domingo, 24 de diciembre de 2017

CAPÍTULO 70 QUE NADIE SE ATREVA A PEGAR ARBITRARIAMENTE A OTRO



CAPÍTULO 70

QUE NADIE SE ATREVA
A PEGAR ARBITRARIAMENTE A OTRO

Debe evitarse en el monasterio toda ocasión de iniciativa temeraria, 2 y decretamos que nadie puede excomulgar o azotar a cualquiera de sus hermanos, a no ser que haya recibido del abad potestad para ello. 3 «Los que hayan cometido una falta serán reprendidos en presencia de todos, para que teman los demás ». 4 Pero los niños, hasta la edad de quince años, estarán sometidos a una disciplina más minuciosa y vigilada por parte de todos, 5 aunque con mucha mesura y discreción. 6 El que de alguna manera se tome cualquier libertad contra los de más edad sin autorización del abad o el que se desfogue desmedidamente con los niños, será sometido a la sanción de la regla, 7 porque está escrito: «No hagas a otro lo que no quieres que hagan contigo».

No excederse en nada, no atreverse con los de más edad sin autorización del abad, no desahogarse con los infantes, no defender a otro… Actuar siempre con medida. Cada día oímos la Regla, pero quizás necesitamos escucharla más; disponernos para la escucha de la misma, no sea que vengamos a considerarnos superiores a los otros, a creernos poseedores de lo que no nos corresponde, cuando corresponde a toda la comunidad. 

No hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros, viene a ser la norma suprema de este capítulo. No considerar a los otros como no queremos que nos consideren a nosotros.

Pegar a un hermano es una situación límite, pero con frecuencia caemos en el pecado de dar bofetadas morales, con la lengua, con los hechos, con la murmuración.

Darío Viganó , prefecto de la Secretaría para la comunicación de la Santa Sede ha publicado una pequeña obra, con el título de “el murmullo de la murmuración”, recogiendo en gran parte lo que el Papa Francisco ha estado enseñando sobre la murmuración. Se hace un especial eco de la aplicación de las nuevas tecnologías que sirven como potente altavoz para difundir los aspectos negativos de otras personas.

Escribe Viganó que el pecado de la murmuración es fruto de la envidia que pone de manifiesto la gran incoherencia a la humanidad, porque la envidia no desea tener lo que el otro tiene; al contrario, desea radicalmente que el otro no tenga lo que yo no tengo; y al ser decididamente destructora está dispuesta incluso a la violencia, para el otro no pueda gozar de aquello de lo que yo no puedo gozar.

Dios da unos talentos a unos y otros diversos a otros, pero todos son para ponerlos al servicio de la comunidad, con humildad y no con soberbia, ni manipulando, o imponiendo algo a los demás. A menudo utilizamos una medida para nosotros, y otra diferente para los demás, pero con más exigencia. Si cometemos un error, no tiene importancia, y buscamos mil excusas para justificarnos. Si sorprendemos a un hermano en una falta similar a la nuestra, y a la cual somos especialmente sensibles, llegamos a pensar que el mundo se hunde a nuestro alrededor, que todo está perdido, y que debemos actuar con contundencia. Dos varas de medir, la que tenemos para nosotros mismos y la que tenemos para los demás. Ver la paja en el ojo del otro y no ver la viga en el ojo propio, como dice Jesús, nos suele suceder.

San Benito no nos anima a la pronta corrección de todos, sino que se ha de hacer con medida y ponderación, y solamente aquellos que hayan recibido este encargo del abad. De hecho, san Benito busca que el orden sea una responsabilidad de todos, pero que nadie se arrogue está responsabilidad si el abad no se la da.

Lo hemos escuchado esta semana en el capítulo sobre los hermanos que van de viaje, cuando san Benito amonestaba “el que se atrevía a salir del monasterio e ir a cualquier lugar, o hacer alguna cosa, por pequeña que sea, sin orden del abad” (RB 67,7)

No lo dice san Benito por dar al abad un poder ilimitado, sino para mesurar nuestras actuaciones. Si tenemos que pedir algo lo pensamos antes de hacerlo, y esta es la reflexión que nos pide san Benito. Tenemos un cocinero, un enfermero, un hospedero, un maestro de novicios…. Cada uno con una responsabilidad concreta. Hay cosas que todos sabemos que no es responsabilidad nuestra, y otras que, efectivamente, sabemos que es responsabilidad nuestra de forma directa o subsidiaria, en ocasiones muy pequeñas como cerrar una puerta, una luz, recoger un papel, o prestar un servicio desinteresado. Por medio de unos principios simples san Benito nos muestra una línea de conducta para cada uno, seamos como seamos, tengamos los dones que tengamos, y nadie está por encima de ello. Debemos ver siempre en el otro un hermano, un igual, y a partir de aquí comportarnos como personas responsables, respetando la dignidad personal y los sentimientos de los demás. Hay ocasiones en que nuestra visión de un determinado acontecimiento nos altera y la evolución de la situación puede llegar a provocar una cierta explosión temperamental que dé lugar a una palabra que hiere, un determinado sentimiento de venganza, una murmuración…. En una palabra: sale nuestro peor rostro a la luz.

San Benito nos habla de determinadas barreras de protección. La primera, que se haya recibido el encargo del abad, pues si hay cosas que ni el abad debe hacerlas, ningún hermano puede, evidentemente hacerlas, sin un encargo que no tendrá, y si lo hace por propia iniciativa equivale a menospreciar a los hermanos, y arrogarse un poder que no tiene, y si lo hace a escondidas, pensemos en la palabra de Jesús: “No hay nada que tarde o temprano que no salga a la luz”. El segundo consejo que nos da san Benito es diferir la respuesta, dejar enfriar la situación, que es algo que también nos cuesta admitir. El hecho de diferir, de no actuar en caliente nos puede ayudar a encontrar la paz, pero sobre todo, como en el caso de pedir permiso al abad, [J1] evaluar las razones que creemos tener y así descargarnos en cierta manera del peso emocional que nos puede cegar en un momento determinado. Puede ser uno de estos aspectos de los más difíciles de la vida fraterna. Todo lo que debemos hacer, por lo menos procurar hacerlo con medida y ponderación, no actuando en caliente, pensando en las causas y también en las consecuencias. Es decir, poniendo a Cristo por delante de cualquier otra cosa, por encima de nuestros intereses personales, de nuestros deseos y caprichos, de nuestro orgullo y de nuestra vanidad.

Escribe Elvira Rodenas sobre Tomás Merton:

Muchos golpes no son los demás lo que suponen un impedimento para ser felices, somos nosotros los que no sabemos qué queremos y en lugar de admitirlo, pretendemos que los demás nos están impidiendo el ejercicio de la libertad. Paradójicamente es la aceptación de Dios la que nos hace libres y nos libera de la tiranía humana, ya que al servir a Dios, ya no podemos vivir para otra servidumbre humana  (Elvira Rodenas, Tomás Merton, El hombre y su vida interior, p.131)

 [J1]

No hay comentarios:

Publicar un comentario