domingo, 5 de junio de 2022

CAPÍTULO 56 LA MESA DEL ABAD

 

CAPÍTULO 56

LA MESA DEL ABAD

Los huéspedes y extranjeros comerán siempre en la mesa del abad. 2 Pero, cuando los huéspedes sean menos numerosos, está en su poder la facultad de llamar a los hermanos que desee. 3 siempre con los hermanos uno o dos ancianos que mantengan la observancia.

La mesa del abad está abierta a los huéspedes y peregrinos, como un símbolo de acogida monástica. A menudo, cuando escuchamos este capítulo, como el capítulo 53 también, pensamos en los huéspedes que nos suelen acompañar unos días. Los hay que vienen desde años, incluso con un relevo generacional; los hay más ilustres, como algunos obispos, acogidos con discreción, fraternidad y silencio agradecidos, otros, propios de una relación institucional, que suelen ser impactados por el ambiente. Visitas, que no necesariamente coinciden siempre en la diversas posiciones eclesiales o ideológicas.

¿Qué compartimos cuando se sientan en la mesa del Abad?  Compartir la comida ya es por sí mismo un símbolo, y más cuando las comidas están revestidas de cierta sacralidad, por el marco, la lectura... En la mesa del abad, en cualquiera de las mesas del refectorio, hay una parte de nuestra vida comunitaria: el monje que pone la mesa, quien lavará los platos, el que lee… Todo es un punto de encuentro de diferentes esfuerzos o servicios de los diferentes monjes, que son también una representación de la comunidad.

A acoger nos invita el mismo Cristo cuando nos dice: “Tuve hambre y me distéis de comer; tuve sed y me distéis de beber, era forastero y me hospedasteis” (Mt 25,35)

San Benito, como otras veces, no hace sino trasladar, traducir a la vida monástica diaria este precepto evangélico. Obviamente, Cristo no contempla acoger de mala gana, murmurando, sino acoger con todo lo que implica de generosidad y limpieza de corazón. Siempre, es cierto, puede haber una mota de polvo en nuestra alma que ensucie, y que se traduzca en alguna expresión poco generosa hacia el huésped. Lo cual neutraliza la limpieza del mandato evangélico, de la recomendación de la Regla, de una buena regla de conducta.

¿Somo conscientes de que la acogida forma parte de nuestro carisma monástico? ¿O quizás somos acogedores en la teoría, pero no en la práctica? Evidentemente, acoger quiere decir que el que es acogido ha de respetar nuestra vida, nuestro silencio, nuestra plegaria, y no imponernos una determinada lectura en el refectorio, una cierta dieta alimentaria o una postura ideológica o espiritual. En la acogida el respeto debe ser mutuo, o no es acogida.

También tenemos otra clase de acogida: los transeúntes. Y últimamente un grupo de familias refugiadas que huyen de la guerra. Algo a tener presente: huir de una guerra, lo cual es un tema serio, delicado… Basta asomarse a los medios de comunicación para percibir la gravedad de la situación, así como la importancia de un servicio de acogida. Aquí las palabras de Cristo: “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fue forastero y me hospedasteis, y me acogisteis” (Mt 25,35) muestran todo su sentido más profundo.

En palabras del Papa Benedicto XVI: “acoger a los refugiados y ofrecer hospitalidad es para todos, un gesto de obligada solidaridad humana, de manera que no se sientan aislados a causa de la intolerancia y el desinterés. Para los cristianos, además es una manera concreta de manifestar el amor del evangelio” (Audiencia General 20, Junio 2007)

Son hechos del pasado que de alguna manera se vuelven a hacer presentes: exiliados antepasados nuestros a Francia, conventos y monasterios abiertos en Roma al pueblo judío… No podemos estar cerrados a nosotros mismos, en nuestra pequeña realidad, y sentirnos molestos delante de pequeñas molestias que pueden romper nuestro ritmo de vida normal.

Un primer, y permanente paso, en nuestra vida real es mantenernos fieles en nuestro compromiso monástico, en nuestra vida diaria como monjes; vivir día a día nuestra fidelidad al Oficio Divino, mantener con seriedad la plegaria personal, la Lectio, permanecer seriamente en nuestro camino diario de conversión… En la vida comunitaria siempre tenemos matices personales que afinar, situaciones para mejorar.

Como escribe nuestro Abad General en su Carta de Pentecostés de este año 2022:

“No nos convertimos en “nosotros” sumando meramente, sino a través de una transformación pascual. El “yo” no viene a ser un “nosotros”, simplemente sumando, añadiendo otros a mi “yo”, como quien añade monedas a las que ya tengo…La comunión nos da miedo porque implica la muerte de uno mismo... pues, para que el amor fraterno nos ayude a pasar de la muerte a la vida, es preciso morir a la falsa vida de amarnos a nosotros mismos”

A la mesa del Abad de la que nos habla san Benito, se sienta gente diversa que comparte un momento puntual de nuestra vida diaria, breve, pero que viven “toda una experiencia”. Son gente diversa, creyentes y no creyentes, de derechas y de izquierdas, con responsabilidades institucionales o eclesiales,... pero que al sentarles a la mesa del Abad les mostramos una acogida; y son los forasteros de los que habla Jesús, que sentaba a la mesa con pecadores y publicanos, y asimismo todos lo que encuentran acogida en el espacio del monasterio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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