domingo, 30 de septiembre de 2018

CAPÍTULO 2 COMO DEBE SER EL ABAD


CAPÍTULO 2
COMO DEBE SER EL ABAD

1 Un abad digno de presidir un monasterio debe acordarse siempre de cómo se lo llama, y llenar con obras el nombre de superior. 2 Se cree, en efecto, que hace las veces de Cristo en el monasterio, puesto que se lo llama con ese nombre, 3 según lo que dice el Apóstol: "Recibieron el espíritu de adopción de hijos, por el cual clamamos: Abba, Padre". 4 Por lo tanto, el abad no debe enseñar, establecer o mandar nada que se aparte del precepto del Señor, 5 sino que su mandato y su doctrina deben difundir el fermento de la justicia divina en las almas de los discípulos. 6 Recuerde siempre el abad que se le pedirá cuenta en el tremendo juicio de Dios de estas dos cosas: de su doctrina, y de la obediencia de sus discípulos. 7 Y sepa el abad que el pastor será el culpable del detrimento que el Padre de familias encuentre en sus ovejas. 8 Pero si usa toda su diligencia de pastor con el rebaño inquieto y desobediente, y emplea todos sus cuidados para corregir su mal comportamiento, 9 este pastor será absuelto en el juicio del Señor, y podrá decir con el Profeta: "No escondí tu justicia en mi corazón; manifesté tu verdad y tu salvación, pero ellos, desdeñándome, me despreciaron". 10 Y entonces, por fin, la muerte misma sea el castigo de las ovejas desobedientes encomendadas a su cuidado.

El abad actúa, en efecto, en lugar de Cristo en el monasterio. ¿Cómo hacerlo? Escuchando la voz de Dios. Dios nos habla. Ciertamente así lo creemos; pero es preciso saber cuándo nos habla, a través de quien, qué nos dice realmente… Hoy, san Benito nos dice que en cualquier caso, si lo hace por medio del abad, lo que éste diga o enseñe no debe ser nada al margen del precepto del Señor, que debe ser siempre algo que responda a los mandamientos y a la doctrina, a fin de difundir la justicia divina… Por tanto, el abad ha de tener en cuenta no mandar o establecer nada al margen del precepto del Señor, recordando siempre que todo lo que el Señor encuentre de menos por culpa suya en el provecho de los otros le será imputado.

¿Dónde sacar los preceptos del Señor? Dios nos habla, y lo hace por medio de su Palabra, o a través de los demás, en la vida cotidiana. Y escucharlo nos pide toda la diligencia para obedecer su voz. A veces nos cuesta distinguir entre nuestros deseos y los del Señor y surge la tentación de ahogar la voz de Dios con la nuestra, interpretar nuestros deseos como la voz del Señor. Paralelamente, cuando surgen contratiempos para hacer lo que nos place, tendemos a interpretar como barreras para cumplir la voluntad de Dios.

San Juan Crisóstomo escribe: “que todas nuestras obras, como si estuvieran aliñadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un alimento agradable al Señor. Pero solamente podremos gozar perpetuamente de la abundancia que viene de Dios si le dedicamos mucho tiempo” (Hom 6). Si le dedicamos más tiempo que a nuestras cosas personales, si no hacemos acepción de personas, si no anteponemos nada a Cristo, y ponemos nuestra mirada en la vida eterna,

Nuestras comunidades están afectadas por la enfermedad del individualismo, lo cual, como apunta Aquinata Bockman, no ayuda a desarrollar un sentido de responsabilidad comunitaria. El individualismo nos lleva a levantar barreras a la voluntad de Dios. El rugido de nuestra voluntad, de nuestro capricho, ahoga la voz del Señor, que se manifiesta más en el silencio que en grandes manifestaciones, como nos sugiere el episodio de Elías en el monte:

«El Señor le dijo: “Sal y quédate de pie en la montaña, delante del Señor”. Y en ese momento el Señor pasaba. Sopló un viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante del Señor. Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, hubo un terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto. 12 Después del terremoto, se encendió un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó el rumor de una brisa suave. 13 Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta.» (1 Re, 19,11-13)

Delante de Dios puede haber un viento huracanado y violento que rompa las rocas, el huracán del menosprecio de los otros, un sentimiento que haga inviable la escucha; podemos llegar a atribuir a los otros todo lo malo que nos sucede, como si fuera un ataque; incluso llegar a creer que el mundo se ha aliado contra nosotros… Este huracán nos impide escuchar al Señor, porque crea una actitud de rechazo que se resuelve en distancia. Un corazón disgustado contra los otros, movido por el rencor; si no lo eliminamos, se puede convertir en algo que acabe siendo negativo para nuestra vida monástica, e incluso afectar a nuestra salud física y psicológica. Es cuando llegamos a decir: “así no puedo vivir”, pues en el nuestro interior se está moviendo constantemente la semilla del rechazo. Quizás, lo que realmente sucede es un exceso de orgullo, un exceso de amor propio, un exceso de amor hacia nuestros méritos que nos hacer creernos superiores o no necesitados de los demás. Una condición necesaria para escuchar la voz de Dios es tener un corazón reconciliado (Mt 5,24

Delante de Dios puede despertarse el terremoto de la envidia, que nos lleva a no pensar y hablar bien de nadie, que desconozcamos la imagen de Dios en los demás, y de los propios talentos recibidos, que nos llevan a negar la acción de Dios en nuestra propia vida. Entonces, surge el ruido del miedo, de la inseguridad, de la falta de confianza en los demás, en nosotros mismos y en Dios; creemos que no importamos nada a nadie. Es el terremoto de las preocupaciones que absorben toda nuestra atención, porque las preocupaciones generan inquietud, y entonces nos sentimos débiles, impotentes.
Delante de Dios puede haber el fuego de la vanidad, de la inclinación a acomodarnos a lo que tenemos, lo que nos impide salir de nosotros e ir al encuentro de los otros y al encuentro de Dios. Se podrían añadir las brasas del propio pasado personal, de las heridas que hemos ido recibiendo en la vida y que hemos curado con el perdón; un fuego en el que también nos podemos sentir culpables de los errores del pasado y venir a caer en la inquietud interior.

El verdadero padre de la comunidad es el Señor, aquel que fue enviado para hacerse hombre como nosotros, que nos llama a la comunidad, concebida como un rebaño de ovejas, según la imagen bíblica. En la comunidad hay un abad que no actúa en nombre propio, sino de Cristo. Por eso, un día tendrá que responder de su administración, dar cuentas de las deficiencias halladas en las ovejas. San Benito busca atenuar esta responsabilidad, diciendo que el pastor será responsable de las faltas de la comunidad si no ha enseñado con valentía el camino de la justicia y de la salvación, si no ha escuchado la voz del Señor, si no la sabido interpretar.

Es una pregunta que nos podemos hacer a menudo: cómo reconocer la voz, la voluntad del Señor en el día a día de nuestra existencia; cómo saber si el abad, en lo que dijo e hizo, porque no puede decir sin hacer, es realmente interpretación de la voluntad del Señor.

San Benito marca como pautas la recta doctrina y los mandamientos; y unos objetivos que no debe callar que es donar a conocer la verdad de la salvación de Dios. Ojalá que cada uno seamos capaces de reconocer la voz de Dios en la trama cotidiana de nuestra existencia, en la plegaria comunitaria y personal, y así salgamos de la cueva de nuestro individualismo, y, conscientes de nuestras deficiencias, permanezcamos atentos a Su voz.

Escribe también san Juan Crisóstomo: “Cuando quieras reconstruir en ti aquella casa que Dios se edifica en el primer hombre, adornada con la modestia y la humildad hazte resplandeciente con la luz de la justicia; cuida tu persona de hacer buenas obras, embellécela con tu fe y la grandeza de espíritu, como si fueran muros y piedras; y encima de todo, como quien coloca la cúspide para coronar el edificio, coloca la plegaria, para preparar para Dios una casa perfecta donde poder recibirlo, como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que por la gracia de Dios, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo de tu alma” (Homilía 6)



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