lunes, 16 de enero de 2017

CAPÍTULO 7, 44-48 LA HUMILDAD



CAPÍTULO 7, 44-48

LA HUMILDAD

El quinto grado de humildad es que el monje con una humilde confesión manifieste a su abad los malos pensamientos que le vienen al corazón y las malas obras realizadas ocultamente. 45La Escritura nos exhorta a ello cuando nos dice: «Manifiesta al Señor tus pasos y confía en él». 46Y también dice el profeta: «Confesaos al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia». 47Y en otro lugar dice: «Te manifesté mi delito y dejé de ocultar mi injusticia. 48Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señormi propia injusticia, y tú perdonaste la malicia de mi pecado».
Vivir la experiencia de la presencia de Dios en cada momento de nuestra vida; no esconder nada al Señor, sino reconocer humildemente nuestras debilidades y manifestarlas, a fin de que, poniendo la confianza en el  Señor, las superemos poco a poco, afrontando las dificultades confiando en el Señor sin desesperar nunca de su misericordia.
Somos conscientes de nuestros votos de obediencia, pobreza y conversión de costumbres, pero nos gustaría una aplicación a la carta, de acuerdo a nuestro gusto personal, y elegir, así en cada momento lo que nos va bien.
Cuantas veces, escribe Dom Guillermo, abad de Monte de Gatos, cambiamos de ala del claustro, nos ponemos la capucha, o aceleramos el paso, para evitar cruzarnos y saludar, aunque con un simple movimiento de cabeza, a aquel que, aunque no consideremos enemigo, Dios no lo permita, nos molesta de alguna manera.
Este puede ser un aspecto a tener presente en este grado de la humildad. No evitar lo que creemos que nos provocará rechazo, sino abrir el corazón a la misericordia, de manera que la podamos recibir también de los hermanos y de  Dios. Hoy todos tenemos un alto grado de autodefensa de nuestra intimidad, nos molesta que entren en nuestra intimidad y descubran nuestros puntos débiles.
San Benito nos habla aquí de una actitud hacia Dios más que hacia los hombres, porque la verdadera humildad es reconocer ante Dios que somos pecadores y que todo lo recibimos de él, y sobre todo el perdón, que es el fruto de su amor, siempre fiel.
Escribe san Bernardo que “de muchas maneras se buscan paliativos para los pecados. El que se excusa dice: “yo no lo he hecho”, o “sí, lo hice pero no lo hice como debía”. Si alguna cosa hago mal, entonces digo: “no lo he hecho mal del todo”; si lo hice mal entonces añade: “no hubo mala intención”. Pero si le convences de su mala intención, como Adán y Eva, se excusa acusando a otros. Quién se excusa con descaro ante la evidencia, ¿cómo va a poder descubrir con humildad a su abad los pensamientos ocultos y malo que llegan hasta el mismo corazón?” (De gradibus humilitatis et superbiae, 45)
Nuestra  relación con Dios no puede ser puramente espiritual; tiene que ser  encarnada, pues él mismo se encarnó, haciéndose hombre. Dios viene a encontrarnos a través de la mediación humana, que viene a ser su Hijo, en todo como nosotros menos en el pecado. El acto por el cual  nos reconocemos pecadores ante Dios ha de tener una visibilidad humana, que será efectiva, cuando así lo reconocemos ante la comunidad o alguno de los hermanos.
Cuando san Benito nos habla de que el 5º grado de la humildad es “manifestar humildemente a su abad todos los malos pensamientos que le nacen en el corazón y las faltas cometidas secretamente”  hemos de considerar que lo que pretende no es si somos bastante humildes como para abrirnos al abad, sino si somos lo suficiente humildes para abrir nuestro interior a Dios; y se supone  que lo revelan a Dios a través del abad, que representa a Cristo en la  comunidad.
Nuestra sociedad ha perdido el sentimiento de la culpa a nivel social e individual. Ante las faltas, las debilidades, los pecados, tenemos tres recursos. El primero, es el sacramento de la penitencia. Tenemos en el monasterio oportunidades suficientes, con los sacerdotes de la comunidad, con el confesor que viene cada mes, o con sacerdotes que nos visitan, para cumplir este precepto sacramental, muy necesario en la vida de todo cristiano, y sobre todo en la vida del monje.  Un segundo recurso es el capítulo de culpas por las faltas contra la  Regla y la vida comunitaria. Este capítulo ha desaparecido. La fórmula que se aplicaba en los últimos años no era muy efectiva si tenemos en cuenta, como nos dice la experiencia que tienen en otros monasterios, que la practican; pero tampoco es inútil repensar  cómo exponer en capítulo los fallos de la comunidad, pues cuando nuestras faltas individuales se unen a las de los demás, acaban por ser faltas comunitarias. La Cuaresma, que es un tiempo de preparación y camino hacia la Pascua, se acerca, siendo un momento privilegiado para trabajar este tema, buscando el modo de hacer una reflexión comunitaria sobre nuestra vida de monjes y su proyección en la comunidad, y plantearse como avanzar positivamente. El recurso tercero es el que hoy nos propone san Benito. Lo podríamos resumir en “hacer las paces antes de la puesta de sol con quien ha habido discordia, y no desesperar nunca de la misericordia de Dios” (RB 4,73-74)
Dice el Papa Francisco que “el perdón es aquello de lo que todos tenemos necesidad, y es el signo más grande de su misericordia. Un don que todo pecador es llamado a compartir con cada hermano que encuentra. Todos aquellos que el Señor ha colocado a nuestro lado, los familiares, amigos, conocidos, todos están, como nosotros, necesitados de la misericordia de Dios. Es hermoso ser perdonados, pero si quieres ser perdonado, perdona tú también” (Catequesis 30 Marzo 2016)
Más dificultad tendremos para perdonar si nos vienen a la memoria las faltas cometidas y pedimos a Dios perdón, como escribe san Elredo: “Eso es lo que te pido, confiando en tu misericordia omnipotente y en tu omnipotencia misericordiosa: que con el poder de tu Nombre suavísimo, y por el misterio de tu santa humanidad, perdones mis pecados y sanes las debilidades de mi alma, al acordarte de tu bondad y olvidando mi ingratitud”.

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