domingo, 11 de noviembre de 2018

CAPÍTULO 29 SI DEBEN SER READMITIDOS LOS HERMANOS QUE SE VAN DEL MONASTERIO


CAPÍTULO 29

SI DEBEN SER READMITIDOS
LOS HERMANOS QUE SE VAN DEL MONASTERIO

Si un hermano que por su culpa ha salido del monasterio quiere volver otra vez, antes debe prometer la total enmienda de aquello que motivó su salida, 2y con esta condición será recibido en el último lugar, para probar así su humildad. 3Y, si de nuevo volviere a
salir, se le recibirá hasta tres veces; pero sepa que en lo sucesivo se le denegará toda posibilidad de retorno al monasterio.

Estamos en la parte de la Regla llamada Código penal. San Benito, siempre tan realista, sabe que, a pesar de todo, tenemos faltas y que algunas de estas faltas pueden afectar a toda la comunidad. Por esto, en casos puntuales, extremos podríamos decir, se puede producir el abandono del monasterio. Pero, ni en casos así san Benito cierra la puerta a la vuelta, un retorno condicionado por dos factores: en primer lugar, la corrección de lo que hizo que el monje se marchara, y, en segundo lugar, aceptar el último lugar para comprobar su humildad.

El capítulo se refiere a dejar la comunidad por la propia culpa, y después de un proceso de arrepentimiento pedir el retorno. Ciertamente, no la cita pero podría hacerse un paralelismo con la parábola del capítulo 15 del evangelio de san Lucas: marchar, arrepentirse y volver con el mismo pensamiento del hijo pródigo: “volveré a mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros” (Lc 15,18-19). Entonces, pide a la comunidad la generosidad del padre de la parábola para acogerlo de nuevo. La falta cometida puede ser muy diversa, y ausentarse después de uno de los procesos descritos por san Benito en los capítulos anteriores. Dios quiera que no necesitemos nunca, después de las exhortaciones, la prevención de la excomunión, de la plegaria o el castigo de los azotes. En cualquier caso, el apartamiento de la comunidad aparece como medida extrema y reversible, habiendo la posibilidad del indulto, de la vuelta, condicionado a un propósito de enmienda, e incluso hasta tres veces.

Dejar una comunidad no es algo generalizado, pero tampoco es algo infrecuente en la vida de las comunidades. Una marcha siempre hace daño, y todavía más si es por un motivo que tiene una relación con la comunidad.

En nuestra sociedad todo se contempla como provisional, un matrimonio se contrae muchas veces con la idea de que “dure lo que tenga que durar”, como también un empleo, u otras muchas cosas. Cómo vivir hoy nuestra vocación, y concretamente la estabilidad hasta la muerte en medio de una sociedad relativista, es un reto. Si partimos de la base de que es Dios quien nos llama, ¿cómo pensar que nos llama solo para un tiempo concreto, con una fecha de caducidad?  Se ha hablado muchas veces de si sería posible un monaquismo temporal, por unos meses o unos años. Pero si volvemos a la raíz que debe tener nuestra vocación, la llamada de Dios, ésta se corresponde con una relación de amor; nos enamoramos de Dios, y esto tiene poco de racionalidad. De la misma manera que en el enamoramiento en la vida de una pareja. Si hay amor, éste, por definición, tiene una vocación de perdurabilidad, hasta la muerte, que en el caso de Dios va más allá de la muerte, porque más allá creemos que podemos gozar de manera plena de la proximidad del amor de Dios, si nos encontramos entre los salvados por su gracia. La temporalidad no conviene a este tipo de relación que pedimos vivir en una comunidad concreta. Nos enamoramos de Dios y no de una comunidad, esto es cierto, pero nos comprometremos a vivir esta relación de amor en un lugar concreto, con unos votos y compromisos bien concretos.

Podemos ser infieles a este compromiso de amor con Dios vivido en una comunidad abandonando el monasterio con el deseo de no volver más, ir a otro monasterio, con la intención de no volver a la comunidad donde profesamos; o de volver después de un tiempo, motivado seguramente por el deseo de encontrar un lugar mejor, movidos de un cierto romanticismo.

Escribe el P. Agustín Roberts de la abadía Azul en Argentina, que el monje inquieto cree que ha de cambiar de lugar para ser más perfecto, pero quizás, al final, solo viene a mostrar su infecundidad en la comunidad a la que pertenece, y si no ha dado fruto y cree que la solución es cambiar de escenario; quizás también es el mismo monasterio quien actúa en el fondo sobre él para motivarlo a marchar, y entonces se puede  producir una situación crítica con el riesgo de perder la vocación, o incluso el sentido religioso de su vida.

Para el beato Guerric, el deseo de cambio viene dado por la impaciencia, la inquietud o las ilusiones que solamente son fruto de nuestra imaginación.
San Bernardo escribe: es una temeridad dejar lo que es cierto y conocido por lo dudoso y desconocido… Desconfío de la ligereza siempre que nos lleva a soñar en lo que no tenemos, a la vez que rechazamos lo que tenemos. Pues a la vez deseamos algo y lo rechazamos ligera e irracionalmente (El precepto y la dispensa, 46)

También podemos ser infieles interiormente. En una especie de exilio o exclaustración interior, apartándonos de la plegaria comunitaria, en toda o en parte, del contacto con la Palabra, del trabajo, o manteniendo una apariencia de vida monástica en las formas, pero vaciándola de todo amor que no sea lo referente a nosotros mismos, a nuestros caprichos; en definitiva, desenamorándonos de Dios.

El objetivo de una comunidad es la transformación en Cristo de cada uno de sus miembros; buscando el bien común y no otro distinto; que todos vayan arraigando en la búsqueda de Dios, de quien nos hemos enamorado todos juntos y cada uno en particular. No es esto el producto de un egoísmo individualista, sino que debe ser consecuencia de una vocación al servicio de Dios. No unimos a un grupo de personas con un mismo enfoque de vida, y en este marco debemos encontrar el equilibrio justo entre la dignidad personal, siempre irrenunciable, y la sociedad estructurada en que vivimos; entre nuestra vocación a una relación íntima con Dios y los deberes hacia los hermanos. Llamados individualmente por el Señor, para hacer camino en un monasterio concreto, perseverando en el amor a Cristo y a la comunidad, y también a los que no perseveran o a los que salen del monasterio. Quizás, hemos de pensar también que podemos ser nosotros, por la falta de caridad o dureza del corazón, o el mal ejemplo un factor de estabilidad o inestabilidad de los miembros de la comunidad.

Es necesaria la fe y la humildad para aceptar nuestra propia situación y la de la comunidad, con las debilidades de los demás y las nuestras, con las imperfecciones humanas inevitables. Pero será siempre necesario vencerlas con la plegaria, el trabajo, el contacto con la Palabra. Nos dice san Benito en el Prólogo de la Regla:
“¿Qué cosa más dulce para nosotros, hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? Mirad como el  Señor, en su bondad nos muestra el camino de la vida“(Pr. 19-20

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