domingo, 6 de noviembre de 2016

CAPÍTULO 24 CUÁL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN



CAPÍTULO 24

CUÁL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN

Según sea la gravedad de la falta, se ha de medir en proporción hasta dónde debe extenderse la excomunión o el castigo. 2Pero quien tiene que apreciar la gravedad de las culpas será el abad, conforme a su criterio. 3Cuando un hermano es culpable de faltas leves, se le excluirá de su participación en la mesa común. 4Y el que así se vea privado de la comunidad durante la comida, seguirá las siguientes normas: en el oratorio no cantará ningún salmo ni antífona, ni recitará lectura alguna hasta que haya cumplido la penitencia. 5Comerá totalmente solo, después de que hayan comido los hermanos. 6De manera que, si, por ejemplo, los hermanos comen a la hora sexta, él comerá a la hora nona, y si los hermanos comen a la hora nona, él lo hará después de vísperas 7hasta que consiga el perdón mediante una satisfacción adecuada.

Hay diferentes clases de faltas: graves y leves; y  con ambas, pero con diferentes medidas, la penitencia que uno tiene que hacer viene a ser la exclusión del ritmo diario de la comunidad,  permaneciendo solo en la mesa y mudo en la plegaria comunitaria, hasta obtener el perdón con una satisfacción adecuada.
San Benito distingue tres aspectos: la causa, la sanción y los autores. Distingue también el que es culpable y el que impone la sanción, el juez, que es el abad, de quien depende el juicio y la apreciación de la falta.
Para san Benito hay cuatro motivos en el origen de las faltas: la desobediencia, el orgullo, la murmuración y el menosprecio.

¿Consideramos todavía hoy un castigo el dar satisfacción, como dice la Regla, con la exclusión de la mesa común o el apartamiento del oratorio?  Posiblemente lo veamos al contrario: que para más de uno el castigo sería más bien compartir toda una jornada completa con la comunidad.

Ciertamente, la exclusión tiene hoy un significado diferente, que no queda ligado a la culpa, sino a la capacidad de integrarse en un grupo establecido, al cual, sin embargo, nos hemos incorporado voluntariamente, buscando un lugar para responder a la llamada del Señor. La exclusión es el resultado de esta dificultad de integración; el excluido, o ex-comunicado, es aquel que no puede o no quiere seguir las mínimas normas comunes y el ritmo de la vida del grupo que eligió para buscar a  Dios.
En cambio, para san Benito, la exclusión va unida a la culpa, y debe ser proporcionada a ella. Hoy, incluso en faltas graves, la sanción se consensua con quien hizo la falta, de manera que más bien es el afectado quien pide, por ejemplo, dejar la comunidad un tiempo concreto.
Pero hay otra forma más evidente, frecuente y extendida de exclusión, es cuando nosotros mismos nos la aplicamos. Pero seguro que nunca con la idea de ex-comunicarnos o sancionarnos por las faltas cometidas.  Más bien  nuestra actitud de alejarnos es la actitud de quien dice: “Ya se arreglaran”, a mí que me dejen tranquilo y no me mareen.
 Nos ex-comunicamos, de hecho, de pensamiento, palabra, obra y omisión. De pensamiento cuando nos formamos nuestro propio mundo, a nuestra medida, y  que poco a poco no tiene nada que ver con el origen de nuestra vocación. Lo hacemos de palabra cuando caemos en lo que san Benito reprueba con frecuencia, como es la murmuración. Lo hacemos de obra con las grandes o pequeños detalles de cada día. Y de omisión cuando nos excluimos de tantos actos comunitarios como la plegaria, la recreación o la mesa.  Y de esta manera, de hecho rompemos los votos que hicimos delante de Dios, y no a un superior concreto. Esto supone también un romper con la comunidad, y montarnos una vocación idiorítmica, o al nuestro gusto.  Y claro, siempre encontraremos justificaciones, pero si hemos de ser sinceros, cada uno sabe lo que puede y no puede hacer; lo que ha de hacer y no ha de hacer; somos nosotros nuestros mejores jueces.

San Carlos Borromeo, nos decía esta semana en Maitines:

“todos somos débiles, pero Dios nos da medios, mediante los cuales, si queremos, nos pueden ayudar… ¿Quieres que te enseñe como progresaras en la virtud, y si en oficio coral has estado atento, cómo puedes progresar en él, y tu ofrenda será más aceptable al Señor?  Escucha lo que te digo: si en ti ya tienes encendida una pequeña llama de amor a Dios, no quieras exhibirla enseguida, no la expongas al viento; cierra el horno para que no se enfríe, apártate en la medida que puedas de las distracciones, mantente unido a Dios y evita las palabras inútiles…, si cantas en el coro, medita lo que dices y a quien lo dices… De esta manera podemos vencer fácilmente las incontables dificultades que experimentamos cada día, que son inevitables por el hecho que estamos en medio de ellas, y tendremos fuerzas para engendra  a Cristo en nuestra vida y en la de los demás”. (Sermón del Sínodo)

Poner en  la plegaria, en la lectura de la Palabra y en el trabajo todo nuestro pensamiento, nuestras palabras y nuestras obras, en una palabra: poner los cinco sentidos.
Todos los miembros de la comunidad, desde el abad hasta el novicio, somos responsables de la comunidad  para caminar con la vitalidad y el dinamismo de la Regla. La rutina de la vida monástica nos da la posibilidad de poner nuestra voluntad bajo la guía del Espíritu.

Para superar nuestros egoísmos, para aprender a identificar nuestros intereses, y a nosotros mismos, en la vida de la comunidad, hemos de acostumbrarnos a no considerar nuestros intereses privados en oposición a los comunitarios. Como plantea san Bernardo es la liberación de la persona mediante su plena y madura  participación en la vida común, a través de la oblación de uno mismo, con un carácter martirial, es decir, con el testimonio den nuestra vida, aquella que ofrecimos al Señor depositándola  sobre el altar el día de la profesión.

Hemos recibido un regalo, un don de Dios: nuestra vocación. Un talento para ocultarlo sino para ponerlo a trabajar; una semilla para sembrar. En nuestras manos está el hacerla rendir, hacerla crecer.

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