domingo, 7 de abril de 2019

CAPÍTULO 7,35-43 EL CUARTO GRADO DE LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7,35-43

EL CUARTO GRADO DE LA HUMILDAD

El cuarto grado de humildad consiste en que el monje se abrace calladamente con la paciencia en su interior en el ejercicio de la obediencia, en las dificultades y en las mayores contrariedades, e incluso ante cualquier clase de injurias que se le infieran, 36y lo soporte todo sin cansarse ni echarse para atrás, pues ya lo dice la Escritura: «Quien resiste hasta el final se salvará». 37Y también: «Cobre aliento tu corazón y espera con, paciencia al Señor». 38Y cuando quiere mostrarnos cómo el que desea ser fiel debe  soportarlo todo por el Señor aun en las adversidades, dice de las personas que saben sufrir: «Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza». 39Mas con la seguridad que les da la esperanza de la recompensa divina, añaden estas palabras: «Pero todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó». 40Y en otra parte dice también la Escritura: «¡Oh Dios!; nos pusiste a prueba, nos refinaste en el fuego como refinan la plata, nos empujaste a la trampa, nos echaste a cuestas la tribulación». 41Y para convencernos de que debemos vivir bajo un superior, nos dice: «Nos has puesto hombres que cabalgan encima de nuestras espaldas». 42Además cumplen con su paciencia el precepto del Señor en las contrariedades e injurias, porque, cuando les golpean en una mejilla, presentan también la otra; al que les quita la túnica, le dejan también la capa; si le requieren para andar una milla, le acompañan otras dos; 43como el apóstol Pablo, soportan la persecución de los falsos hermanos y bendicen a los que les maldicen.

El Papa Francesc, en su libro sobre la vida religiosa, nos dice que ésta debe estar marcada por tres “p”: la pobreza, la paciencia y la perseverancia. Hoy san Benito, en el 4º grado de la humildad nos presenta dos: la paciencia y la perseverancia. La vida no siempre es fácil, y, a menudo, somos nosotros mismos quienes no la hacemos fácil. Se nos presentan dificultades y contradicciones, creemos ser víctimas de injusticias, y entonces tenemos la tentación o bien de huir espantados, como nos dice san Benito en el Prólogo, o bien caer en un victimismo, buscando a la vez la causa de nuestras ciertas o supuestas desgracias en los demás.

Cada nuevo paso en nuestra vida, o nueva relación, pide un ejercicio de control personal. A menudo caemos en la tentación, quizás por comodidad, de querer manipular a los otros; a veces diciendo a cada uno lo que quiere escuchar de nuestros labios, o practicando una especie de soborno con nuestros favores y buenas obras, Más tarde o más temprano, podemos ser conscientes de que éste no es el camino, que no es un síntoma de una madurez humana y espiritual.

Es sabido que san Bernardo se preguntaba a menudo sobre qué había venido a hacer al monasterio; quizás es bueno que nosotros que nos hagamos esta misma pregunta. En un momento dado de nuestra vida hemos podido tener una decepción importante que nos haya afectado en gran medida. Ahora bien, mantenernos en el victimismo y ver conspiraciones por todas partes, no nos trae la paz y quizás nos debería hacer pensar con seriedad qué hemos venido a hacer al monasterio.

Nuestro objetivo es vivir como monjes; y esta idea merece nuestra paciencia y perseverancia. Si nos pasamos el tiempo pensando o murmurando por ir a otra comunidad o al clero diocesano, o nos miramos en nuestra experiencia fracasada es que, posiblemente, estamos arraigados en una duda permanente, una calle sin salida en donde nosotros mismos nos hemos encerrado. La rutina, la falta de emociones en nuestra vida puede ser un arma de doble filo. Nos puede ayudar a avanzar más hacia Dios, o nos puede despertar la imaginación de que en cualquier otro lugar, comunidad… puede ser mejor. En estos casos, deberíamos de sincerarnos y ver si somos capaces de concentrarnos en nuestra vida interior, en la búsqueda de Cristo, o bien buscar una vida más atractiva o una ocupación que llene más nuestro ego.

No existe el tiempo perdido. Perder el tiempo para Dios es ganarlo. Lo perdemos nosotros al no reconocer que la voluntad de Dios es lo mejor `para nosotros. La perseverancia es una buena virtud contra el orgullo que nos hace creer en una falsa autonomía. Por pequeños y frágiles que seamos, por muchas dificultades que se presenten, siempre hay algo más importante en nuestra vida: buscar a Dios. La frustración impaciente nos empuja a querer tomar las riendas de nuestra propia vida, lo cual no sintoniza mucho con las humillaciones. Nos damos pronto por vencidos y esto nos lleva a la fatiga y la depresión, pues finalmente nos revelan como impacientes ante la voluntad de Dios, cuando lo que ésta nos pide es una madurez espiritual. Seguramente la causa de nuestros problemas no es nada en particular, sino la realidad de una impaciencia que contradice nuestro intento de obligar a todo el mundo a nuestra voluntad, por no decir a nuestro capricho. Si somos excesivamente perseverantes en querer que nuestra voluntad se sienta satisfecha, lo más rápidamente posible, no somos perseverantes ni pacientes en el sentido en que san Benito nos habla.

Hurgar en las heridas de nuestra alma una y otra vez, o creernos los reyes de la creación menospreciando a los demás, nos lleva a la insatisfacción física y espiritual, nos empuja a creer que la vida es endémicamente injusta con nosotros, y esto nos aleja de Dios, porque no luchamos para superar las dificultades, y nos damos por vencidos antes de comenzar la batalla. Perseverar en la paciencia nos permite superar los malos momentos, que siempre existen. Manipular para imponer nuestra voluntad no es la solución. Vivir el tiempo de Dios, un tiempo que no es como el nuestro, es crecer en la perseverancia paciente, es decir poner nuestra voluntad en manos de Dios, y la voluntad de Dios en nuestras manos.

Somo muy afortunados, aunque quizás no lo pensamos mucho, si a la pregunta de qué hemos venido a hacer al monasterio, respondemos que a hacer la voluntad de Dios. Es él quien nos ha llamado a vivir como monjes, a no anteponer nada a la voluntad de Cristo, a buscar a Dios con todas las fuerzas de que somos capaces. Para lograrlo no nos empeñemos en que los otros hagan lo que nosotros creemos que deben hacer, que a la postre sería hacer nuestra voluntad. Cuando vemos que no lo hacen entonces demostramos de muchas maneras, golpes de puerta, murmuraciones… en las que nos podemos reconocer. Dios nos pone a prueba cada día, dice el salmista y nos lo recuerda san Benito. Pacientes, perseverantes, aguantando firmes, no desfalleciendo, conseguiremos superar con la ayuda del Señor todas las dificultades.





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