domingo, 14 de enero de 2024

CAPÍTULO 7,35-43 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO VII

LA HUMILDAD

35 El cuarto grado de humildad consiste en que, en la misma obediencia, así se impongan cosas duras y molestas o se reciba cualquier injuria, uno se abrace con la paciencia y calle en su interior, 36 y soportándolo todo, no se canse ni desista, pues dice la Escritura: "El que perseverare hasta el fin se salvará", 37 y también: "Confórtese tu corazón y soporta al Señor". 38 Y para mostrar que el fiel debe sufrir por el Señor todas las cosas, aun las más adversas, dice en la persona de los que sufren: "Por ti soportamos la muerte cada día; nos consideran como ovejas de matadero". 39 Pero seguros de la recompensa divina que esperan, prosiguen gozosos diciendo: "Pero en todo esto triunfamos por Aquel que nos amó". 40 La Escritura dice también en otro lugar: "Nos probaste, ¡oh Dios! nos purificaste con el fuego como se purifica la plata; nos hiciste caer en el lazo; acumulaste tribulaciones sobre nuestra espalda". 41 Y para mostrar que debemos estar bajo un superior prosigue diciendo: "Pusiste hombres sobre nuestras cabezas". 42 En las adversidades e injurias cumplen con paciencia el precepto del Señor, y a quien les golpea una mejilla, le ofrecen la otra; a quien les quita la túnica le dejan el manto, y si los obligan a andar una milla, van dos; 43 con el apóstol Pablo soportan a los falsos hermanos, y bendicen a los que los maldicen.

En la vida, en cualquier vida, surgen dificultades y muchas veces entramos en contradicciones. La vida del cristiano y más concretamente la vida del monje no es, ni debe ser, diferente, y en ella también nos encontramos con dificultades y entramos en contradicciones. Ante toda dificultad se presentan dos opciones: afrontarla o rehuirla. Parece que nuestra sociedad está hoy más por rehuir cualquier obstáculo que por afrontarlo, y eso provoca que la perseverancia no esté muy de moda. San Benito sabe muy bien que la vida del monje, la vida de búsqueda de Dios, la vida en comunidad no es fácil, que inevitablemente presenta dificultades, y ya en el prólogo nos pide no abandonar enseguida, aterrados, el camino de la salvación.

Aguantar firme, no desfallecer, no echarse atrás parece fácil, siempre y cuando las cosas vayan bien o vayan, mejor dicho, como nosotros queremos que transcurran. Pero he aquí que esto no siempre es así, que inevitablemente nuestra voluntad o incluso nuestra forma de ver o de plantear las cosas entra en contradicción o bien con la visión de los demás o bien a veces incluso con nosotros mismos, con nuestros estados de ánimo.

Una contradicción habitual es la que se produce entre el decir y el hacer; y esto lo vemos siempre más en los demás que en nosotros mismos, y así a menudo tenemos en la punta de la lengua la acusación, verbalizada o planteada de pensamiento, el acusar a los demás de incoherencia. Esto no es nuevo, pertenece casi bien podríamos decir a la misma naturaleza humana, y ante esta realidad el Evangelio, norma suprema, como dice san Benito, de nuestra vida, nos previene del juicio erróneo o parcial que a menudo hacemos. Así en el Evangelio de Lucas Jesús nos dice: «¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo”, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano.» (Lc 6,42). Y respecto también a la coherencia nos advierte Cristo en el Evangelio de Mateo: «Haced y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen» (Mt 23,3).

Aguantarlo todo por aguantarlo no es lo que nos pide San Benito; sería absurdo, no es cristiano. Hay una razón para esta perseverancia: perseveramos por el Señor, por serle fieles, muriendo cada día con la esperanza puesta en la recompensa divina, con la convicción de salir plenamente vencedores gracias a Cristo, gracias a Aquel que nos ama .

En palabras de san Bernardo: «Si en la misma obediencia surgen conflictos duros y contrarios, si tropezamos con cualquier clase de injurias, aguanta sin desmayo. Así manifestarás que vives en el cuarto grado de humildad.» (Grados de la humildad y la soberbia, 47,1).

El objetivo es siempre buscar a Dios de verdad, la recompensa divina, la vida eterna, tal como dice san Benito en los capítulos 58 y 72; la metodología es la paciencia, como dice el prólogo, y el modelo no puede ser otro que Cristo, que es quien mediante su gracia nos ayuda a alcanzar ese objetivo; de hecho es Él quien sufriendo, muriendo y resucitando nos ha abierto las puertas de la vida eterna, la ha puesto a nuestro alcance.

Ser probado como la plata, ser depurado al fuego, ser cargado con un fardo insoportable, llevar a otros hombres sobre nuestras cabezas o nuestros hombros, no son tareas agradables, nadie las escogería por el simple hecho de escogerlas. Si nos toman la túnica, ceder incluso el manto; hacer dos millas cuando haciendo una tendríamos suficiente; aguantar a los falsos hermanos y la persecución y encima bendecir a quienes nos maldicen: estos no son consejos fáciles de llevar a cabo, no debemos soportarlos por sí mismos; sólo si hay una razón de peso, y ésta es Cristo. Buscando el equilibrio y nunca olvidando que todos y cada uno de nosotros somos hijos del mismo Padre, de Dios, y hermanos en Jesucristo.

Cuando el Prior de la Gran Cartuja Dom Dismas de Lassus trata de lo que él denomina el tercer grado de la obediencia, escribe: «No es sino a Dios a quien debemos una obediencia total e incondicional, tanto de nuestra voluntad como de nuestra inteligencia, porque Él es la Bondad y la Verdad absoluta. Toda obediencia a un hombre, en su contexto, está limitada por esta verdad primera. Como dijeron Pedro y los apóstoles ante el Sanedrín: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. (...) Hay dos límites más: por un lado, la obediencia requiere el sometimiento de la voluntad, concierne siempre una acción, lo cual significa que el superior puede pedir a un sujeto que haga algo, no puede pedirle que piense algo. El abad, por ejemplo, puede pedir a un monje que meta las sillas porque cree que mañana lloverá, pero no puede pedirle, al monje, que piense que mañana lloverá. Por el voto de obediencia prometemos el sometimiento de nuestra voluntad, no la de nuestra inteligencia.» (Risques et dérives de la vie religieuse). Necesitamos ser conscientes de a quién y por qué obedecemos.

Porque nada de todo esto, de nuestra vida de cristianos y de monjes, de buscadores de Cristo, tiene sentido si detrás no está Cristo como modelo y la vida eterna como objetivo. De ahí que la perseverancia ante las dificultades, las contradicciones, propias y ajenas, y las injusticias sea un verdadero obstáculo, muchas veces un obstáculo que se nos presenta como insalvable.

Todo ello nos hace fijar la mirada más en la piedra de tropiezo que tenemos ante los ojos que en la meta, la finalidad, el porqué de todo. La única razón de todo es Cristo, sin Él nada tiene sentido, por Él y con Él todo adquiere coherencia.

Como escribe Dom Dismas de Lassus: «La obediencia religiosa, en el ejemplo de Cristo, es la sumisión libre de una voluntad libre iluminada por una inteligencia libre. Todo lo demás no tiene valor religioso.» (Risques et dérives de la vie religieuse). 

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