CAPÍTULO VII
LA HUMILDAD
35 El cuarto grado de humildad consiste en que, en la
misma obediencia, así se impongan cosas duras y molestas o se reciba cualquier
injuria, uno se abrace con la paciencia y calle en su interior, 36 y
soportándolo todo, no se canse ni desista, pues dice la Escritura: "El que
perseverare hasta el fin se salvará", 37 y también:
"Confórtese tu corazón y soporta al Señor". 38 Y para
mostrar que el fiel debe sufrir por el Señor todas las cosas, aun las más
adversas, dice en la persona de los que sufren: "Por ti soportamos la
muerte cada día; nos consideran como ovejas de matadero". 39
Pero seguros de la recompensa divina que esperan, prosiguen gozosos diciendo:
"Pero en todo esto triunfamos por Aquel que nos amó". 40
La Escritura dice también en otro lugar: "Nos probaste, ¡oh Dios! nos
purificaste con el fuego como se purifica la plata; nos hiciste caer en el
lazo; acumulaste tribulaciones sobre nuestra espalda". 41 Y
para mostrar que debemos estar bajo un superior prosigue diciendo:
"Pusiste hombres sobre nuestras cabezas". 42 En las
adversidades e injurias cumplen con paciencia el precepto del Señor, y a quien
les golpea una mejilla, le ofrecen la otra; a quien les quita la túnica le
dejan el manto, y si los obligan a andar una milla, van dos; 43 con
el apóstol Pablo soportan a los falsos hermanos, y bendicen a los que los
maldicen.
En la vida, en cualquier vida, surgen dificultades y muchas veces
entramos en contradicciones. La vida del cristiano y más concretamente la vida
del monje no es, ni debe ser, diferente, y en ella también nos encontramos con
dificultades y entramos en contradicciones. Ante toda dificultad se presentan
dos opciones: afrontarla o rehuirla. Parece que nuestra sociedad está hoy más por
rehuir cualquier obstáculo que por afrontarlo, y eso provoca que la
perseverancia no esté muy de moda. San Benito sabe muy bien que la vida del
monje, la vida de búsqueda de Dios, la vida en comunidad no es fácil, que
inevitablemente presenta dificultades, y ya en el prólogo nos pide no abandonar
enseguida, aterrados, el camino de la salvación.
Aguantar firme, no desfallecer, no echarse atrás parece fácil, siempre y
cuando las cosas vayan bien o vayan, mejor dicho, como nosotros queremos que
transcurran. Pero he aquí que esto no siempre es así, que inevitablemente
nuestra voluntad o incluso nuestra forma de ver o de plantear las cosas entra
en contradicción o bien con la visión de los demás o bien a veces incluso con
nosotros mismos, con nuestros estados de ánimo.
Una contradicción habitual es la que se produce entre el decir y el
hacer; y esto lo vemos siempre más en los demás que en nosotros mismos, y así a
menudo tenemos en la punta de la lengua la acusación, verbalizada o planteada
de pensamiento, el acusar a los demás de incoherencia. Esto no es nuevo,
pertenece casi bien podríamos decir a la misma naturaleza humana, y ante esta
realidad el Evangelio, norma suprema, como dice san Benito, de nuestra vida,
nos previene del juicio erróneo o parcial que a menudo hacemos. Así en el
Evangelio de Lucas Jesús nos dice: «¿Cómo puedes decir a
tu hermano: “Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo”, no viendo tú
mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y
entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano.» (Lc
6,42). Y respecto también a la coherencia nos advierte Cristo en el Evangelio
de Mateo: «Haced y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta,
porque dicen y no hacen» (Mt 23,3).
Aguantarlo todo por
aguantarlo no es lo que nos pide San Benito; sería absurdo, no es cristiano.
Hay una razón para esta perseverancia: perseveramos por el Señor, por serle
fieles, muriendo cada día con la esperanza puesta en la recompensa divina, con
la convicción de salir plenamente vencedores gracias a Cristo, gracias a Aquel
que nos ama .
En palabras de san Bernardo:
«Si en la misma
obediencia surgen conflictos duros y contrarios, si tropezamos con cualquier
clase de injurias, aguanta sin desmayo. Así manifestarás que vives en el cuarto
grado de humildad.» (Grados de la humildad y la soberbia, 47,1).
El objetivo es siempre
buscar a Dios de verdad, la recompensa divina, la vida eterna, tal como dice
san Benito en los capítulos 58 y 72; la metodología es la paciencia, como dice
el prólogo, y el modelo no puede ser otro que Cristo, que es quien mediante su
gracia nos ayuda a alcanzar ese objetivo; de hecho es Él quien sufriendo,
muriendo y resucitando nos ha abierto las puertas de la vida eterna, la ha
puesto a nuestro alcance.
Ser probado como la plata,
ser depurado al fuego, ser cargado con un fardo insoportable, llevar a otros
hombres sobre nuestras cabezas o nuestros hombros, no son tareas agradables,
nadie las escogería por el simple hecho de escogerlas. Si nos toman la túnica,
ceder incluso el manto; hacer dos millas cuando haciendo una tendríamos
suficiente; aguantar a los falsos hermanos y la persecución y encima bendecir a
quienes nos maldicen: estos no son consejos fáciles de llevar a cabo, no
debemos soportarlos por sí mismos; sólo si hay una razón de peso, y ésta es
Cristo. Buscando el equilibrio y nunca olvidando que todos y cada uno de
nosotros somos hijos del mismo Padre, de Dios, y hermanos en Jesucristo.
Cuando el Prior de la Gran
Cartuja Dom Dismas de Lassus trata de lo que él denomina el tercer grado de la
obediencia, escribe: «No
es sino a Dios a quien debemos una obediencia total e incondicional, tanto de
nuestra voluntad como de nuestra inteligencia, porque Él es la Bondad y la
Verdad absoluta. Toda obediencia a un hombre, en su contexto, está limitada por
esta verdad primera. Como dijeron Pedro y los apóstoles ante el Sanedrín: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. (...) Hay dos límites más: por un lado, la obediencia requiere el
sometimiento de la voluntad, concierne siempre una acción, lo cual significa
que el superior puede pedir a un sujeto que haga algo, no puede pedirle que
piense algo. El abad, por ejemplo, puede pedir a un monje que meta las sillas
porque cree que mañana lloverá, pero no puede pedirle, al monje, que piense que
mañana lloverá. Por el voto de obediencia prometemos el sometimiento de nuestra
voluntad, no la de nuestra inteligencia.» (Risques et dérives de
la vie religieuse).
Necesitamos ser conscientes de a quién y por qué obedecemos.
Porque nada de todo esto, de
nuestra vida de cristianos y de monjes, de buscadores de Cristo, tiene sentido
si detrás no está Cristo como modelo y la vida eterna como objetivo. De ahí que
la perseverancia ante las dificultades, las contradicciones, propias y ajenas,
y las injusticias sea un verdadero obstáculo, muchas veces un obstáculo que se
nos presenta como insalvable.
Todo ello nos hace fijar la
mirada más en la piedra de tropiezo que tenemos ante los ojos que en la meta,
la finalidad, el porqué de todo. La única razón de todo es Cristo, sin Él nada
tiene sentido, por Él y con Él todo adquiere coherencia.
Como escribe Dom Dismas de
Lassus: «La obediencia religiosa, en el ejemplo de Cristo, es la sumisión libre
de una voluntad libre iluminada por una inteligencia libre. Todo lo demás no
tiene valor religioso.» (Risques et
dérives de la vie religieuse).
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