domingo, 17 de octubre de 2021

CAPÍTULO 7,56-58 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7,56-58

LA HUMILDAD

El noveno grado de humildad es que el monje domine su lengua y, manteniéndose en la taciturnidad, espere a que se le pregunte algo para hablar, 57 ya que la Escritura nos enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado» 58 y que «el deslenguado no prospera en la tierra».

Vigilaré mis pasos para no pecar con la lengua, nos dice el Salmo 39.

Pecado y lengua son dos palabras muy relacionadas en la Escritura. Nos fijamos en una palabra concreta que aparece en el texto latino: taciturnitatem, que la Regla traduce por guardar silencio.

Taciturnitatis la define el Diccionario del Instituto de Estudios Catalanes, como la cualidad de taciturno, persona habitualmente silenciosa, que huye de toda conversación. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, dice del taciturno, que es el callado silencioso, que le molesta hablar o que es triste, melancólico, cansado… Su sentido original latino va estrechamente unido al verbo latino “taceo”, callar, también con la idea de conservar la calma y hacer silencio.

San Benito pide al monje en el capítulo 42. “studere silentium”, donde nos dice que es preciso cultivar, cuidar, crear, construir… el silencio. La finalidad es doble, pues por un lado nos abre a la escucha meditativa de la Palabra de Dios, y por otro, facilita la caridad con los hermanos.

La lengua hay que controlarla, saberla utilizar para evitar el pecado. El mal uso nos puede llevar a pecar de palabra; pues como dice el libro de los Proverbios, “muerte y vida están en manos de la lengua” (18,21). El silencio es renuncia a utilizar el poder de la palabra en beneficio propio. Nuestro Abad General utiliza una expresión más fuerte: es desarmarse delante de los otros, de manera que las palabras no sean como armas de destrucción masiva que buscan duelos en los cuales hay un vencedor y un vencido, dinámica que provoca la venganza y la eternización del conflicto.

San Benito sabe bien que a veces puede ser mejor callar, que no pasar a una ofensiva con un arma de grueso calibre, como puede ser nuestra lengua. El problema es que raramente somos amos de la cualidad de nuestra palabra y de su efecto en los demás. Para conseguir un control necesitamos una conversión del corazón que corte el poder perverso de la palabra, su capacidad posesiva y ofensiva, y la convierta más en transmisión de la Palabra de Dios, que es más creadora y bondadosa (cfr Gen 1). Para favorecer este desarme unilateral, san Benito nos propone: callar y escuchar; nos propone un silencio constructivo, atento a la Palabra de Dios, para que ésta transforme nuestros corazones, y haga salir de nuestra boca palabras sensatas y justas, y en el momento oportuno.

Callando y escuchando, aprendemos a concebir la palabra no como un arma en manos de la lengua, sino como un don para transmitir el bien. Pero será preciso fundamentarnos en la Palabra de Dios, que debe ser escuchada en silencio. El silencio benedictino y monástico no es nunca autista, un cerrarse en si mismos, que sería escuchar la propia voz, sino que es un acto de relación, un renunciar a la palabra propia para escuchar al otro, para escuchar esencialmente a Dios. Por tanto, el silencio debe nacer de la humildad de reconocer que la palabra del otro puede ser más importante que la nuestra, o por lo menos tan importante como la nuestra. Pero a esto solamente llegamos si cuidamos la escucha de la Palabra de Dios.

El silencio, por sí mismo, es puro vacío. Pero es un vacío que hace relación a alguna cosa. Hay vacíos cerrados y vacíos capaces de ser llenados. Nosotros, somos capaces de Dios, pero para poder acoger su presencia es preciso desear acogerla, lo cual conseguiremos con un silencio interior que apague o neutralice el rumor de nuestros malos pensamientos, que, descontrolados, salen de nuestra lengua en forma de palabras pecadoras.

El peor enemigo de la vida comunitaria, repite san Benito en la Regla, es la murmuración, y el peor enemigo de la murmuración es la taciturnidad.

Nuestro Abad General, afirma que es preciso trabajar contra el ruido interior, y este ruido no es otro que el de la murmuración. Cuando renunciamos a hacer un espacio, cuando no queremos desprendernos de nuestros ruidos, ideas, verdades… cuando rechazamos el cuestionarnos y ser cuestionados, entonces no dejamos lugar ni a Dios ni a los demás. Cuando construimos una defensa agresiva de nuestros puntos de vista, no damos lugar a aprender, y corremos el riesgo de hacer crecer en nosotros un ego desmesurado con el peligro de invadir los espacios de los otros y cerrar la puerta a Dios.

 El Papa Francisco también habla de la murmuración como uno de los grandes males de la Iglesia. Nos dice: “Muchas veces, lo sabemos, es más fácil o más cómodo percibir y condenar los defectos y los pecados de los otros sin ser conscientes de los nuestros con la misma claridad. Siempre escondemos nuestros defectos, en cambio, es fácil ver y manifestar los defectos de los otros. La tentación es ser indulgente con uno mismo, y duro con los demás… Todos tenemos defectos, todos. Hemos de ser conscientes de esto y, antes de condenar a otros, mirar dentro de nosotros mismos. Así podremos actuar de manera fiable, con humildad, dando testimonio de caridad… Quien es bueno saca de su corazón y de su boca el bien, y quien es malo saca el mal, practicando el ejercicio más nocivo entre nosotros, que es la murmuración, el chafardear, hablar mal de los otros. Eso destruye la familia, destruye la escuela, destruye el lugar de trabajo, destruye la vecindad. Por la lengua comienzan las guerras” (Angelus 3 de Marzo de 2019)

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