domingo, 10 de septiembre de 2023

CAPÍTULO 59, LA OBLACIÓN DE LOS HIJOS DE NOBLES O DE POBRES

 

CAPÍTULO 59

LA OBLACIÓN DE LOS HIJOS DE NOBLES O DE POBRES

Cuando algún noble ofrezca su hijo a Dios en el monasterio, si el niño es aún pequeño, hagan sus padres el documento del que hablamos anteriormente, 2 y, junto con la ofrenda eucarística, envolverán con el mantel del altar ese documento y la mano del niño; de este modo le ofrecerán. 3 En cuanto a sus bienes, prometan bajo juramento en el documento escrito que ni por sí mismos, ni por un procurador, ni de ninguna otra manera han de darle jamás algo, ni facilitarle la ocasión de poseer un día cosa alguna. 4 O, si no desean proceder así y quieren ofrecer algo al monasterio como limosna en compensación, 5 hagan donación de los bienes que quieren ceder al monasterio, reservándose, si lo desean, el usufructo. 6 Porque, de esta manera, se le cierran todos los caminos, al niño no le queda ya esperanza alguna de poseer algo que pueda seducirle y perderle, Dios no lo quiera; porque así lo enseña la experiencia.7 Los que sean de condición más pobre procederán de la misma manera. 8 Per los que no poseen nada absolutamente escribir n simplemente el documento y ofrezcan su hijo a Dios con la ofrenda eucarística en presencia de testigos.

 Jesús dijo: “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios” (Mt 19, 24).

San Benito comparte esta idea, y por ello si un hijo de un noble es ofrecido al monasterio, para garantizar su continuidad como monje, plantea de cerrar todas las puertas, para que no tenga la esperanza de una seducción que le lleve a perder a Dios.

Desde nuestra perspectiva esta argumentación nos chirría un poco: ofrecer al niño como como monje sin tener todavía una capacidad para tomar una decisión personal no es un acto libre; y privarlo de lo que le corresponde de una manera legal también es un punto oscuro. Ciertamente, la libertad individual evolucionará en nuestra sociedad…

No contemplamos en el evangelio que Jesús fuerce a sus discípulos a seguirlo. “Ven y verás”, viene a ser un acercamiento mutuo en el que Cristo tiene la iniciativa y el llamado puede responder o no. En el caso del joven rico fue una negativa (Lc 18,22-25) que da lugar a las palabras de Jesús sobre la dificultad de entrar en el reino de los que tienen riquezas. Lo cual no quiere decir que un rico no pueda seguir a Jesús, pues como el mismo Jesús dice: “Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (Lc 18, 27).

 Lo que es interesante será descubrir que Cristo habla otro lenguaje, y que su idea sobre la riqueza no es la que tiene el mundo, que con la acumulación de bienes adquiere más seguridad, cuando viene a ser lo contrario: “Todo el que por el Reino haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos, recibirá mucho más en el presente, y en el mundo futuro la vida eterna. (Lc 18, 29-30)

Lo que nos deja claro la Regla de san Benito es que la riqueza, o la posibilidad de obtenerla no nos va a ayudar a seguir a Cristo. No se trata solo de “tener”, sino de aquella sensación que, si un día somos seducidos por el materialismo, tendremos donde acudir. Algo que se podría sistematizar en una frase: “A mi el día que no me vaya bien el monasterio tendré quien me acoja y podré hacer mi vida”. Aquí san Benito no habla de teorías sino, por experiencia propia, de la seducción de las riquezas del mundo y las tentaciones que comportan que pueden venir a ser una tentación para el monje.

A veces, la riqueza, no personal, sino la familiar, puede interferir en nuestra vida de monjes, en la línea de obtener lo que en realidad no es necesario, y tener por tener y sin esfuerzo son conceptos poco monásticos. No se trata, dice san Benito en otros capítulos de negar lo necesario, o poner obstáculos a cualquier petición sino de tener cierta sensibilidad respecto al tema de la propiedad y las cosas superfluas.

Lo más correcto es dejar de lado todo este tema espinoso de las riquezas, creador de verdaderas y fuertes tensiones, incluso familiares, y no dejar que perturben nuestra vida monástica.

Ciertamente tenemos derecho a poseer, a formar una familia, a tener una vivienda digna…. Pero en todos estos aspectos hay que considerar el tema de la renuncia. Una renuncia que no es obligada, como podía ser el caso de los hijos de los nobles, y que podían tener vocación o no; en nuestro caso se trata de renuncia voluntaria.

Nuestra vida monástica no es una esclavitud, sino un verdadero regalo de Dios, que implica renuncias. Lo mismo que en una vida familiar también hay que tener en cuenta la necesidad de renuncias en tema económico o libertad de movimiento, o tiempo personal… pero no se contempla como una renuncia, sino como un acto de amor, como una verdadera riqueza. Lo mismo sucede en nuestra condición de vida monástica, a la vez que buscamos un bien mayor en nuestra búsqueda de Dios.

Para favorecer nuestra centralidad en Cristo, es el consejo que nos da san Benito; no debemos fijarnos sino en el seguimiento de Cristo, no dejándonos seducir por las cosas materiales, siempre caducas, que al final nos crean más necesidades.

¿Un rico no puede ser monje? ¿Una persona con muchos recursos en el mundo puede ser libre para seguir la vocación monástica? La respuesta nos la da el mismo Cristo: “Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Lc 18,27)

Podemos sacar de este capítulo una buena lección: lo importante que es caminar libres en la vida monástica con un mínimo de lazos materiales que podrían ser un riesgo para nuestra vocación.

En sintonía con todo esto, san Bernardo, viniendo de una familia noble, tuvo la experiencia de que la humildad era la clave para la acogida de la sombra y del perdón ante la culpa. La humildad pasa por la verdad de uno mismo como persona, por un amor misericordioso para los demás, y culmina en la iluminación, la simplicidad y la paz.

Decía el Papa Benedicto XVI: “Tener los mismos sentimientos que Jesús significa no considerar el poder, la riqueza, el prestigio como los valores supremos de nuestra vida, porque en el fondo no responden a la sed más profunda de nuestro espíritu, sino abrir nuestro corazón al Otro, llevar con el Otro el peso de nuestra vida y abrirnos al Padre del cielo con sentido de obediencia y confianza, sabiendo que obedeciendo al Padre seremos libres. Tener los mismos sentimientos que Jesús debe ser el ejercicio diario de los cristianos”. (Audiencia general, 1Junio 2005).

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