lunes, 9 de enero de 2017

CAPÍTULO 5 LA OBEDIENCIA



CAPÍTULO 5 LA OBEDIENCIA

El primer grado de humildad es la obediencia sin demora. 2Exactamente la que corresponde a quienes nada  conciben más amable que Cristo. 3Estos, por razón del santo servicio que han profesado, o por temor del infierno, o por el deseo de la vida eterna en la gloria, 4son incapaces de diferir la realización inmediata de una orden tan pronto como ésta emana del superior, igual que si se lo mandara el mismo Dios. 5De ellos dice el Señor: «Nada más escucharme con sus oídos, me obedeció». 6Y dirigiéndose se a los maestros espirituales: «Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí». 7Los que tienen esta disposición prescinden al punto de sus intereses particulares, renuncian a su propia voluntad 8y, desocupando sus manos, dejan sin acabar lo que están haciendo por caminar con las obras tras la voz del que manda con pasos tan ágiles como su obediencia. 9Y como en un momento, con la rapidez que imprime el temor de Dios, hacen coincidir ambas cosas a la vez: el mandato del maestro y su total ejecución por parte del discípulo. 10Es que les consume el anhelo de caminar hacia la vida eterna, 11y por eso eligen con toda su decisión el camino estrecho al que se refiere el Señor:  Estrecha es la senda que conduce a la vida». 12Por esta razón no viven a su antojo ni
obedecen a sus deseos y apetencias, sino que, dejándose llevar por el juicio y la voluntad de otro, pasan su vida en los cenobios y desean que les gobierne un abad. 13Ellos son, los que indudablemente imitan al Señor, que dijo de sí mismo: «No he
venido para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió » .
 14Pero incluso este tipo de obediencia sólo será grata a Dios y dulce para los hombres cuando se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta. 15Porque la obediencia que se tributa a los superiores, al mismo Dios se tributa, como él mismo lo dijo: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha». 16 Y los discípulos deben ofrecerla de buen grado, porque «Dios ama al que da con alegría». 17Efectivamente, el discípulo que obedece de mala gana y murmura, no ya con la boca, sino sólo con el corazón, 18aunque cumpla materialmente lo preceptuado, ya no será agradable a Dios, pues ve su corazón que murmura, 19y no conseguirá premio alguno de esa obediencia. Es más, cae en el castigo correspondiente a los murmuradores, si no se corrige y hace satisfacción.

Para san Benito hay un lazo estrecho entre humildad y obediencia; la obediencia es de alguna manera la manera de expresar la humildad. No viene a ser una renuncia radical a la expresión de la propia voluntad,  o de una idea personal para entrar en dependencia del pensamiento de otro. La vida monástica no es alienación o despersonalización, sino un desarrollo más pleno de la personalidad humana como criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. San Pablo nos habla de la obediencia como servicio: Apreciando vuestro servicio en lo que vale, glorifican a Dios por la obediencia que profesan al evangelio de Cristo y por la generosidad que os hace solidarios con todos. (2Cor 9,13)

El Concilio Vaticano II en el decreto Perfectae Caritatis entiende el compromiso del religioso como un seguimiento de Cristo casto, pobre y humilde;  nos dice: Los religiosos por la profesión de la obediencia, ofrecen a Dios como sacrificio de sí mismos, la consagración completa de su propia voluntad, y mediante ella se unen de manera más constante y segura a la divina voluntad salvífica. De aquí se deduce que siguiendo el ejemplo de Jesucristo, que vino a cumplir la voluntad del Padre tomando la forma de siervo”, aprendió mediante sus sufrimientos la obediencia. Los religiosos, movidos por el Espíritu Santo (….) sirven a todos los hermanos en Cristo, como el mismo Cristo, mediante la sumisión al Padre, sirvió a los hermanos y dio la vida por la redención de muchos. De esta manera se vinculan más estrechamente al servicio de la Iglesia y se esfuerzan por llegar a la medida de la edad que realiza la plenitud de Cristo. En consecuencia, los súbditos en espíritu de fe y de amor a la voluntad de Dios, viven con humildad la obediencia a los superiores, en conformidad con la Regla y las Constituciones, contribuyendo con su inteligencia y voluntad, y los dones de la naturaleza y la gracia,  a la ejecución de los mandatos en el cumplimiento de los oficios que se les encomiendan, persuadidos de que así, según el designio de Dios, a la edificación del Cuerpo de Cristo. Esta obediencia religiosa no disminuye la dignidad de la persona humana sino que lleva a la madurez, dilatando la libertad de los hijos de Dios”. (PC 14)                                                                                              

La obediencia es la ofrenda de la propia libertad, núcleo del ser humano; pero esta voluntad  no queda aniquilada, sino que es una renuncia voluntaria para identificarse de manera más firme y segura con la voluntad salvífica de Dios. La obediencia religiosa nace del amor, y es siempre una búsqueda de comunión con la voluntad divina, que busca la salvación de la humanidad. Nuestro modelo es Cristo, que identifica su voluntad con la del Padre, haciéndose servidor de sus hermanos los hombres, siguiendo el camino,  no fácil, de la sumisión a la voluntad del Padre a fin de redimir a los hombres. La primera y única obediencia del monje es a  Dios, escuchando y obedeciendo la llamada de la voz interior del Espíritu, y dejándose guiar por éste en el servicio a los hermanos. L obediencia tiene en nosotros un valor de participación en los sufrimientos de Cristo, buscando seguirlo en su modelo de vida. La voz de Dios se manifiesta por ejemplo en la campana que nos convoca a la plegaria y al trabajo y guía toda nuestra jornada dedicada a buscar a Dios.

La obediencia surge de la fe, por este acto por el cual creemos en Dios, y ponemos en él toda nuestra confianza. La obediencia comporta hacer nuestra la voluntad de Dios; no ser una simple y mera correa de transmisión, sino una obediencia consciente de hombre libre, responsable y activa, tanto en el cumplimiento de la tareas que se nos encomiendan, como en las iniciativas que es preciso tomar.  Aportando la fuerza de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad con alegría y seriedad, con los dones que Dios nos ha dado. No debe ser una obediencia pasiva, que es necesario vigilar de cerca, que necesita ser reafirmada con el aplauso, sino entregarse del todo a quienes nos mandan en la certeza de que trabajamos según el designio de Dios.

La obediencia no es una dimisión de nuestra responsabilidad respecto a nuestra vida y nuestros actos; es una luz que nos ilumina para interpretar la voluntad del Señor en cada momento. Cuando obedecemos hacemos un acto de libertad personal, escogemos seguir libremente el camino de Cristo, dedicar toda nuestra energía a realizar su voluntad, pero seguimos siendo responsables, por lo que no está bien hacer mal las cosas o a medias. Siempre somos responsables del bien o del mal que hacemos o dejamos de hacer. Vivida así, la obediencia nos lleva a la madurez espiritual, apartándonos de nuestros deseos y las influencias de los otros; no buscando un camino para huir de las exigencias que nos plantea la vida y la libertad que Dios nos regala. Entonces, no diremos que no nos dejan hacer lo que queremos, pues siguiendo nuestros deseos personales nunca viviremos en paz, ni seremos felices, pues somos esclavos de nuestro “yo” cerrado a los otros. A menudo la expresión “hacer lo que deseo” no quiere decir otra cosa que desear mis caprichos, ser un inmaduro, cuando la libertad de la obediencia nos libra de nuestros pobres deseos, y de estar siempre sometidos a nuestras debilidades.

Todos somos hermanos, y uno solo es el maestro, Cristo. La obediencia no une a todos; a más responsabilidad, más grado de obediencia a la voluntad de Dios, expresada por el espíritu, por medio de la voz de la Iglesia, los signos de los tiempos y la voz de los hermanos. Es el camino para superar nuestros intereses individuales en la vida comunitaria de manera fecunda. La obediencia  hace eficaz la caridad, asegura la madurez humana y la libertad de quien se entrega a Cristo por amor.
Escribe san Juan Pablo II en la exhortación apostólica Vita consecrata:

“La obediencia caracteriza la vida consagrada. Hace presente de manera particularmente viva la obediencia del Cristo al Padre, y precisamente, basándose en este misterio, da testimonio de que no hay contradicción entre obediencia y libertad. En efecto, la actitud del Hijo desvela el misterio de la libertad humana como camino de obediencia a la voluntad del Padre, y el misterio de obediencia como un camino para conseguir progresivamente la verdadera libertad. Eso es lo que quiere expresar la persona consagrada de manera específica con este voto, con el cual pretende testificar la conciencia de una relación de filiación, que desea asumir la voluntad paterna como un alimento cotidiano (cfr Jn 4,34), como su roca, su alegría, escudo y baluarte (cfr Sal 18). Demuestra así que crece en la plena verdad de si mismo, permaneciendo unida a la fuente de su existencia i ofreciendo el mensaje consolador: “Tienen mucha paz los que aman la Ley, nada los hará tropezar: Cumplo los mandamientos, Señor, mientras espero tu salvación” (Sal 119, 165-166)”  (VC, 91)   

Conformándonos activamente a la voluntad de Dios, nuestra voluntad avanza en la Escuela del servicio divino, y va coincidiendo en lo que Dios quiere de nosotros, y esto nos acerca a la libertad de los hijos de Dios que nos inclina hacia el bien. Entonces ya no tiene importancia de donde sale la orden, porque respondemos según lo que dice san Agustín: “Se te ha dado este corto precepto, de una vez por siempre: Ama y haz lo que quieras; si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges corrige con amor; si perdonas, perdona por amor; ten siempre la raíz del amor en tu corazón: de esta raíz solamente puede brotar lo que es bueno”. (Coment. 1Jn,7,8) 

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