CAPÍTULO 37
LOS ANCIANOS Y NIÑOS
A pesar de que la misma naturaleza humana se inclina de por sí a la indulgencia con estas dos edades, la de los ancianos y la de los niños, debe velar también por ellos la autoridad de la regla. Siempre se ha de tener en cuenta su debilidad, y de ningún modo se atendrán al rigor de la regla en lo referente a la alimentación, 3 sino que se tendrá con ellos una bondadosa consideración y comerán antes de las horas reglamentarias.
San Benito habla de no hacer acepción de personas con nadie que ingresa en el monasterio. Así lo recomienda cuando habla del abad: si un esclavo ingresa en el monasterio, que no se le anteponga un hombre libre” (RB 2,18). O en el capítulo 3º cuando habla de llamar a consejo a todos los hermanos dice: “llamar a todos a consejo, porque a menudo el Señor revela al más joven lo que es mejor”.
Esto no es una igualdad
despiadada, sino que san Benito hace una opción por los débiles, y busca
proteger en este capítulo a los niños y los ancianos, en un terreno bastante
riguroso como es la comida.
En nuestro tiempo ya no
se da la opción de una donación al monasterio de los hijos para ser educados.
Es necesario al leer este capítulo situarnos en la época de san Benito. Tiempos
en se distinguían tres etapas en la vida humana: infancia, de cero a siete
años; pubertad, de siete a catorce; y juventud de 14 a 21años. La idea de una
infancia protegida como es actual hoy, no estaba presente en la época medieval.
Esta consideración de los infantes como adultos potenciales significaba, más
bien, hacerlos crecer de manera rápida para que se incorporaran a las tareas de
los adultos.
La misma consideración
contemplamos en cuanto se refiere a la vejez. En Roma se consideraba que
comenzaba a los 60 años, y la valoración a menudo era negativa. La apuesta de
san Benito es algo excepcional en el planteamiento de una positiva atención,
más allá del común de los monjes.
Pero en el caso de los
ancianos sí que hoy es un tema a poder tener en cuenta. También, que la vejez
en nuestro tiempo se retrasa en unos años. Los ancianos, en una comunidad
vienen a ser una riqueza, aunque también habría que decir que no todos
envejecen igual. Se envejece tal como se ha vivido.
La vejez puede ser una
fase de la vida no fácil de llevar o de vivir. Cuando fallan las fuerzas y no
se puede ser como fue hasta entonces; cuando la memoria juega malas pasadas, o
cuando la enfermedad viene a ser crónica, no siempre se da una reacción
positiva, al sentirse en cierta manera inútil o con una valoración diferente a
como lo había sido hasta el momento. Luego, hay fijaciones que no desaparecen
con la vejez, sino que se acentúan y causan, en ocasiones, malestar en la
comunidad. Y, además, todo este panorama se agrava con la proximidad de la
muerte. También es cierto que conforme pasan los años y con este hecho
inexorable más próximo, da lugar, en ocasiones, a la angustia. En otros, se
vive con más serenidad.
Como escribía san Juan
Pablo II en su Carta a los ancianos: “El límite entre la vida y la muerte
recorre nuestras comunidades, y se acerca a cada uno de nosotros
inexorablemente. Si la vida es una peregrinación hacia la patria celestial, la
ancianidad es el tiempo en el que con más naturalidad se mira hacia la
eternidad. A pesar de esto, también a nosotros, ancianos, nos cuesta
resignarnos ante la perspectiva de este paso… Se comprende porqué delante de
esta tenebrosa realidad, el hombre reacciona y se rebela… Aunque la muerte sea
razonablemente comprensiva en su aspecto biológico, no es posible vivirla como
algo que es natural. Contrasta con el instinto más profundo del hombre” (Carta
a los ancianos, 14)
A esta común situación,
todos los que llegan a la vejez, los creyentes y muy especialmente nosotros los
monjes, deberíamos añadir lo que también escribe san Juan Pablo II:
“La fe
ilumina el misterio de la muerte e infunde en la vejez serenidad, no
considerada y vivida como una espera pasiva de un acontecimiento destructivo,
sino como un acercamiento a la meta de la plena madurez. Son años para vivir
con un sentido de confiado abandono en las manos de Dios, Padre providente y
misericordioso. Un periodo que se debe utilizar de modo creativo con miras a
profundizar en la vida espiritual, mediante la intensificación de la oración y
el compromiso de una dedicación a los hermanos en la caridad”. (Carta a los
ancianos, 16)
Parece que san Benito quería ayudar a esta última etapa de la vida, como a la primera, cuando las fuerzas fallan y el final de la vida se siente próximo, y que fuera más soportable para quienes viven en un monasterio; y, así, un consuelo en la comida parece que podía ayudar a hacer la vida un poco mejor.
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