CAPÍTULO
47
LA
LLAMADA PARA LA OBRA DE DIOS
Es responsabilidad del
abad que se dé a su tiempo la señal para la obra de Dios, tanto de día como de
noche, o bien haciéndolo él personalmente o encargándoselo a un hermano tan
diligente, que todo se realice a las horas correspondientes. 2 Los salmos y antífonas
se recitarán, después del abad, por aquellos que hayan sido designados y según
su orden de precedencia. 3 No se meterá a cantar o leer sino el que sea capaz
de cumplir este oficio con edificación de los oyentes. 4 Y se hará con
humildad, gravedad y reverencia y por aquel a quien se lo encargue el abad.
El Oficio Divino y el
celo van unidos; el celo por el Oficio es uno de los baremos para valorar la
sinceridad de la vocación de monje, junto con la obediencia y las
humillaciones. Pues uno de los momentos privilegiados para buscar a Dios, con
la Eucaristía como cumbre y la Lectio Divina, es el Oficio Divino, al cual no
debemos anteponer nada. (cfr. RB 43,3)
Si no anteponemos nada
nos será fácil de cumplir, y comenzar cada día con puntualidad, una vez hecha
la señal. Hacer la señal, ya es todo un indicador. Es el deseo de san Benito:
un comienzo de todos juntos, y no mediante un “goteo” de hacerse presente en el
coro. O, encara peor, si nos quedamos durmiendo u ocupados en otras cosas, que
aunque sean necesarias, nunca lo serán en el tiempo del Oficio. Cuando la
campana nos convoca es Dios quien nos convoca, y nos marca el ritmo del Oficio
en cada momento. La señal del superior es únicamente un gesto preceptivo,
complementario de la campana.
En esta línea escribe
también Juan Casiano:
“He
aquí otra observancia que cumplen al pie de la letra. Están sentados en sus
celdas, aplicados al trabajo o a la meditación. Si escuchan que trucan a la
puerta o a los vecinos invitando a la plegaria, al mismo tiempo se levantan
todos. Con tanta presteza, que si están escribiendo no se atreven a acabar la
letra empezada. En el instante en que la voz de quien llama llega a sus oídos
se levanta rápidamente sin perder el tiempo para acabar la letra empezada. Y
dejando todo empezado se dispone a cumplir el precepto con todo el ardor y
emulación de que es capaz. Como se ve están menos interesados en avanzar en su
tarea que en cumplir exactamente con la obediencia. Esta virtud no solo se
refiere al trabajo manual, a la lectura, al silencio, al retiro de la celda,
sino a todo lo restante. Abundan en la idea de que a todo se debe anteponer, y
toda pérdida les parece insignificante con tal de no conculcar la virtud de la
obediencia. (Instituciones 4,12)
San Benito tampoco
quiere que nos precipitemos, sino hacer cada cosa cuando toca y esperar la
señal para empezar todos juntos la plegaria común. El tema de las
precipitaciones es fundamental en una vida monástica. Un tema que no va con un
ritmo positivo de la vida monástica. Monjes que se precipitan o que tienen
necesidad de comentarios, por supuesto siempre negativos, que no ayudan a
aportar serenidad al clima comunitario.
Todo esto se aleja de
la medida, la conciencia y la plenitud con que san Benito quiere llevar a cabo
las cosas, pero que es evidente que es algo que forma parte del camino
monástico en el que es necesario ir progresando paso a paso, ya que lo más
importante es no detenerse, no darse por satisfechos con lo conseguido en lo
cual lo más peligroso, a parte del conformismo, de sentirnos contentos de
nosotros mismos sin ningún espíritu crítico para mirar de mejorar nuestra vida,
sería retroceder y tener, en definitiva, que comenzar cada día sin haber
aprendido nada del día anterior.
Escribe el P. Louf que no cabe duda alguna:
anunciar la hora de la plegaria en común reviste una importancia grande a los
ojos de san Benito, y que lo que nos dice aquí refuerza lo que dice en el
capítulo XLIII: que, una vez sentida la señal, dejando todo que tengamos entre
manos, acudamos con presteza al Oficio Divino. Y aún, añade, como si san Benito
fuese consciente de que con la rapidez se perdiera algo la compostura, que cal
acudir con rapidez sí, pero con gravedad, para no dar lugar a ocurrencias
inútiles.
Además, en la segunda parte
del capítulo san Benito nos habla del salmista o cantor. Aquinata Bockmann afirma
que es necesario, además de saber leer y cantar bien, leer y meditar el texto
de la escritura y hacerlo con profundidad.
Humildad, gravedad y
respeto dice san Benito, pues un canto o salmista orgulloso, irrespetuoso con
los hermanos o precipitado no es un testimonio positivo sobre su relación viva
con la Escritura.
Podríamos decir que
debemos hacer nuestra la plegaria, la salmodia, pero sin perder de vista que la
hacemos en comunidad, sin “fervores” innecesarios
. A lo largo de toda la
Regla san Benito deja muy claro la importancia del Oficio Divino, la prontitud
por hacernos presentes, la puntualidad de la señal del inicio, la humildad,
gravedad y respeto en el momento de realizarlo. Pues como nos exhorta san Pablo
VI:
“Esta
oración recibe su unidad del corazón de Cristo. Ha querido nuestro Redentor
“que la vida iniciada en el cuerpo mortal, con sus oraciones y su sacrificio,
contara durante los siglos en el Cuerpo Místico, que es la Iglesia”, de donde
se sigue que la oración de la Iglesia es “oración que Cristo, unido a su
cuerpo, eleva al Padre”. Es necesario, pues que mientras celebramos el Oficio
reconozcamos en Cristo nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en
nosotros” (Laudis Canticum)
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