CAPÍTULO
7,56-58
LA
HUMILDAD
El noveno grado de humildad es
que el monje domine su lengua y, manteniéndose en la taciturnidad, espere a que
se le pregunte algo para hablar, 57 ya que la Escritura nos enseña que «en el
mucho hablar no faltará pecado» 58 y que «el deslenguado no prospera en la
tierra».
Vigilaré mis pasos para no
pecar con la lengua, nos dice el Salmo 39.
Pecado y lengua son dos
palabras muy relacionadas en la Escritura. Nos fijamos en una palabra concreta
que aparece en el texto latino: taciturnitatem, que la Regla traduce por
guardar silencio.
Taciturnitatis la
define el Diccionario del Instituto de Estudios Catalanes, como la cualidad de
taciturno, persona habitualmente silenciosa, que huye de toda conversación. El
Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, dice del taciturno, que
es el callado silencioso, que le molesta hablar o que es triste, melancólico,
cansado… Su sentido original latino va estrechamente unido al verbo latino “taceo”,
callar, también con la idea de conservar la calma y hacer silencio.
San Benito pide al monje en el
capítulo 42. “studere silentium”, donde nos dice que es preciso cultivar,
cuidar, crear, construir… el silencio. La finalidad es doble, pues por un lado
nos abre a la escucha meditativa de la Palabra de Dios, y por otro, facilita la
caridad con los hermanos.
La lengua hay que controlarla,
saberla utilizar para evitar el pecado. El mal uso nos puede llevar a pecar de
palabra; pues como dice el libro de los Proverbios, “muerte y vida están en
manos de la lengua” (18,21). El silencio es renuncia a utilizar el poder de
la palabra en beneficio propio. Nuestro Abad General utiliza una expresión más
fuerte: es desarmarse delante de los otros, de manera que las palabras no sean
como armas de destrucción masiva que buscan duelos en los cuales hay un
vencedor y un vencido, dinámica que provoca la venganza y la eternización del
conflicto.
San Benito sabe bien que a
veces puede ser mejor callar, que no pasar a una ofensiva con un arma de grueso
calibre, como puede ser nuestra lengua. El problema es que raramente somos amos
de la cualidad de nuestra palabra y de su efecto en los demás. Para conseguir
un control necesitamos una conversión del corazón que corte el poder perverso
de la palabra, su capacidad posesiva y ofensiva, y la convierta más en
transmisión de la Palabra de Dios, que es más creadora y bondadosa (cfr Gen 1).
Para favorecer este desarme unilateral, san Benito nos propone: callar y
escuchar; nos propone un silencio constructivo, atento a la Palabra de Dios,
para que ésta transforme nuestros corazones, y haga salir de nuestra boca
palabras sensatas y justas, y en el momento oportuno.
Callando y escuchando,
aprendemos a concebir la palabra no como un arma en manos de la lengua, sino
como un don para transmitir el bien. Pero será preciso fundamentarnos en la
Palabra de Dios, que debe ser escuchada en silencio. El silencio benedictino y
monástico no es nunca autista, un cerrarse en si mismos, que sería escuchar la
propia voz, sino que es un acto de relación, un renunciar a la palabra propia
para escuchar al otro, para escuchar esencialmente a Dios. Por tanto, el
silencio debe nacer de la humildad de reconocer que la palabra del otro puede
ser más importante que la nuestra, o por lo menos tan importante como la
nuestra. Pero a esto solamente llegamos si cuidamos la escucha de la Palabra de
Dios.
El silencio, por sí mismo, es
puro vacío. Pero es un vacío que hace relación a alguna cosa. Hay vacíos
cerrados y vacíos capaces de ser llenados. Nosotros, somos capaces de Dios,
pero para poder acoger su presencia es preciso desear acogerla, lo cual
conseguiremos con un silencio interior que apague o neutralice el rumor de
nuestros malos pensamientos, que, descontrolados, salen de nuestra lengua en
forma de palabras pecadoras.
El peor enemigo de la vida
comunitaria, repite san Benito en la Regla, es la murmuración, y el peor
enemigo de la murmuración es la taciturnidad.
Nuestro Abad General, afirma
que es preciso trabajar contra el ruido interior, y este ruido no es otro que
el de la murmuración. Cuando renunciamos a hacer un espacio, cuando no queremos
desprendernos de nuestros ruidos, ideas, verdades… cuando rechazamos el
cuestionarnos y ser cuestionados, entonces no dejamos lugar ni a Dios ni a los
demás. Cuando construimos una defensa agresiva de nuestros puntos de vista, no
damos lugar a aprender, y corremos el riesgo de hacer crecer en nosotros un ego
desmesurado con el peligro de invadir los espacios de los otros y cerrar la
puerta a Dios.
El Papa Francisco también habla de la
murmuración como uno de los grandes males de la Iglesia. Nos dice: “Muchas
veces, lo sabemos, es más fácil o más cómodo percibir y condenar los defectos y
los pecados de los otros sin ser conscientes de los nuestros con la misma
claridad. Siempre escondemos nuestros defectos, en cambio, es fácil ver y
manifestar los defectos de los otros. La tentación es ser indulgente con uno
mismo, y duro con los demás… Todos tenemos defectos, todos. Hemos de ser
conscientes de esto y, antes de condenar a otros, mirar dentro de nosotros
mismos. Así podremos actuar de manera fiable, con humildad, dando testimonio de
caridad… Quien es bueno saca de su corazón y de su boca el bien, y quien es
malo saca el mal, practicando el ejercicio más nocivo entre nosotros, que es la
murmuración, el chafardear, hablar mal de los otros. Eso destruye la familia,
destruye la escuela, destruye el lugar de trabajo, destruye la vecindad. Por la
lengua comienzan las guerras” (Angelus 3 de Marzo de 2019)
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