domingo, 26 de junio de 2022

PRÓLOGO, 39-50

 

PRÓLOGO, 39-50

Hemos preguntado al Señor, hermanos, quién es el que podrá hospedarse en su tienda y le hemos escuchado cuáles son las condiciones para poder morar en ella: cumplir los compromisos de todo morador de su casa. 40 Por tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en el servicio de la santa obediencia a sus preceptos. 41Y como esto no es posible para nuestra naturaleza sola, hemos de pedirle al Señor que se digne concedernos la asistencia de su gracia. 42 Si, huyendo de las penas del infierno, deseamos llegar a la vida eterna, 43mientras todavía estamos a tiempo y tenemos este cuerpo como domicilio y podemos cumplir todas estas a cosas a luz de la vida, 44 ahora es cuando hemos de apresurarnos y poner en práctica lo que en la eternidad redundará en nuestro bien. 45Vamos a instituir, pues, una escuela del servicio divino. 46Y, al organizarla, no esperamos disponer nada que pueda ser duro, nada que pueda ser oneroso. 47 Pero si, no obstante, cuando lo exija la recta razón, se encuentra algo un poco más severo con el fin de corregir los vicios o mantener la caridad, 48 no abandones en seguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo estrecho. 49Mas, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios. 50De esta manera, si no nos desviamos jamás del magisterio divino y perseveramos en su doctrina y en el monasterio hasta la muerte, participaremos con nuestra paciencia en los sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con él también su reino. Amén.

 

Nuestros cuerpos, nuestros corazones, no están, a priori, preparados para militar en la santa obediencia de los preceptos, viene a decirnos san Benito en este final del Prólogo.

La vocación monástica no es voluntarista, es decir no es la expresión de un mero deseo personal, lo cual nos debe llevar a confiar en la gracia de Dios. No acabamos de ser monjes nunca, siempre estamos en camino, avanzando en la vida monástica y en la fe, inscritas en esta Escuela del Servicio Divino, de la cual habríamos de salir “titulados” el último día, cuando el Señor nos llame a su presencia.

Nuestra sociedad, cada vez más, no está por soportar las cosas ásperas y pesadas, sino que más bien las rechaza y aparta. Así hacemos también con todo lo que nos molesta y con los que nos molestan, sean enfermos, ancianos, emigrantes… Abandonar el camino que nos muestra esta dimensión de aspereza o pesadez, es más que una tentación. Todo dura lo que dura, mientras dura, y esto más que luchadores, nos hace débiles y caprichosos. Como escribía un padre espiritual del siglo XX: “Bien, vaya…, después de tanto decir “Cruz, Señor, Cruz” se ve que querías una cruz a tu gusto” (J.Escriva de Balaguer,  Camino, 989)

San Benito nos dice que el camino de la vida monástica, el camino de la salvación, es al principio estrecho; pero luego, nos dice a continuación, agranda su corazón cuando se corre por la vía de los mandamientos de Dios en la inefable dulzura del amor.

Quemando etapas en la vida monástica no conseguimos necesariamente ningún grado de perfección. Lo cual quiere decir que, hasta la muerte, necesitamos seguir los mandamientos y la doctrina del Señor, sin apartarnos un milímetro, si no queremos caer en las penas del infierno, en lugar de llegar a la vida eterna. En este camino no podemos detenernos, es preciso correr, o como decir el padre espiritual del siglo XX:  Empezar es cosa de todos, perseverar de santos. Que tu esperanza no sea como la consecuencia ciega del primer impulso, obra de inercia, sino que sea perseverancia reflexiva” (J. Escriva de Balaguer, Camino 983)

La vocación monástica obedece a una llamada a seguir a Cristo. Así lo contemplamos en la crida de Elías a Eliseo; y ante esta llamada podemos desentendernos, o mirar a otra parte. No la podemos entender sino como un camino, y no nos comprometemos sin saber hacia nos lleva este camino.

¿A qué has venido?, es una pregunta para tener presente en todo momento, pues si no somos capaces de dar una respuesta positiva a esta pregunta nuestro esfuerzo será vano.

Para recorrer este camino necesitamos dos cayados para apoyarnos. El primero sería la paciencia. Suena fuerte la expresión de san Benito de que con la paciencia participamos en los sufrimientos de Cristo, pero lo debemos vivir como algo no áspero ni pesado, sino como una herramienta necesaria para avanzar en este camino. El segundo es la perseverancia, “Constancia que nada te someta. Es preciso pedirla al Señor con toda la fuerza que puedas para obtenerla, pues es un gran medio para impedir que pierdas el camino fecundo que has empezado” (J. Escriva de Balaguer, Camino, 900)

Con paciencia y perseverancia podemos hacer el camino hacia la vida eterna. Siempre se presentará la tentación del abandono, como tenemos experiencia en la vida de la Iglesia, de la comunidad…. La dificultad del camino da lugar al miedo, a la pereza, la incerteza…. Y la solución más fácil que encontramos es el abandono. De nuevo, en este momento de la tentación contemplamos la vida monástica como algo voluntarista, como dependiendo solamente de nuestro deseo, que a menudo es débil y voluble. En estos momentos de debilidad olvidamos a quien nos ha llamado y por qué nos ha llamado. Cristo no quiere hacer de nosotros unos mártires, aunque participamos de sus sufrimientos por la paciencia; más bien nos quiere mártires como testimonios suyos, y perseverando hasta llegar a compartir su Reino.

Y si nos preguntamos: ¿ Cuál es el secreto de la perseverancia? Respondemos: el amor. “Enamórate y no lo dejarás”  (J. Escriva de Balaguer, Camino 999)

Dice un apotegma: “Un hermano que residía en la soledad estaba turbado. Fue a buscar a abbá Teodoro, y la comunica su sufrimiento. El anciano le dijo: “Ves, humilla tu pensamiento y sométete a él, y vive con los otros. Volvió a la montaña y permaneció con los otros. Pero volvió al anciano y le dijo: “tampoco con los hombres estoy tranquilo”. El anciano le respondió: “Si no tienes paz ni solo ni con los otros, ¿por qué te hiciste monje? ¿No fue, quizás, para soportar tus tribulaciones? Dime: ¿cuántos años hace que llevas el hábito?  El hermano respondió: ocho años. El anciano le dijo: “En verdad, yo hace setenta años que llevo el hábito, y ni un día he tenido la tranquilidad, y ¿tú la quieres tener después de ocho años? (Libro del anciano, 7,9)

 

 

 

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