítero son sinónimos; o ser monje en espera de ser presbítero, creyendo que de lo contrario se es monje de segunda fila. En este sentido todavía se recuerda la concepción previa al Vaticano II de monjes de coro y hermanos legos, cuya selección procedía de los criterios arbitrarios de los superiores.

El problema no es el de presbítero, sino la actitud ante el sacerdocio, cuando apreciando una superioridad con expresiones como “es que yo soy padre”, se quiere atribuir una autoridad mayor, faltando así a la Regla, al mismo Concilio Vaticano II y al Evangelio. También estaría en el error quien piensa, que otro monje como él, pero presbítero, es superior. Todos somos monjes, todos iguales. La única distinción es la que viene a hacer san Benito en el capítulo IV, donde escribe: “el bien que veo en él, lo atribuya a Dios, no a él mismo” (RB 4,42) o “no querer que le digan santo antes de serlo, sino serlo primero, para que se lo puedan decir en verdad” (RB 4,62). Si pensamos o decimos que somos mejores que otro, ya no somos dignos, para que valga lo que está escrito: “Amigo, ¿qué has venido a hacer?” (RB 60,3)
En esta carrera no hay tantos ministerios, ni edades ni tiempos de vida monástica sacerdotal o religiosa, como los instrumentos de trabajo espiritual, que si los hacemos servir, sin dejarlos nunca y los devolvemos el día del juicio el Señor nos recompensará (cfr 4, 75-76).

En esta línea en el libro entrevista con el Papa Francisco sobre la vida consagrada éste dice: “Hay un clericalismo que se manifiesta en las personas que viven como segregados, mal segregados. Son aquellos que viven con un talante de aristócratas ante los demás. El clericalismo es una aristocracia. Se puede ser clerical incluso siendo un hermano consagrado… Cuando hay clericalismo, aristocratismo, elitismo, entonces no hay pueblo de Dios” (La fuerza de la vocación, p.61-62)

Nuestra vocación es la de ser monjes, un servicio digno, sacramental, a la comunidad. No venimos al monasterio para ser presbíteros, abades, priores, cantores…, venimos para ser monjes, o, mejor, para avanzar cada día un poco más en nuestro camino de ser monjes configurados con Cristo y siguiendo la Regla, con la que nos hemos comprometido a vivir. Asimismo, nuestra formación nos debe ayudar, fundamentalmente, en nuestra vida de monjes y de presbíteros. El sacerdocio o el diaconado obligan más a llevar la vida de monjes con regularidad y fidelidad a la plegaria, al trabajo, a la lectio; obedientes y entregados al servicio de la comunidad; pues si olvidamos todos esto venimos a ser monjes en falso y empezamos a murmurar de los demás, o incluso ocupando nuestra mente y nuestra boca, y  ensuciando nuestra alma, para suceder entonces de no ver bien lo que hacen nuestros hermanos, cuando todo ello viene a mostrar que no llevamos bien nuestra vida espiritual y hacemos daño a la comunidad.

Como dice el Papa en el libro mencionado:
“que la vida de comunidad sea verdadera. Cuando se vive de manera hipócrita, entonces, no lo es; se convierte más que en un signo, en un anti-signo. No caigamos nunca en una vida hipócrita en la vida de comunidad” (La fuerza de la vocación, p.71-72) 

Como leemos en Orígenes: “Cuando tu alma se ha dejado dominar por alguna tentación, no es la tentación la que ha convertido en paja, sino que, porque eres paja, es  decir, ligero y sin fe, la tentación ha venido a mostrar tu naturaleza escondida. Cuando, al contrario, la afrontas con coraje, no es la tentación la que te hace fiel y capaz de suportarla: la tentación pone al descubierto a plena luz las virtudes del coraje y de la fuerza que hay en ti, pero que estaban escondida”.

Procuremos ser trigo y no paja que escampa el viento de las tentaciones


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