CAPÍTULO 7,31-33
LA
HUMILDAD
El segundo grado de humildad
es que el monje, al no amar su propia voluntad, no se complace en satisfacer
sus deseos, 32 sino que cumple con sus obras aquellas palabras del Señor: «No
he venido para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado». 33Y dice
también la Escritura: «La voluntad lleva su castigo y la sumisión reporta una
corona».
La voluntad guía nuestras
acciones. Nuestra vida sin voluntad en todo lo que podemos hacer deja de tener
sentido, pues los hombres no somos unas máquinas, unos autómatas programados
para hacer sin pensar. Dios nos ha dado el libre albedrío para decidir.
Potencia y acción son dos axiomas que rigen la conducta del ser humano, por
esto es tan importante ser guiados por una recta voluntad.
Ciertamente, nos dice san
Benito, no hay mejor ejemplo, mejor modelo que el mismo Cristo. Pero hacer la
voluntad del Padre, como él la hizo hasta el extremo, no es fácil e implica una
lucha interior. Cristo hizo la voluntad del Padre hasta el extremo, lo que no
es fácil e implica una fuerte lucha interior. Si creemos hacer la voluntad de
Dios como por naturalidad, nos engañamos a nosotros mismos, porque estamos
cubriendo nuestro deseo, supuestamente, con el deseo del querer de Dios y eso
es engañarnos.
La voluntad puede ser
conjugada en las tres personas del singular. Habitualmente lo hacemos en
primera persona, “yo quiero”, y esta expresión se convierte en ley para nuestra
vida, y obstáculo para la voluntad del Señor.
Escribe Benito Standaert,
monje de san Andrés en Bélgica, que este segundo grado toca la voluntad propia
en una doble línea: positiva y negativa. La negativa enlaza con el primer grado
de la humildad, de no amar la propia voluntad, el propio deseo, no ir detrás de
nuestros deseos, y pedir a Dios con la plegaria que se haga en nosotros su
voluntad. Una voluntad, la de Dios, que a veces no es el camino que nos parece
más recto, sino el que se nos presenta más pedregoso.
Escribía santa Teresa de
Jesús: “Decir que dejaremos nuestra voluntad en otra persona es muy fácil,
hasta que probándose se entiende que es la cosa más recta que se puede hacer,
si se cumple como se ha de cumplir” (Camino de perfección, 32).
La positiva es imitar al
Señor, habiendo escuchado lo que Él nos dice en la Escritura y poniéndolo en
práctica.
“No he bajado del cielo para
hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado” (Jn 6,38) es
una palabra que utiliza san Benito en el capítulo V al hablar de la obediencia,
y al mostrarnos el lazo estrecho entre la voluntad del Señor y la obediencia,
pone en evidencia la clave cristológica de toda la Regla.
Normalmente es nuestra
voluntad la peor enemiga para hacer la voluntad del Señor. En nuestra jornada
diaria la voluntad del Señor viene determinada por el horario establecido en la
comunidad, en hacer cada cosa cuando toca y donde toca, y este horario se
expresa de manera muy concreta con la voz de la campana. Y siempre está la
tentación de demorarnos con un “tengo tiempo”, corriendo el riesgo de hacer
tarde, y ocasionar así distracción en la vida de la comunidad.
Este es un aspecto en el
conjunto de nuestra vida, y bastante habitual, y que muestra bien la lucha
constante entre la voluntad del Señor y la nuestra.
La segunda persona del
singular “tu quieres”, también puede acabar siendo un enemigo para hacer la voluntad
del Padre, pues los pequeños grupos cerrados llevan a un exclusivismo, y una
dependencia afectiva de otros hermanos. No se trata de satisfacer la voluntad
de estos. Se trata de satisfacer la voluntad del Señor y no el ego de un
hermano nuestro, no sea que se cumpla lo que escribe san Pablo a Tito: “a
estos convienes taparles la boca, pervierten familias enteras, enseñando por
una ganancia mezquina lo que no conviene! (Tit 1,11)
Escribe santa Teresa de Jesús:
“de aquí viene el no amarse tanto todas, el sentir el agravio que se hace a
la amiga, el desear tenerla para regalarla, el buscar tiempo para hablarla, y
muchas veces más para decirle lo que la quiere y otras cosas impertinentes.
Porque estas amistades grandes pocas veces van ordenadas a ayudar a amar más a
Dios, antes creo las hace comenzar el demonio para comenzar bandos en las
religiones, que cuando es para servir a Su Majestad, luego se parece que no va
la voluntad con pasión, sino procurando ayuda para vencer otras pasiones”
(Camino de perfección, 4)
La única que vale es la
tercera persona del singular: “Él quiere”, es decir el Señor. ¿Cómo saber lo
que Él quiere de nosotros? Teniendo en cuenta los textos de la Escritura, de la
Regla, de los Santos Padres. Según sus enseñanzas, nunca encontraremos
justificación para imponer nuestra voluntad, o satisfacer la de otro hermano.
Siempre nos encontraremos con la invitación a hacer la voluntad del Padre, como
Jesús vino a hacerla, lo cual no le fue fácil, lo cual se evidencia con
claridad en Getsemaní, momento culminante en que Jesús afronta el sacrificio
final de su vida y de su voluntad.
A nosotros Dios no nos pide
cada día un sacrificio tan sublime, sino ir conformando nuestra vida con la del
Señor, y si nos va llevando por caminos de morir a nosotros mismos, esto no ha
de dolernos si recordamos la enseñanza de san Pablo: “Porque para mí vivir
es Cristo y morir una ganancia” (Filp 1,21)
En palabras de san Pedro de
Alcántara, uno de los maestros espirituales de santa Teresa de Jesús: “Cada
uno entienda que el fin de todos estos ejercicios y de toda la vida espiritual
es la obediencia a los mandamientos de Dios y el cumplimiento de la divina
voluntad, para lo cual es necesario que muera la propia voluntad, para que así
viva y reine la divina” (Tratado de la oración y meditación, 11).
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