CAPÍTULO
40
LA
RACIÓN DE BEBIDA
Cada cual tiene de Dios
un don particular, uno de una manera y otro de otra (1ª Cor 7,7); 2 por eso,
con algún escrúpulo fijamos para otros la medida del sustento; 3 sin embargo,
considerando la flaqueza de los débiles, creemos que basta a cada cual una
hemina de vino al día. 4 Pero aquellos a quienes da Dios el poder de
abstenerse, sepan que tendrán especial galardón. 5Mas si la necesidad del
lugar, o el trabajo, o el calor del estío exigieren más, esté ello a la
discreción del superior, procurando que jamás se dé lugar a la saciedad o a la
embriaguez. 6Aunque leemos que el vino es en absoluto impropio de monjes, sin
embargo, como en nuestros tiempos no se les puede convencer de ello,
convengamos siquiera en no beber hasta la saciedad, sino con moderación: 7
porque el vino hace apostatar aun a los sabios (Si 19,2). 8No obstante, donde las
condiciones del lugar no permitan adquirir siquiera la sobredicha medida, sino
mucho menos o nada absolutamente, bendigan a Dios los que allí viven y no
murmuren; 9 advertimos sobre todo: que eviten a todo trance la murmuración.
Los capítulos 30 y 40
de la Regla forman un díptico en el apartado que san Benito dedica a la comida…
¿Cómo? ¿Cuándo?, ¿Qué hay escuchar durante las comidas?...
Como a lo largo de toda
la Regla encontramos aquí dos principios básicos: la medida y el igualitarismo
asimétrico, en este casi referido a los ancianos, enfermos e infantes.
Principios ya evidentes en el apóstol san Pablo:
“Querría
que todos fueran como yo, pero cada uno ha recibido de Dios su propio don:
unos, éste; los otros, otro”…(1Cor 7,7)
San Benito se siente
escrupuloso por haber dado una instrucción demasiado concreta; tiene muy
presente la flaqueza humana, o la que imponen las circunstancias (trabajo
pesado, condiciones del lugar, meteorología…), pero no renuncia a lo máximo,
que sería en este caso prescindir del vino, y marca el mínimo de no llegar a la
saciedad o embriaguez.
“Veo
que, a menudo, estás enfermo: no bebas agua sola; con un poco de vino te
ayudará a hacer la digestión” (1Tim 5,23)
Este breve texto de
Pablo a Timoteo nos remite a l mesura que recomienda san Benito. Éste habla en
el capítulo 38 del agua mezclada con vino como remedio para evitar el cansancio
del lector de semana en el refectorio.
En esta línea escribe
san Agustín:
“En el
caso que una enfermedad de estómago impida beber agua, ¿no sería más honesto
utilizar con moderación el vino acostumbrado que buscar otros licores, no para
menospreciar una bebida más pura, sino para no menospreciar la más frugal”?
(Sermón 210, sobre el ayuno cuaresmal).
La Regla no contempla
positivamente el consumo de vino, pero entiende que no siempre se puede
entender, y que en determinadas circunstancias y lugares se puede consentir,
pero con medida.
Dice Jesús a sus
discípulos:
“Vosotros,
estad alertas: que el exceso de comida o la embriaguez, o las preocupaciones de
la vida no ahoguen vuestro corazón” (Lc 21,34)
San Benito condena el
exceso, en todo aquello que va más allá de lo necesario para vivir, sea comida,
bebida, ropa o herramientas.
Pero quizás deberíamos
preguntarnos la razón de que un monje, religioso, sacerdote… caiga en el
exceso. Podríamos limitarnos a decir que por vicio, y en algún caso es posible,
pero cuando se busca un “consuelo” es que alguna cosa de nuestra vida
espiritual no funciona bien, y no
funciona por negligencia de algún aspecto de nuestra vida: Oficio Divino,
Lectio, trabajo…Cuando no nos sentimos satisfechos, cuando no estaos espiritualmente
bien, muchas cosas hasta entonces secundarias adquieren una importancia
principal que viene a causas la preocupación, pues solamente Cristo debe ser el
centro, y su imagen reflejada en los hermanos.
Escribe el Apóstol:
“Su
fin será la perdición, su dios es el vientre, y ponen su gloria en las partes
vergonzosas. Todo lo que aprecian son las cisas terrenales”. (Flp 3,19)
Cuando nuestro centro
es Cristo y no las cosas terrenales. Si, por ejemplo, lo que se sirve en el
refectorio cobra un interés más grande que otras más importantes, es que algo
no funciona en nuestra vida monástica, y llegar al límite en la comida y en la
bebida como consolación de nuestra vida deficitaria en el terreno espiritual
sería una desviación llevada al límite. Sin embargo, pasa como en la vida de
los laicos, que al caer en excesos puede deberse a un déficit sentimental, o
trabajo hecho a disgusto, una situación familiar difícil… que en un momento
pueden parecer centrales, pero que en realidad son circunstanciales, y que en
todo caso deberíamos confiar más en el Señor, poniendo también de nuestra parte
para situar la situación.
“Habéis
pasado tiempo cumpliendo la voluntad de los paganos, y viviendo en medio de
libertinajes, pasiones, embriagueces, orgías, borracheras e idolatrías
abominables. Ahora, ellos encuentran extraño que no vayáis a su lado para
orgías sin freno, y no paran de injuriaros” (1Pe 4,3-4)
Escribe san Pedro. Y parece que todo debía
quedar fuera cuando entramos al monasterio. No es así y muchos de estos
peligros nos asediaran, y será preciso seguir luchando.
Se dice que cuando Juan
Pablo II empezaba a tener problemas graves de salud y le pedían que bajara el
ritmo de su actividad y se preocupara de su santidad, respondía que nunca de
preocuparse por ella. Una simple anécdota que nos muestra que nunca debemos
aflojar la lucha por la santidad, por la salud de la vida espiritual, de la que
la vida corporal es un reflejo. Los peligros siempre están presentes, pues
nuestra vida de fe no es sino una lucha hasta el último día.
Como escribe San
Doroteo:
“Las
cosa así. Aun cuando sean muchas las virtudes que un hombre posee, aunque sean
innumerables, si se aparta de este camino nunca encontrará el reposo sino que
estará siempre afligido o afligirá a los otros, y perderá el mérito de su
fatigas” (Instrucción 7, Sobre la acusación de sí mismo).
Y nos es necesario
evitar la aflicción que viene sobre todo por la murmuración, de la que llama la
atención en el verso final del capítulo.
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