domingo, 13 de enero de 2019

CAPÍTULO 7,34 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7,34

LA HUMILDAD

El tercer grado de humildad es que el monje se someta al superior con toda obediencia por amor a Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se hizo obediente hasta la muerte».

El tercer grado de la humildad tiene un tono fuertemente cristológico. Como nos sucede a menudo, una lectura apresurada nos puede mostrar un texto pesado, duro y anacrónico, porque la misma palabra “someter” no suena bien. Pero el trasfondo sigue vigente: Cristo es el modelo de obediencia, y el amor de Dios el sentido de toda nuestra vida. Obediencia y humildad van juntas, pero debe ser una obediencia libre, sana, sin miedo, con prontitud, sin murmuración ni protesta, una obediencia por amor a Cristo. Pues si obedecemos murmurando o de mala gana, no en la boca sino en el corazón, aunque cumplamos materialmente el mandato, no será agradable a Dios, ni de provecho para nosotros.

El texto cristológico de la carta a los Filipenses nos muestra a san Pablo que tiene siempre ante sus ojos a Cristo. En esta carta el Apóstol nos está diciendo que hemos de pensar, hablar y actuar de la manera que lo hizo Jesucristo. Debe ser el objetivo de nuestra vida, lo que nos debe guiar y marcar toda nuestra manera de vivir. Jesús lo dejaba todo en manos del Padre. Éste debe ser nuestro sentido fundamental. Jesús renunció a su gloria, a su majestad y autoridad, se rebajó… Todo esto lo hace por amor, para servir. Jesús vivió como un siervo. Sirviendo a las personas de todos los niveles sociales, sin acepción de personas. Ricas y pobres, observantes y pecadoras, poderosas y marginadas… Todavía más: amó de una manera especial a los alejados de Dios, a los pecadores, a los enfermos, a los pobres, y llamó amigo, y lavó los pies, incluso a quien le entregó, como un ejemplo extremo de servicio, en este rebajarse ante los apóstoles. La obediencia tiene un carácter marcadamente comunitario, y en este contexto Jesús fue obediente al Padre para darnos la salvación a todos los hombres.

El tercer grado de la humildad es un signo claro de la entrega de nuestras vidas a Jesús. Nuestra vocación exige que no sigamos la sabiduría y sugestiones de nuestra naturaleza,
sino que obedezcamos la ley del Espíritu. La obediencia no aniquila nuestra persona, sino que nos hace más libres, nos asimila a Cristo y nos deja encontrar nuestra verdadera identidad como hijos de Dios. En este grado, san Benito cambia un poco el acento: si antes se trataba de la humildad como una actitud delante de Dio, ahora nos la muestra como sujeción a una persona. Si queremos captar este pensamiento en toda su profundidad nos encontramos con un profundo misterio que solamente se ilumina con el ejemplo de la obediencia de Jesús. Entonces, nos sentimos interiormente libres en el encuentro personal con Cristo.

La obediencia sin límites de la que nos habla san Benito no es una obediencia ciega ni antinatural, sino una obediencia que penetra todas las fibras de nuestra persona. Practicarla es de una importancia decisiva para el monje que busca tener un corazón puro, y ningún otro camino es más seguro para llevarnos directamente hacia Dios. Se trata, pues de estar unidos, de colaborar, de estar disponibles. Entonces, la obediencia adquiere una dimensión humana, que no mata nuestra voluntad, ni nuestra libertad, sino que es una participación en la obediencia de Cristo, siempre nuestro punto de referencia fundamental.

La obediencia para san Benito es todo lo contrario a un mero someterse. Viene a ser el eje de todo el itinerario monástico. Siempre en referencia al otro, a hacer su voluntad, la del Padre, como Cristo, cuya vida estuvo marcada por una obediencia total al Padre. El verdadero discípulo de Jesús cumple la voluntad del Padre; por ello, para san Pablo la obediencia es el verdadero fundamento de la salvación. Esta obediencia tuvo un eco extraordinario entre los monjes de las primeras generaciones del monacato, que no se cansaban de invitar a una obediencia a Dios, a la Escritura, al anciano espiritual, a la Regla, a los hermanos. Y debe ser una obediencia   digna de Dios, agradable a él.

San Benito sigue aquí la tradición de la espiritualidad cenobítica que considera la obediencia como un elemento primordial, imprescindible, para la existencia de la comunidad. Para la Regla la obediencia es renunciar al libre ejercicio de la propia voluntad, imitando al Señor. Y para que sea perfecta debe practicarse sin demora alguna, sin frialdad o murmuración, sin protestar.

Como dice el Papa Francisco, la murmuración es una actitud que consiste en hacer siempre el comentario definitivo para destruir a otro; es un pecado cotidiano en la nuestra vida; nos encontramos murmurando a menudo, porque nos agrada esto o lo otro, y en lugar de buscar la solución para buscar la salida a una situación conflictiva, murmuramos en voz baja, pues no tenemos el valor de hacerlo con claridad. Obedecer exteriormente no es suficiente si no va acompañado de buena voluntad, porque al superior o el anciano se le puede engañar, pero a Dios, no. Él sabe lo que hay en el nuestro corazón, en nuestro interior.

Los monjes debemos avanzar por este camino de renuncia a la nuestra voluntad, a nuestro interés personal, para hacernos servidores de los hermanos en quien debemos ver al mismo Cristo, que es para nosotros un modelo de obediencia y el amor a Dios es lo que sentido a nuestra vida.


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