martes, 3 de enero de 2017

CAPÍTULO 1 LAS CLASES DE MONJES



CAPÍTULO 1 LAS CLASES DE MONJES

Como todos sabemos, existen cuatro géneros de monjes. 2El primero es el de los cenobitas, es decir, los que viven en un monasterio y sirven bajo una regla y un abad. 3El segundo género es el de los anacoretas, o, dicho de otro modo, el de los ermitaños. Son aquellos que no por un fervor de novato en la vida monástica, sino tras larga prueba en el monasterio, 4aprendieron a luchar contra el diablo ayudados por la compañía de otros, 5y, bien formados en las filas de sus hermanos para el combate individual del desierto, se encuentran ya capacitados y seguros sin el socorro ajeno porque se bastan con el auxilio de Dios para combatir, solo con su brazo contra los vicios de la carne y de los pensamientos.     6El tercer género de monjes, y pésimo por cierto, es el de los sarabaítas. Estos se caracterizan, según nos lo enseña la experiencia, por no haber sido probados como el oro en el crisol, por regla alguna, pues, al contrario, se han quedado blandos como el plomo. 7Dada su manera de proceder, siguen todavía fieles al espíritu del mundo, y manifiestan claramente que con su tonsura están mintiendo a Dios. 8Se agrupan de dos en dos o de tres en tres, y a veces viven solos, encerrándose sin pastor no en los apriscos del Señor, sino en los propios, porque toda su ley se reduce a satisfacer sus deseos. 9Cuanto ellos piensan o deciden, lo creen santo, y aquello que no les agrada, lo consideran ilícito.  10El cuarto género de monjes es el de los llamados giróvagos, porque su vida entera se la pasan viajando por diversos países, hospedándose durante tres o cuatro días en los monasterios. 11Siempre errantes y nunca estables, se limitan a servir a sus propias voluntades y a los deleites de la gula; son peores en todo que los sarabaítas. 12Será mucho mejor callamos y no hablar de la miserable vida que llevan todos éstos. 13Haciendo, pues, caso omiso de ellos, pongámonos con la ayuda del Señor a organizar la vida del muy firme género de monjes que es el de los cenobitas.

Una Regla, un abad, una larga prueba en el monasterio son los buenos instrumentos para llegar a estar bien entrenados en la vida monástica. El objetivo de la vida del monje es buscar a Dios, lo cual no es fácil. Por ello, san Benito, fruto de su experiencia plantea el monasterio como una Escuela del servicio divino, un lugar para ir aprendiendo a lo largo de una prueba donde la paciencia juega un papel fundamental. En esta escuela tenemos diversos medios que nos pueden ayudar a avanzar cada día hacia Dios. El primero es la Regla, que cada día escuchamos, y que ha ser para nosotros como una hoja de ruta para nuestro camino monástico; un camino que no hacemos solos, porque somos torpes o débiles, y solos no llegamos a alcanzar nuestros objetivos. La comunidad ha de ser  nuestro segundo medio para ayudarnos a avanzar. Pero los primeros interesados en avanzar debemos ser nosotros mismos, centrando nuestra vida en la plegaria y el trabajo.

La jornada de la comunidad está pensada para ayudarnos en esta tarea de encontrar a Dios. Si hacemos de la excepción la norma, si de la singularidad hacemos hábito, nos apartamos del camino y nunca llegaremos a vivir el encuentro. Solo no podemos avanzar, no llegaremos lejos. Caminar hacia Dios apoyándose en uno mismo no es el camino adecuado. Los vicios de la carne y de los pensamientos nos acechan a menudo, y el combate solitario no es recomendable. De aquí la necesidad de una Regla, para no caer en definitiva en la molicie, y hacer de nuestra vida una mentira.

Dentro del mismo monasterio tenemos también el riesgo de venir a ser alguno de esta diversidad de monjes. Seremos sarabaítas si nos creamos una Regla a la medida, o adaptamos la de san Benito a nuestras conveniencias, y además pidiendo que los demás la cumplan con todo rigor. Tenemos entonces por ley la satisfacción de nuestros deseos, y declaramos santas i lícitas las que convienen a nuestro capricho. Podemos ser giróvagos cuando estamos en todas partes menos en aquel que tenemos que estar, siempre rondando, nunca quietos, sirviendo a nuestros deseos. Seguir un horario, participar en la plegaria del Oficio, y en el tiempo de trabajo encomendado, nos ayudará a nuestra vida monástica. A menudo si nos buscan con frecuencia no estamos donde debemos estar, porque siempre nos ha salido algo más importante que la plegaria o el trabajo. Pero, de hecho, solamente es importante para nosotros lo que nos pide la comunidad, y no lo que hacemos por nuestra cuenta fuera de tiempo, o ni tan solo esto llegamos a hacer.

Para san  Benito solo hay dos clases de monjes: los que son y los que aparentan serlo. ¿Qué es lo que identifica al monje? Realmente, ¿la vida que llevamos nos acerca o nos aleja de Dios?  El monje es un luchador, no contra los otros miembros de la comunidad, con la crítica o llevando a “su aire”, sino combatiendo contra los propios vicios, con una moral de lucha para vencer, buscando avanzar un poco cada día en esta lucha y haciendo retroceder al enemigo, que es el vicio, la pereza física o espiritual, e ir ganando terreno en nuestra relación con Dios. En este combate solo hay un arma válida: la humildad; y un aliado eficaz: Dios. Siempre es grande la tentación de buscar compensaciones, buscar el reconocimiento personal, satisfacer nuestra autonomía, o sentirnos reconocidos por la gente de fuera.

Somos una comunidad de personas adultas e independientes que sabemos lo que queremos, que hemos venido al monasterio voluntariamente, llamados por el Señor. Sabemos también que renunciamos a una parte de nuestra voluntad, para ayudarnos mutuamente bajo una Regla común y estable, con un objetivo único que es Cristo, y éste es muy exigente, y no se deja engañar por nuestras excusas. La Regla nos llama constantemente a ejercer nuestra libertad, a tomar decisiones personales, y no siempre se cumplen nuestras expectativas personales. Somos libres para decidir si participamos o no en la plegaria comunitaria, si cumplimos o no con nuestro trabajo. En una palabra, cada día podemos optar por ser cenobitas, giróvagos o sarabaítas. En nuestra práctica diaria podemos reafirmar o anular nuestros votos, que hicimos ante la comunidad y, lo que es más importante, ante  Dios.

Libremente os hicimos, y libremente decidimos cada día cumplirlos o no. Nos puede ayudar vivir bajo la obediencia de la  Regla, recibir el testimonio de nuestros hermanos, no abandonarnos en nuestra formación. O por el contrario rechazar el yugo de la Regla, y con las obras demostrar que nuestra consagración es una mentira delante de Dios. 

En el fondo aquí tenemos una decisión a tomar cuando cada día toca la campana que nos convoca a la plegaria de maitines: levantarse, o dar media vuelta y dar la espalda a Cristo.  





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